Hubo consenso entre los frecuentadores del festival en que ésta fue una de las mejores (si no la mejor) entre todas las ediciones de la etapa moderna de este evento, con una programación más sólida, además de esa particularidad que lo hace tan especial y querido entre los festivales de cine de la región: una estructura que permite y favorece la convivencia y confraternidad entre cineastas invitados, periodistas y programadores/organizadores (mucho más que el fútil glamour mediático de alfombras rojas).

Es decir, que además de ofrecer a una masa de público -con acceso gratuito a todas las funciones- una selección muy buena de cine valioso y poco accesible, y la posibilidad de plantear preguntas a los realizadores en las múltiples instancias que siguen a varias de las funciones, el festival brinda específicamente a las personas vinculadas profesionalmente con la realización, gestión y crítica de cine la oportunidad sumamente enriquecedora del intercambio directo, informal pero intensivo, en que el cine, su práctica, su estética y su política son siempre un asunto que naturalmente se hace presente.

De aperturas y cierres

El festival se inició con un breve homenaje a Manuel Martínez Carril; en la parte oratoria de la apertura se destacó -ya viene siendo un clásico- el discurso de Alejandra Trelles (una de las programadoras, junto a María José Santacreu, de Cinemateca Uruguaya). Trelles partió de una idea de Glauber Rocha, quien se oponía a la noción de llegar al pueblo por medio de un arte “comunicativo” (entiéndase condescendiente). Glauber consideraba más bien que había un deber opuesto: dar acceso a la población a un arte complejo, como el pueblo mismo. En esa tarea, siguió Trelles, cumpliría un rol fundamental la crítica cinematográfica, en cuanto instancia mediadora para un contacto más fluido entre muchos espectadores y obras que pueden ser inesperadas y desconcertantes en el primer contacto. Fue un discurso con un curioso énfasis en la crítica, en el contexto de los últimos años, en los que se registraron importantes pérdidas para el sector, entre las que se incluyen el ya mencionado Martínez Carril, Jaime Costa, Hugo Rocha, Oribe Irigoyen y Ronald Melzer.

A modo de espejo, el festival, que se abrió con este discurso y la película cubana Conducta, cerró con una oratoria muy políticamente cargada del director de Cultura de Maldonado, Luis Pereira -quien el año pasado lanzó dardos contra el avance del formato Digital Cinema Package y el riesgo en el que estaba la cinematografía nacional a causa de la ceguera selectiva de muchas salas de cine-, que hizo referencia a las transformaciones positivas por las que ha pasado el festival, contraponiéndolo -sin dar nombres- a los años en los que lo coordinó Carlos Morelli, período lleno de despilfarros, desaparición de fondos y otras famosas turbiedades (en un momento del discurso se escuchó desde las gradas “[Enrique] Antía, no vuelvas más”, algo que pareció dejar en evidencia aquel nombre al que se aludió sólo tangencialmente en el discurso).

El cierre contó con la avant première de El 5 de Talleres, del director argentino -pero largamente afincado en Uruguay- Adrián Garza Biniez, conocido por su multipremiado film uruguayo Gigante (2009). Más allá de su tierra de cobijo (al igual que la producción, a cargo de Fernando Epstein y Agustina Chiarino), El 5 de Talleres es un film argentinísimo, no sólo por el emplazamiento geográfico de la historia sino por un componente idiosincrático que tiñe al lenguaje cinematográfico de la cinta. Tal como Biniez bromeó en la conferencia de prensa, si Gigante se caracterizaba por ser una película contemplativa, en la que escaseaban las intervenciones habladas, El 5 de Talleres es hiperquinética, con una velocísima batería de diálogos entre Esteban Lamothe (flamante figura del cine y la televisión argentina, que fue uno de los invitados del festival) y Julieta Zylberberg (surge la interesante sincronía de que esos actores están casados tanto dentro como fuera de la ficción). El film se centra en la vida de Patón Bonssiolle, el aguerrido y rústico capitán de Talleres de Remedios de Escalada (equipo que disputa la C argentina), que a sus 35 años comienza a plantearse la posibilidad de retirarse. Es de común conocimiento el tortuoso destino de los futbolistas, que tienen tatuada en la planta de sus pies una fecha de vencimiento temprana, por lo que ya acercándose a su tercera década deben comenzar a planear su estrategia de supervivencia en un terreno que -salvo en el caso de los jugadores consagrados, con un gran capital en su haber- deben comenzar desde cero, muchas veces volviendo a los estudios, trabajando de empleados o poniendo algún negocio.

La película de Biniez sabe captar esta desazón anticipada y exprime varios de los recursos y tics de Lamothe -algo particular en su forma de hablar, que puede remitirse a la marca distintiva de Daniel Hen- dler-, así como el estilo ocurrente y comburente de Zylberberg. En ese plano, la película, como pocas de las últimas producciones del Cono Sur, muestra un amplísimo abanico del dialecto propio y códigos en común que existen entre las parejas, y tiene la particularidad de contar una historia que, a diferencia de la mayoría del cine romántico -que suele centrarse en el comienzo o en el fin de las relaciones-, trata sobre el tramo entre medio, el del amor como un trabajo del día a día, en su juego de luces y sombras. Además de este acierto, cabe mencionar el logrado registro de partidos de fútbol -aparecen jugadores verdaderos y se aprovecha el apoyo del club Talleres y su hinchada-, que sin jugársela demasiado a filmar desde dentro de la cancha -en ese sentido, el fútbol ha demostrado ser uno de los deportes más anticinematográficos que hay- pudo hacer un ida y vuelta más allá y más acá del alambrado (algo que, remitiéndonos a cinematografías futbolísticas, sólo había podido hacer de forma exitosa The Damned United, de Tom Hooper, 2009).

Los premiados

El cierre también fue escenario de la entrega de premios del festival. La principal ganadora fue la brasileña El último autocine, de Iberê Carvalho, que alzó las estatuillas de mejor película, mejor actuación masculina (Breno Nina) y premio del jurado joven. En El último autocine, la cinefilia se combina con la nostalgia impregnada de esa sensación de respeto, agradecimiento y pérdida propiciada por el envejecimiento de los padres. Éstos, cinéfilos, le pusieron a su hijo el exótico nombre de Marlombrando. Éste regresa a su Brasilia natal cuando la madre se enferma de un cáncer terminal, lo que lo obliga a retomar un vínculo, hace mucho tiempo cortado, con el padre, propietario del último autocine de América del Sur (la locación es efectivamente el cine brasiliense que tiene ese estatus en la vida real). La decadencia del autocine y su inminente cierre -y con él, casi que la razón de vivir del padre- corren en paralelo con el deterioro de la madre. La película tiene una estructura clásica y no se avergüenza de funcionar como un cóctel de sentimentalismo, nostalgia, comedia y algún dejo de suspenso, que hacen pensar en Cinema Paradiso y Las invasiones bárbaras. Ambas películas están referidas explícitamente entre los muchos afiches cinematográficos que vemos en el autocine. El homenaje a maneras casi extintas de ver cine se extiende también a las muchas secuencias de fetichismo con el sistema de proyección en 35 milímetros, y a la importante presencia, en el papel del padre, del actor Othon Bastos (figura emblemática, entre otros, de Dios y el diablo en la tierra del sol).

En la categoría de mejor actriz, el galardón se lo llevó Aglaé Lingow, protagonista de la mexicana Cumbres, versión libre de un famoso caso de crónica roja, en el que tras el asesinato de dos ex cuñados, un muchacho huyó junto a su hermano -la película invierte el sexo de los protagonistas- desde Monterrey hasta Oaxaca. El film acierta en el manejo digital del blanco y negro, relatando una historia llena de silencios con una buena dinámica entre las protagonistas y sus espacios. Cumbres es un film de climas y escenas, con pequeñas postales, como la de las hermanas durmiendo en el living vacío de una casa abandonada, la caminata en un bosque invadido por una espesa bruma o una interminable hilera de autos atascados por un accidente de camiones. Es un film que logra combinar lo más áspero y directo de la crónica roja con un ambiente suspendido, cuasi onírico.

Por su parte, el premio del público se lo llevó El patrón, radiografía de un crimen, de Sebastián Schindel (Argentina/Venezuela). Esta obra hurga en varios aspectos muy complicados de la sociedad argentina. Adapta a los tiempos actuales una historia real ocurrida hace unos 30 años, de un “cabecita negra” que emigró de Santiago del Estero a la periferia de Buenos Aires. Empleado en una carnicería, termina en una situación de virtual esclavitud a manos de un patrón explotador, prepotente y racista. El patrón es un criminal también en otros aspectos: la película muestra con horroroso detalle los varios artificios que tienen los carniceros para maquillar no sólo la carne vencida, sino también la que se compra ilegalmente en el mercado negro de decomisos de Bromatología.

La opresión del maltrato más la presión de enchufarle al público carne podrida (chantajeado por el patrón) y tener que dar la cara por ello cuando alguien se intoxica, terminan empujando a Hermógenes, el santiagueño, a asesinar al patrón. La narrativa alterna un presente en que el abogado se va involucrando cada vez más con la causa de Hermógenes luego del crimen, y un pasado en flashbacks en que acompañamos las circunstancias que condujeron al asesinato. Es contundente, conmovedora y virtuosa la actuación del galán televisivo porteño Joaquín Furriel metamorfoseado en Hermógenes. En varios momentos la película mira obsesivamente a la carne (colgada, cortada, picada, podrida, lavada), dejando incluso fuera de campo a los agonistas de algunos diálogos, y esas imágenes funcionan doblemente como metáforas eisensteinianas de la crueldad y del deterioro. En términos más concretos, la película no esquiva abordar la cuestión de la opresión interiorizada en el propio Hermógenes, en una sociedad planteada en función de la prevalencia de lo ventajero sobre lo solidario. A diferencia del cine hollywoodense en que el éxito del abogado termina confirmando las virtudes del sistema, en este caso queda clarísimo que el justo resultado fue una extrema improbabilidad en un sistema demasiado defectuoso y encarado con escepticismo. Sólo la música un poco melosa y sentimental (aunque adecuadamente alusiva al folclore santiagueño tal como es procesado en Buenos Aires) resta una pizca de fuerza a esta película corajuda y necesaria.

El premio más discutible posiblemente haya sido el destinado a Mejor dirección, a manos de Natalia Smirnoff, de El cerrajero. La primera media hora de la película se muestra prometedora, con una arquitectura de historia que podría asimilarse a cierto estilo de escenarios e historias levrerianas: un joven cerrajero (Esteban Lamothe, en su otro protagónico del festival) logra conocer algo íntimo de los moradores de todas las casas a las que va a trabajar una vez que pone sus herramientas en las cerraduras. Lo divertido de la situación es que este conocimiento se expresa como por una posesión, en voz alta, algo del orden de lo mediúmnico que muchas veces interpela a quienes lo contrataron. En este trayecto, la vida del cerrajero se verá alterada por una posible paternidad accidental y la convivencia con una chica peruana. Lamentablemente, una vez planteada esta miríada de núcleos temáticos, la trama comienza a desinflarse y no puede seguir de forma convincente ninguno de estos caminos, con un final que, más que dejar las cosas en suspenso, parece dejarlas abortadas a mitad de camino.

A opinión compartida de los dos enviados de la diaria, la gran ausente del podio fue Permanencia, la película más fina y redonda del festival. La ópera prima de Leonardo Lacca es una película delicada, diáfana y melancólica sobre el reencuentro de un hombre y una mujer. Cada uno de ellos ya tiene su pareja, pero obviamente persiste entre ellos una energía amorosa, sexual, íntima, todavía fuerte, aunque impregnada de la conciencia de lo irrecuperable o inviable. Los personajes recuperan gestos, manías, hábitos, objetos, en imágenes vagamente sugerentes: varios planos de detalle de aparatos en funcionamiento, juegos con reflejos y focos, o los eventos quizá más “importantes” o concretos con que ellos dispersan su atención en el transcurso de los pocos días que dura la anécdota. Los excelentes actores Irandhir Santos y Rita Carelli vuelcan un sinfín de sugerencias intensas con indicios corporales mínimos, que se corresponden a la austeridad de una cinematografía basada en encuadres planimétricos (sobre todo los que tienen un punto de fuga único hacia el centro del encuadre), pocos y lentos movimientos de cámara y una muy restringida paleta de colores (blanco, marrón, gris y tonos pastel).

Esa austeridad muy estructurada es la que justamente pone de relieve y recarga de sentido y poesía algunos planos especialmente poderosos y conmovedores: Rita, en el auto, mira por primera vez las viejas fotos que le regaló Ivo, y en la ventanilla el reflejo de los cables eléctricos de la calle intervienen su rostro, pasando por su ojo y por su boca y convergiendo hacia la derecha del cuadro; entonces un cambio de foco nos revela, al fondo, la foto en la pared de la calle, que muestra una mujer con un espejo (imagen que ya vimos en otra escena). Ese plano juega con el siguiente, el último de la película, que tiende hacia la izquierda (la dirección opuesta) y que también involucra en forma fantasiosa las mismas fotos de juventud. Pero sobre todo, aquel plano revive, varía e invierte otro plano de la mitad de la película, en el que recorríamos una foto sacada por Ivo hasta que el foco se desplazaba hacia el reflejo en el vidrio que recubría la foto, revelándonos el rostro de Rita iluminado únicamente en su mitad derecha (la misma que se verá en el plano posterior).

Entre la educación y la familia: la caída masculina

Más allá de los premios, si hiciéramos una línea de algunos de los elementos temáticos más recurrentes en la muestra, podríamos decir que unos de los argumentos y temas subterráneos fueron la caída y reposicionamiento de lo masculino y los dificultosos vaivenes de la educación en América Latina. En el primer núcleo, la sueca Force Majeure (centrada en los vaivenes de una pareja en una colonia vacacional en las montañas luego de que una situación crítica deje mal parado al padre como protector de la familia) actuaba como un interesante relato del vaciamiento simbólico de la figura masculina y la necesidad de encontrar por otra vía un elemento integrador. Uno de los momentos más ilustrativos del film es esa fiesta exclusivamente masculina, orgiástica y llena de cerveza en la que se ve accidentalmente sumido el protagonista: quizá, la válvula de escape de toda esa corrección que parece estar a punto de sofocarlo. Un periplo similar recorre Diego Peretti en Showroom, en la que un padre de familia recientemente despedido debe mudarse al delta del Tigre para vender día a día apartamentos en una lujosa zona de la capital. Sin ser un film brillante, logra articular esa especie de tetris existencial en el que todo marco de referencia del protagonista permanece encastrado y sin respiro, mientras que el resto de su familia comienza a adaptarse alegremente a la vida de su nuevo hogar. Estas figuras masculinas cuestionadas, o en estado de suspensión, también aparecen pinceladas en los padres de películas como Choele, El último autocine, o incluso la paroxística Welcome to New York (con Gérard Depardieu en su costado más dionisíaco y terrorífico).

El otro gran tema en el festival fue la educación, tópico que adquirió carácter central en films como Conducta y la colección de cortos sudamericanos sobre deserción escolar de El aula vacía (entre los que figura un segmento hecho por nuestro compatriota Pablo Stoll), pero también tuvo un lugar preponderante en films como Las analfabetas (con Paulina García continuando su firme paso a ser la Gena Rowlands chilena), o El patrón, en la que esclavitud y analfabetismo están íntimamente ligados.