Es poco probable que vaya a haber en la cartelera montevideana de este año muchas películas que igualen o superen el valor de ésta, que va a dar una sensacional apertura al 33er Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, esta noche a las 21.00 en Cinemateca 18. Estrenada en el último festival de Cannes, la película amplió su notoriedad internacional con la nominación de Marion Cotillard al Oscar. Ella no ganó, pero eso puede deberse pura y simplemente a que la mayoría de los votantes de la Academia, en representación estadística de la población estadounidense, es renuente a ver películas subtituladas, que por lo tanto tienen menor chance. Pero puede deberse también a una gran diferencia estética entre esta película y los estándares hollywoodenses, inclusive en la actuación.

Al inicio de la película, Sandra (Cotillard) está durmiendo una siestita, suena el teléfono, recibe una muy mala noticia. En unos diez minutos de metraje compondremos la situación: recibió el aviso de que será cesada de su trabajo en una fábrica mediana. Las finanzas de la fábrica están medio justas, y el patrón evaluó que si no echaba a Sandra, no podría pagar la prima anual habitual de 1.000 euros a los otros 16 obreros, con lo que decidió someter la cuestión a una votación. Catorce de los compañeros de Sandra votaron por la dimisión (y la prima). Sin embargo, saltaron testimonios de que el capataz presionó a favor de la opción de la dimisión, con lo que el patrón acepta una nueva instancia de votación, ahora secreta. Estamos a viernes, la votación será el lunes. Durante el fin de semana, Sandra tendrá la posibilidad de hablar con sus colegas para persuadirlos de tomar la difícil decisión de renunciar a sus 1.000 euros y cambiar su voto para salvarla del desempleo.

El individuo y el grupo

La película se estructura entonces como el periplo de Sandra por Seraing (la ciudad de Lieja en que transcurre la casi totalidad de las películas de los Dardenne), hablando con la mayoría de sus 16 colegas. En una dimensión inmediata, es casi como un estudio de situaciones vitales, de personalidades y de variaciones sobre una situación. Ante el incómodo pedido de Sandra, las reacciones van a oscilar entre la generosidad total y comprometida afectivamente con Sandra, y la bronca agresiva, pasando por matices diversos (consideración fría de que no se puede renunciar a la prima; igual consideración pero teñida de pudor, consternación o miedo; sutil intento de manipularla para disuadirla de seguir intentando; aceptación del pedido de Sandra pero con una visible angustia ante la pérdida de la prima). Lo que podría ser una estructura narrativa algo mecánica y monótona está articulado con enorme variedad: algunas conversaciones son telefónicas, otras en directo en casas o en la calle, a solas o con más gente, alguno no atiende a Sandra, otro no está o pide un tiempo y hay que visitarlo dos veces.

Aparte de eso, iremos aprendiendo en forma más completa la situación de Sandra en la medida en que avanza su periplo: ella había estado inhabilitada de trabajar por un cuadro depresivo profundo, del que recién se logró recuperar. Su dimisión se dio en cuanto estaba pronta para reintegrarse. Entonces su embarazosa situación de tener que pedir a los colegas que renuncien a sus 1.000 euros, pesa aún más con su tendencia a la autodevaluación, que amenaza con zambullirla nuevamente en una depresión, que a su vez confirmaría su “inutilidad”. Manu, el marido de Sandra, cumple el rol fundamental de alentarla, cosa que hace con tocante cariño, paciencia, persistencia, confianza en ella y en los demás.

Junto a ese fuerte drama personal y a un estudio de personajes, por supuesto, se trata de una película muy política. Pero muy humanamente política, concretamente (y no abstractamente, no ideológicamente) política. No se trata de un panorama de miseria como el de El niño, pero sí de un proletariado afectado por los problemas materiales de la crisis económica europea, de la competencia asiática y de desem- pleo creciente. Esa presión económica obviamente incide en el comportamiento de la gente. Pero además, está la tendencia cultural de la “globalización” que favorece una actitud “pragmática”, competitiva, egoísta. En el camino quedan la calidez, la solidaridad, el apoyo mutuo. Y éstos son los valores en los que la película confía, a los que apuesta. El desenlace agridulce no tiene un optimismo injustificado, pero tampoco es de un escepticismo cerrado: total, la opción entre una y otra alternativa siempre estará pendiente del arbitrio de cada uno (y de la suma de “cada unos”), en la medida en que nos concedemos el mínimo espacio para considerarlo (ello tiene que ver con el título, que es matemáticamente inexacto: Sandra dispone de dos días y dos noches para su tarea de convencimiento. Pero lo de Dos días, una noche, además de la poética asimetría, implica un desequilibrio entre los ingredientes de sombra y de luz).

Austeridad consecuente

Es curioso cómo la cinematografía de la película, que sigue el criterio general de toda la obra de los hermanos Dardenne, espeja sus valores éticos. Quizá no sea la única manera de ser coherente con dichos valores, pero sin dudas lo es; en su austeridad, en su disposición a poner todo el foco en los personajes (y en los actores), en su disposición a tirarnos a los espectadores una carga de problemas y cuestiones en forma quizá incómoda e interpelante, pero siempre dejando un aire, un espacio individual de posible discrepancia u opción (como cada una de las entrevistas de Sandra con sus colegas, o como el marido cuando intenta alentar a Sandra). Para empezar, no hay nada de música, y el sonido, aunque factualmente tiene una considerable elaboración de posproducción, es como si fuera puramente directo, estrictamente diegético y sincrónico. La cámara es casi siempre en mano y va siguiendo los personajes en una coreografía cuidada y virtuosa pero discreta. Los planos suelen durar hasta donde es práctico seguir filmando, cosa que permite largos tramos de acción -y de actuación- continuos, a tiempo real. Pero el límite de la duración de los planos muchas veces está dado por el afán de discreción: en la casa de Sandra, cada vez que ella sube al piso de arriba hay un corte, porque se evita la “cámara-personaje” que se delinearía con algo tan ostensivo como una subida por escalera con cámara en mano. La cámara en mano no es para nada esa cámara stylish a la manera de Paul Greengrass, que hace gala de su condición al temblar nerviosamente y dudar en forma caprichosa con el foco y con el zoom. Acá no, la inestabilidad sólo va a ser concientizada por quienes quieran prestarle atención, aunque en forma inconsciente colabora con una textura visual no aséptica, antropomorfa, íntima.

Ese tipo de cinematografía está asociada con producciones baratas. Pero no llega a ser el caso aquí: esta película costó siete millones de euros, y no sólo por el considerable honorario de Marion Cotillard. Aparte de cinco semanas de ensayos, la actriz contó que durante las 11 semanas de filmación muchos de los planos requirieron unas 50 tomas hasta satisfacer a los directores, y una de ellas (me gustaría saber cuál) insumió 82 tomas. Ello sin duda repercute en la calidad fenomenal de las actuaciones, de la puesta en escena y de la cámara. Pero lo lindo es que no se nota: todo es natural, fresco, “espontáneo”. Y ahí conviene volver al asunto del Oscar. Esta película era un bicho raro entre las nominadas, porque es de las pocas de este ciclo (y no por casualidad, una no anglófona) que esquivaba esa especie de hipócrita ética/estética del esfuerzo “desinteresado” que hace ostentación del esfuerzo y persigue aplausos por ello.

Ello es especialmente notorio en lo actoral: en medio de tantos actores que engordan, adelgazan, desarrollan musculaturas y se someten a suplicios físicos y psicológicos para encarnar a un tullido o un lelo o a parecerse a determinada figura histórica mediante horas y horas de virtuoso maquillaje, en medio de actuaciones favorecidas por diálogos broadwayescos que inevitablemente culminan en momentos de desborde emocional para la galería, aquí tenemos a una Cotillard de cara lavada, más bien guardándose todo lo que puede su desesperación porque se siente cohibida y no quiere chantajear a sus colegas, y la lagrimita plantada en su mejilla o sus ojos hinchados y vidriosos están tomados a cierta distancia, sin énfasis.

La actuación espectacular de esa gran estrella, por lo demás, luce, sobre todo, porque es ella la que está todo el tiempo en la pantalla y tiene que pasar por todos los estados de espíritu, pero cada uno de los integrantes del reparto hace un trabajo sobresaliente, sólo que de más corto aliento. Como tantas historias, ésta implica a una persona que debe esforzarse por vencer obstáculos en pos de un objetivo, pero en ningún momento se trata de la exaltación del éxito (o de un ejemplo que vale por conducir al éxito). De lo que se trata aquí es de compasión, de no resignación a una cultura del triunfo, del éxito individual o del liderazgo heroico. Se trata realmente de una convocatoria al esfuerzo colectivo, de asumir la opción -que existe- por el bien común y por una cultura de solidaridad.