En democracia, existe una prohibición que es difícilmente justificable y que como tal cuesta aceptar: la prohibición de votar. En Cataluña existe, desde hace tiempo, una mayoría de la población que desea votar sobre el futuro político de este territorio. Quiere poder decidir si Cataluña debe continuar formando parte del Estado español o si ha llegado el momento de constituirse en un estado independiente y unirse al concierto de las naciones soberanas en el marco de la Unión Europea (UE). Esto no es nada que nos hayamos inventado los catalanes: desde 2004 se han incorporado 13 nuevos estados a la UE, siete de los cuales no eran independientes antes de 1990.

La población catalana ha expresado su voluntad de votar saliendo de manera masiva a la calle y manifestándose de una manera que, como presidente de este país, me enorgullece especialmente. Lo ha hecho de forma cívica y pacífica, con imaginación y en positivo, sin ir en contra de nadie. En setiembre de 2012 fueron 1,5 millones de personas en Barcelona con el lema “Catalonia, next State in Europe“, el año siguiente fueron dos millones los que enlazaron sus manos en la vía catalana a lo largo de 400 km, y el año pasado una multitud similar formó una V gigante en las calles de la capital. Para un país de menos de 7,5 millones de habitantes, son cifras imponentes. Trasladado a Alemania, sería como si más de 19 millones de personas se concentrasen en Berlín.

La prensa internacional ha dejado constancia y los expertos sitúan la manifestación del año pasado entre las más multitudinarias de la historia mundial. Con un añadido muy relevante: en Barcelona no hubo ninguna muestra de violencia. No se rompió ni un cristal, literalmente. Obviamente, se puede discutir la precisión de las cifras, pero no su magnitud ni la fuerza de este movimiento ciudadano, que incluye a gente de casi todos los partidos. En Cataluña tenemos un movimiento popular similar al que, salvando todas las distancias, hizo caer el muro de Berlín hace 25 años: firme y comprometido con su causa. Los libros de historia dirán si Cataluña está inventando una nueva manera de resolver conflictos políticos y territoriales.

La población no está sola en su reiterada reclamación del derecho de votar, cuantificada en diferentes encuestas alrededor de 80%, incluyendo muchas personas que están en contra de la independencia. En el Parlamento de Cataluña, 79% de los diputados hemos expresado la voluntad de votar, de igual manera que 97% de los alcaldes, más de 4.000 asociaciones, la mayoría de sindicatos, patronales y asociaciones empresariales, 12.500 clubes deportivos, entidades educativas que representan a 500.000 familias... En definitiva, es un país que reclama votar y que no entiende los argumentos que se le ofrecen para impedírselo.

Argumentos, de hecho, sólo hay uno: la Constitución Española no lo permite. Éste es el motivo que el presidente Rajoy y sus ministros repiten como un mantra. La Constitución establece que España es indivisible y de aquí no se mueven. Este argumento, además, es falso: la Constitución no contempla la independencia, pero un referéndum es el paso previo y sólo implica consultar a los ciudadanos. El problema de fondo, claramente, no es jurídico, sino político. Tenemos un problema político y el gobierno español se esconde detrás de pseudoargumentos legalistas porque no tiene la valentía política necesaria para afrontarlo.

¿Alguien cree que la voluntad de un pueblo se puede frenar con un artículo escrito en un texto de 1978, cuando muchos de los que reclaman poder votar en Cataluña ni siquiera habían nacido entonces? ¿Los ciudadanos estamos al servicio de una ley o debería ser al revés? ¿El estado español sólo es capaz de plantear la legalidad ante la legitimidad democrática? ¿El gobierno español no se da cuenta de que no puede convertir España en una jaula? Los 40 años de dictadura y de no poder votar ni decidir nada ya quedan muy lejos y España debería mostrar más madurez democrática.

Por este motivo, el 27 de setiembre los catalanes votarán para conformar el Parlamento de Cataluña. Pero serán unas elecciones diferentes, porque tendrán un innegable carácter plebiscitario. Ya que el estado español y sus tribunales impiden celebrar un referéndum acordado y pactado, tal como se ha hecho en Canadá y en Reino Unido con absoluta normalidad, los catalanes no tenemos más salida que utilizar unas elecciones parlamentarias como instrumento para averiguar cuál es el apoyo popular para configurar un estado catalán.

Los principales partidos comprometidos con esta posibilidad lo explicitarán en su programa electoral. Si el resultado es favorable a la creación de un estado catalán independiente, el nuevo gobierno tendrá un mandato democrático que cumplir. Completaremos las estructuras de estado para garantizar una transición normalizada y negociaremos con el estado español y con la UE el calendario y los términos de la constitución del nuevo estado europeo. Habremos hecho una cosa tan sencilla y complicada al mismo tiempo como ejercer la democracia.