En el prólogo del primer libro editado de Javier Montiel, Babel de un hombre y otros relatos, Oscar Binagi escribe sobre su autor: “Puedo dar cuenta de su relación con la literatura, la pintura y el psicoanálisis; influencias que se irán haciendo evidentes al lector a medida que avance la lectura, entrelazándose de forma tal que se funden en un solo cuerpo distorsionado, deforme.” Sin embargo, este conocimiento teórico con el que carga Montiel no representa, como muchas veces sucede, un entorpecimiento del acto narrativo, sino que estos 15 cuentos se despliegan sobre sólidas tramas. A pesar de esto, muchas historias poseen historias internas que a veces desvirtúan el hilo conductor o lo encauzan hacia otro sitio, complejizando aún más la lectura de un libro colmado de intersticios.

El primer párrafo del primer cuento introduce a un narrador-personaje, junto con el lector, al mundo narrativo de esta obra repleta de puertas: “La casa estaba en los huesos, así como mi economía. Desde afuera su arquitectura se asemejaba al esqueleto de algún animal marino, vaciado de vida y desgastado por los océanos. La recorrí solo, el agente inmobiliario prefirió quedarse afuera por seguridad. Me ofreció un casco de obra, de esos amarillos, lo rechacé con un ademán. Entré, es verdad, con un poco de miedo, como quien va agachando extrañamente su cabeza anticipando un golpe de viga, un objeto que cae, o telas de araña (que había, y en abundancia)”.

Esta entrada al universo ficcional no se abandonará hasta el cierre del último relato, ya que el lector se ve obligado a mantenerse dentro de reglas que no sabrá reconocer claramente como normas de la realidad tangible, donde se mezcla lo onírico con formas patológicas o subjetivas de la percepción. Para complicar todo de nuevo, este último relato, titulado “Único real”, cierra el libro con una duda que nadie podrá resolver: “Puesto ya a no querer olvidar este sueño, me encuentro mordisqueándolo con las palabras, incluyéndolo de contrabando en un mundo de relatos, como siendo una otra cosa, lo único real en todo lo que mastica este libro. Quién sabe, de cualquier modo, qué estaré entendiendo por realidad”.

La entrada es gratis, la salida, vemos

Las puertas son claves en todos los relatos. Son los pasajes, las entradas que no tienen salida de ese mundo de seres desamparados, solitarios y alienados. El entorno se vuelve ajeno y hostil, pero son los sujetos los que han cambiado la percepción sobre cómo lo ven, como explica un personaje de “Techos circulares”: “El mundo es el mismo -pensó N-, somos nosotros, los de este pueblo, quienes ya no pertenecemos a él”. A partir de este cuento se puede ver al enemigo, al otro, que recorre todos los cuentos como una amenaza a la seguridad individual. El enemigo cambia de forma y, dada su naturaleza proteica, los personajes amenazados no pueden defenderse, pero es su percepción, quizá patológica, de la inseguridad la que se critica a lo largo de todo el libro, puesto que se denuncian las posiciones maniqueas y la predisposición del individuo al aislamiento. Finalmente, la huida de cada sujeto no hace más que convertirlo en el otro, en lo que teme.

Los escenarios de los relatos son oscuros y se detectan por el contraste de los haces de luz que cruzan el espacio y por objetos que por momentos emiten brillos intensos e intermitentes. En ese ambiente asoman pinceladas de colores primarios que impactan como golpes visuales: un casco amarillo (“Casa en ruinas”), una remera roja o una pelota azul (“Azulejo”). Lo sensorial y las percepciones subjetivas se vuelven centrales en algunas páginas, como un reconocimiento inadecuado sobre lo que se tiene delante; así se expresa el narrador-personaje de “Óleo s/ tela I”: “Pasar la lengua por el cuadro permitía sentirlo de manera distinta a la de los dedos” (19). Algo similar ocurre con las descripciones detalladas y reiteradas de sonidos en momentos en que los objetos se rompen o se rasgan o cuando los ambientes se cargan de humedad y de calor. Relacionado con lo anterior, los personajes de los relatos muestran ciertas conexiones universales insospechadas para el lector, como sucede con la armonía entre la sexualidad y la música en el cuento “Melodía nocturna”.

Se desprende, a partir de las miradas distorsionadas de los personajes que se despedazan contra una realidad diferente a la que perciben, una crítica a la conversión de la ciencia en algo banal y al discurso que iguala el valor de todas las cosas o de todos los actos de los seres humanos. Un ejemplo de esto puede verse en el cuento “Tía y el niño”: “Niño ensuciaba las manos de los grandes, pero tía debía hablar de jabón en polvo, de colas de supermercado y de revistas idiotas que promueven dietas según tu signo y compiten en salto alto, picando sobre el cajón del discurso médico, para llegar más que los demás” (104).

A través de las páginas se describen acciones en las cuales se derrama una gran cantidad de líquidos corporales sin estar exentas de sufrimiento. Así, la presencia de sangre, sudor, esperma, vómito, lágrimas y saliva coloca a estas ficciones dentro de una línea escatológica y, por momentos, cercana al feísmo.

Los relatos recogen historias que giran en torno a la soledad, al sufrimiento, a las patologías, al discurso disciplinario, a la alienación, y muestran a los personajes hundiéndose cada vez más en aquellas condiciones. En el universo de los relatos de Montiel, ningún personaje se encuentra en su sitio y, al intentar salir de esas arenas movedizas en las que ha caído, ninguna puerta se abre hacia la salida, sino que cada vez se encuentra más abajo.