Una pareja joven, y también un padre con su hijo, iban vestidos básicamente de negro y con las caras pintadas. Unos muchachos se produjeron con más empeño y tenían hasta pelucas. En el Gran Parque Central no había ningún espectáculo de carnaval, murga o afines: tocaba Kiss, la banda estadounidense de hard rock que llevó a la máxima expresión el show de rock como espectáculo, con trucos circenses y toda la parafernalia: fuegos artificiales, efectos, fuego, poses, la pintura y el disfraz.

El año pasado el grupo cumplió 40 años y lo celebró con la edición de un compilado de grandes éxitos, Kiss 40, e inició una gira mundial, que lo trajo por primera vez a Uruguay. Era sábado, y de noche, así que no podían empezar con otra que no fuera “Detroit Rock City”, aquella del álbum Destroyer (1976) -por lejos el mejor del grupo-, que arrancaba “I feel uptight on a saturday night, / nine o' clock, the radio's the only light”. La plataforma sobre la que estaba el baterista (Eric Singer) -con su maquillaje de gatito, rodeado de muchos platillos y de sus dos bombos- se deslizaba desde lo alto del escenario hasta abajo, entre pirotecnia y papelitos. Los líderes, Gene Simmons -voz y bajo- y Paul Stanley -voz y guitarra rítmica- (los únicos miembros originales que aún siguen en el grupo), tomaron su posición en el escenario ante un Parque Central que estaba muy lejos de llenarse.

Pero, más allá de la parafernalia visual, lo que importa es la música, y, en ese aspecto, a Kiss no hay con qué darle. Un hard rock hermético, cuadrado, que te deja moviendo la cabeza como los perritos que se ponen de adorno en el auto. El sonido era fuerte, nítido y atronador; como debe ser. El arranque con “Detroit Rock City” fue como viajar en el Titanic y partirse de frente contra el iceberg; nada de andar esquivándolo para luego chocar de costado. Pero -siempre hay un pero- no todo fue perfecto: desde el principio se notó que la voz de Stanley no andaba en su mejor noche (tiene 63 años, ojo al gol); incluso, por momentos, pareció que algunas partes no las cantaba, o se alejaba sutilmente del micrófono -o le bajaban el audio desde la consola-. Algunas canciones estaban medio tono más abajo que en las versiones originales, evidentemente, para ayudarlo a llegar a las notas más altas -algo que también hace AC/DC, colega hardrockero, desde las últimas dos giras-. “No hablo en español muy bien, pero comprendo tus sentimientos, y mi corazón es suyo”, fueron las primeras palabras de Stanley en español.

Festejan sus cuatro décadas, por lo que la mayoría del material que sonó fue de su etapa más prolífica, la década del 70 y principios de los 80. A “Psycho Circus”, del álbum homónimo de 1998, la rodearon tres canciones de Creatures of the Night (1982): “Creatures of the Night”, “Love It Loud” -se nota que les gusta fuerte- y “War Machine”. Mientras Simmons cantaba esta última, sobre el lascivo y arrastrado riff, por las pantallas del escenario desfilaba un ejército con las caras pintadas, que representaba al Kiss Army, nombre por el que se conoce al club de fans oficial del grupo en Estados Unidos. Luego del último estribillo empezó a sonar una sirena estridente, el escenario se iluminó de rojo y Simmons (que tiene 65 años) agarró una antorcha y escupió fuego. El primer truco de la noche.

Luego de las setenteras “Do You Love Me” y “Deuce”, el público empezó a cantar eso de “olé, olé, olé, / cada día te quiero más. / Kiss es un sentimiento / no puedo parar”, etcétera. Stanley dijo -en inglés- que era un honor, pero que ellos vinieron para cantar para nosotros. Y así, arremetió con el riff de “Hell or Hallelujah”, la única que tocaron del último disco de estudio, el potente Monster (2012). En la mitad de la canción, el guitarrista líder, Tommy Thayer, se mandó un solo que seguramente les voló la peluca a varios de los que fueron disfrazados. Después, se mandaron una versión de “Calling Dr. Love” mucho más pesada que la original, para seguir con “Lick It Up”.

Sangre, sudor y luces

Ya pasamos la mitad del recital y llegamos a uno de los platos fuertes, en el que toda banda de rock que festeja su larga carrera debe ratificar su mito. Se apagaron todas las luces del escenario, y Gene Simmons se apoderó del centro con su bajo-hacha y empezó a improvisar. Cuando se prendieron las luces, regurgitó sangre, bien roja y espesa, de forma totalmente poseída y asquerosa (vale decir que el efecto fue bien realista, no como en aquella escena del final de El Padrino, en la que matan a Moe Greene de un balazo en el ojo, mientras le hacen masajes y le sale un líquido aguachento que parece clericó barato). Kiss siempre tuvo una fijación bastante recurrente con el líquido rojo que corre por las venas: Marvel llegó a editar un cómic sobre la banda del que se decía que su tinta llevaba sangre auténtica de los músicos.

Pero los trucos no se quedaron en eso. Simmons fue elevado hasta una plataforma, y las dos guitarras dieron inicio al inconfundible riff de la oscura y demoníaca “God of Thunder” (también de Destroyer).

Con la popera “Hide Your Heart”, aquel cover de la rubia de voz rasposa Bonnie Tyler que grabaron para Hot in the Shade (1989), el público se copó con los irresistibles coritos, “ha, ha, ha”, “hey, hey, hey”, etcétera, y Stanley arengó para que cantaran con él. Al terminar la canción, dijo que estaba contento de estar en Montevideo, porque era la primera vez que tocaban aquí, y que iba a contar hasta tres para que gritaran su nombre lo más alto que pudieran. Luego, dijo -siempre en inglés-: “Déjenme decirles algo, porque somos amigos y porque quiero ser honesto, Buenos Aires fue mucho más grande, pero no tienen por qué ser tan ruidosos como ustedes”. Al oír la referencia al show de Buenos Aires, parte del público abucheó y silbó, pero la realidad es una sola: el show de Kiss en el estadio de Vélez Sarsfield del jueves fue a lleno casi total, sobre todo en el campo.

Obviamente que no nos podemos comparar con Argentina, ya que tiene diez veces más población que nosotros (también hay que tener en cuenta que el sábado, en Montevideo, había otro show grande: la presentación del último disco de El Cuarteto de Nos en el Velódromo), pero quizá habría que rever el tema de los costos de las entradas o esa manía de dividir el campo en guetos con vallas. La diferencia entre los sectores que tienen pomposos nombres, como “vip premium” o “vip de oro”, con la “cancha” (que vaya a saber por qué no se llama “vip de lata”), son simplemente un par de decenas de metros de distancia del escenario. Así las cosas, delante del todo había un montón de gente reunida contra el medio del escenario, y a los costados no había nadie. Cuando Stanley se colgó de un arnés para “volar” hacia el escenario B, que estaba en el medio de la cancha, y cantó “Love Gun” y “Black Diamond”, miró siempre hacia un costado del campo, porque del otro lado había muy poca gente (y las vallas tampoco permitían acercarse desde los otros sectores). Es una pena que un show de tal envergadura no tenga la acogida que se merece (y, también, hay que ponerse en el lugar de los músicos: esos huecos no deben ser muy bonitos de ver).

De cualquier manera, volvamos a lo que importa: luego de “Black Diamond”, los muchachos de Kiss hicieron la clásica de irse para después volver con los bises. Demostraron que ellos también piensan que su mejor disco es Destroyer, ya que tocaron un cuarto tema de ese álbum, “Shout It Out Loud”, para luego arremeter con los himnos.

El bajo de Simmons bombardeó unas más que conocidas notas, el público se entusiasmó como nunca, y los cuatro músicos cantaron “Do, do, do, do, do, do, do, do, do”. El inoxidable clásico de ribetes discotequeros de 1979, “I Was Made for Lovin’ You” pasó a toda máquina por el Parque Central -quizá fue la canción en la que Stanley estuvo más incómodo-.

El cierre fue con la hedonista “Rock and Roll All Nite”, aquella que dice “quiero rock and roll toda la noche / y fiesta todos los días”. Y así, el escenario terminó de escupir todo lo que le quedaba: papelitos, fuego (más al frente se podía sentir el calor con cada llamarada, que le subía la temperatura a una fresca noche de otoño) y los fuegos artificiales, que parecían de nunca acabar. El baterista, que en la última canción otra vez subió y bajó con su plataforma, le regaló sus baquetas al público.

Excepto algunos de los detalles mencionados sobre la voz de Stanley -que no dejan de ser eso, detalles-, la banda sonó en todo momento como un relojito, con una base rítmica maciza, imparable, arropada con solos punzantes y coros redondos; todo lo que uno espera encontrar en una demostración de hard rock del bueno. Luego de una hora y 40 minutos de un impresionante show, uno se da cuenta de que, paradójicamente, estos tipos no están pintados.