1) El 1º de marzo de 1985, mientras el electo presidente Julio María Sanguinetti, junto al vicepresidente Enrique Tarigo, se desplazaban por la Avenida Agraciada rumbo a la Casa de Gobierno para reiniciar el funcionamiento institucional de la democracia uruguaya, interrumpido 12 años antes por el golpe de Estado, trasponía yo, ¡vaya coincidencia!, los portones del penal de Libertad rumbo a la ídem.

Hago esta mención sólo para recordar que “el hombre es él y su circunstancia”, y que por eso muchas de mis reflexiones acerca de aquel acontecimiento están teñidas por la honda carga de emotividad y pasión que nos envuelve a quienes vivimos esa época, como testigos o actores del drama. Queda para los jóvenes historiadores la dosis necesaria de objetividad a la hora de investigar y deducir conclusiones acerca de aquel momento, tan trascendente, de nuestra historia.

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Esta columna es la quinta de una serie de notas que estamos publicando sobre los 30 años del retorno de la democracia. Estos artículos fueron elaborados por académicos de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en el marco del evento Expectativas y disputas en torno a la nueva democracia, una actividad organizada por la Universidad de la República, que se llevará a cabo a partir de hoy y hasta el 16 de abril en la Intendencia de Montevideo. El programa completo está disponible en este link.

Si se me pregunta cómo veíamos, o pensábamos, la democracia los orientales en los momentos en que luchábamos por su recuperación, no vacilo en la respuesta: la democracia era entonces el rescate de la libertad.

¡La libertad! La libertad de ganar las calles, de caminar por ellas sin temor, con el termo y el mate, y también con banderas y carteles. Ya desde las rejas de nuestras celdas lo percibíamos viendo allá en la ruta, y cada vez con mayor frecuencia, automóviles y camiones con banderas uruguayas y frenteamplistas, como también rojas con la hoz y el martillo, o rojas y negras, que se acercaban al penal a esperar a los presos liberados. Supimos también de los 1º de mayo con multitudes reclamando salarios y amnistía. Supimos del río humano del Obelisco y del clima de alegría de familiares y amigos. La alegría de la libertad reconquistada. La fiesta en la calle.

2) De aquella tríada “Libertad, igualdad, fraternidad”, con la que el pueblo francés se lanzó a las calles a derribar los muros de la Bastilla y los vestigios de una aristocracia insolentemente rica y parasitaria, las contingencias de la historia colocan en el centro una u otra de aquellas banderas por las cuales los pueblos luchan, en la misma medida en que son todas ellas, aún hoy, objetivos no alcanzados. Ora la libertad, cuando ésta es arrebatada por dictadores y tiranos; ora la igualdad y la fraternidad, en un mundo que, por el contrario, se caracteriza por la acumulación sin freno, en no más de 1%, o menos aun, de la población de la Tierra, de la riqueza proveniente de la explotación de los miles de millones de asalariados del mundo entero. Un mundo de masas empobrecidas en un polo y un grupo de inmensamente ricos en el otro.

Por eso me parece que, recuperada la libertad en estas tierras, son la igualdad y la solidaridad, como ayer la libertad, y también ella, los contenidos centrales de la democracia con los que debiéramos sentirnos identificados.

Nada resulta más alejado de esta concepción de la democracia, por ejemplo, que el secretismo con que diversos cónclaves en el mundo abordan cuestiones que hacen a la vida misma de los pueblos, como el manejo de la economía mundial, u otras que ponen en juego la existencia misma de los estados. Secretismo para cuya vigencia se pasa por alto a las mismas instituciones internacionales que las naciones en ejercicio de su soberanía han acordado constituir para sus relaciones en todos los órdenes y el mantenimiento de la paz. Una vez más, como hace 200 años, exclamamos: ¡los pueblos quieren saber de que se trata!

3) Entre la libertad y la igualdad ha existido históricamente una relación antagónica, en la que parece que el segundo término, la igualdad, sólo es posible conquistarlo a costa de la libertad, y que la existencia simultánea de ambos contenidos de la democracia, no su existencia meramente declarativa sino la real, termina en tragedia. Escapa a los límites de estas reflexiones ejemplarizar al respecto, pero desde la Comuna de París a nuestros días sobran las experiencias.

Mucho tiempo ha primado, de modo un tanto fatalista, el carácter inevitable de tal contradicción. En tanto la sociedad sea una sociedad de clases, con intereses antagónicos, el cambio social implica vencer la resistencia de la clase social dominante desalojada del poder, resistencia que impone el uso de la fuerza.

Y sin embargo... Sin embargo, hete aquí que la gran batalla contra la dictadura, por la democracia, librada por nuestro pueblo desde los instantes mismos del golpe de Estado hasta las grandes movilizaciones de 1983 y 1984, abrió nuevas perspectivas, generó nuevas expectativas. La democracia, aun con las limitaciones generadas por el sistema económico vigente, pero sustentada en el protagonismo popular, en la participación activa del ciudadano, ¿no abriría el cauce para su profundización y su extensión a ámbitos sociales hasta entonces fuera de ella, como la economía y la distribución más equitativa de la riqueza generada por el trabajo, la cultura y los medios de comunicación, la educación y las políticas sociales? ¿Sería posible pensar, en ese marco de democracia activa, en superar aquella histórica contradicción entre la libertad y la igualdad?

4) Aquí la reflexión nos lleva a los procesos en curso en la región. El fin de las dictaduras militares en las décadas finales del siglo XX abrió en América Latina un ancho cauce a procesos democráticos similares al experimentado por nosotros. Es en ese marco que acceden al poder, en los finales del siglo XX, en el arranque del XXI y hasta hoy, un gran conjunto de gobiernos progresistas, populares, inspirados en los ideales de libertad, de igualdad, de justicia social. Hoy tales experiencias van generando incluso vías originales, propias de las raíces históricas y culturales, de construcción de estados democratizados, con procesos económicos y sociales que procuran romper la dependencia y generar políticas de desarrollo sustentable con justicia social.

Es así que las experiencias que se viven en la región podrían implicar, como dije, la superación de la histórica relación conflictiva entre la libertad y la igualdad. Y digo “podrían implicar”, en el modo condicional, porque los datos de la experiencia nos ponen una vez más sobre aviso acerca de que solucionar tal conflicto no descansa exclusivamente en la voluntad de que así sea, en tanto intervienen factores derivados de un contexto mundial complejo y contradictorio, generador de escollos que no siempre es posible esquivar.

¿Será posible, por fin, que las banderas de la libertad, la igualdad y la fraternidad pasen de un sueño inalcanzado a realidades en construcción, por lo menos en alguna región del planeta? ¿Será posible vencer inevitables resistencias en paz y sin menoscabo del pleno ejercicio de la democracia, de esa democracia tan bien definida por Abraham Lincoln como “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”?

Como en el poema de Washington Benavides “La Filadelfia real”, transformado en canción y bellamente interpretada por Héctor Numa Moraes, nos preguntamos, una y otra vez, cuántos kilómetros faltarán para llegar al pueblo aquel, el del tibio pan y la dulce miel. ¿Cuántos kilómetros faltarán?

En fin. Viejos paradigmas han caducado, nuevos desafíos aparecen, y es tarea de las nuevas generaciones delinear, al menos, los rasgos de los paradigmas que los sustituyan y los caminos para hacer frente a los desafíos. Porque, eso sí, la historia continúa, no ha llegado a su fin.