La última palabra, reciente novela de Hanif Kureishi, tiene unos cuantos elementos en común con los mejores libros de su autor, El buda de los suburbios y El álbum negro. Para empezar, hay abundantes referencias a la historia de India y Pakistán y a la migración desde el subcontinente a las islas británicas, con todas las observaciones sobre la xenofobia y el racismo que cabe esperar. También se nota la atención a la cultura pop en general y al rock en particular, y el libro abunda en referencias un poco afterpop, por ejemplo con juicios como “a veces Mamoon [el escritor ficticio que se vuelve el centro de la novela] era más Johnny Rotten que Joseph Conrad” (p. 209), además de los guiños a la tradición poética más canónica del siglo XX, entre ellos “Teme a la muerte por agua, dice el Tarot” (p.238), que remite a La tierra baldía de T S Eliot. De hecho, unas cuantas páginas más atrás, uno de los personajes compara a otro con “Madame Sosostris”, la clairvoyante del mencionado poema.

En líneas generales, su tema es simple. Está Harry, un escritor joven, hijo de un psicólogo y de una madre suicida, quien intenta hacer fama y fortuna en el mundo literario londinense desempeñándose como mercenario literario de Rob Deveraux, un editor pintoresco. También está Mamoon Azam, un escritor de origen indio que, se nos dice, escribió algunas de las obras maestras de la literatura inglesa de la posguerra y, en el presente, su producción ha mermado y su fama también. Como Rob, Harry y Mamoon necesitan dinero urgentemente, el primero planea que el segundo escriba la biografía del tercero, y allí viaja el joven escritor a la mansión campestre de la vieja gloria de la literatura.

Es fácil completar el resto. Mamoon es insoportable, Harry debe soportar sus abusos, la novela finalmente revela que el viejo tiene algo de razón y que el joven es un trepador sin alma, etcétera. De hecho, como Harry es alto, rubio, de ojos claros e impecablemente inglés, una de las mejores ironías del libro (libro pródigo en ironías, cabe añadir) es que termine escribiendo la “autobiografía de un jugador de fútbol”, en otras palabras haciendo de negro. Es cierto que en inglés el término preferido es ghost writer (escritor fantasma), por lo que la ironía quizá emerge de la traducción, aunque en realidad también se entiende literary negro, “negro literario”, como sinónimo culto o apoyado en una referencia bilingüe.

También hay unos cuantos enredos con mujeres: Harry es un mujeriego y termina enredado con la mucama de Mamoon, además de flirtear con Liana, la esposa de éste, una cincuentona un poco tonta y superficial. Todo es un poco cliché planteado así, pero la novela, en realidad, no siempre despega desde ese lugar común.

Al referirse a la escena literaria contemporánea en Inglaterra, tampoco dice nada que parezca especialmente lúcido o esclarecedor: Harry evidentemente está más preocupado por 1) darle el gusto a su editor y por lo tanto 2) ganar miles de euros con un libro sensacionalista que por desarrollar su potencial como escritor (no deja de mencionar un proyecto mucho más personal que resulta sumamente evidente en alguien con su historia, pero jamás concreta nada al respecto), dado que “lo que vende” no es una biografía detallada y honesta (por ahí se menciona, como paradigma y gloria de ese pasado que claramente fue mejor, la monumental James Joyce, de Richard Ellman), sino un montón de anécdotas groseras y mucha mierda contra el biografiado, algo así como el equivalente reality show de una biografía literaria. Podría extrapolarse una reflexión sobre la literatura y la vida, como dice uno de los blurbs de la contraportada, pero ahí tampoco Kureishi termina diciendo nada verdaderamente interesante (su novela no es Los papeles de Aspern, por ejemplo; no tiene por qué serlo).

En cualquier caso, si bien se trata de un libro disfrutable y ágil y, además, está el gran personaje que es Mamoon, que hace que valga la pena la lectura y se convierte en una fuente de observaciones lúcidas e interesantes, La última palabra se lee como un libro resuelto sin ganas y, de hecho, parece desaprovechar oportunidades indudables de convertirse en una obra de mayor brillo.

Por ejemplo, hacia la mitad Harry viaja a India para indagar en la familia y las primeras amistades de Mamoon. Ese viaje se reporta en cinco páginas. Del mismo modo, a otros aspectos declaradamente cruciales de la historia del viejo escritor se les concede relativamente poco espacio, aunque Harry alude todo el tiempo a ellos y, por momentos, pareciera que Kureishi está simplemente preparándonos -con esas alusiones- a una exposición más completa y satisfactoria. Al final, de hecho, leemos que Liana le dice a Harry:

“-Siempre tendrás tiempo para mí, ¿verdad? […] ¿No te tomaste la molestia de indagar a fondo?

El padre de Liana había sido farmacéutico, propietario de una cadena de farmacias en…” (p. 292)

La intervención inmediata -por decirlo así- del narrador parece subrayar el hecho de que el libro no había dedicado espacio a la mujer de Mamoon. La habíamos leído rápidamente como el cliché que parece ser; sin embargo, nos faltó su historia. Naturalmente, es ocioso -y falaz- preguntarse si Kureishi se dio cuenta “a último momento” de que su libro tenía algo así como una pata coja o si el apuro final para dedicarle media página a uno de los personajes más importantes de la novela obedece a alguna forma de plan, quizá una suerte de distanciamiento con lo narrado o puesta en evidencia del artificio. Más allá de eso, dado que en otras partes de la novela se siente un poco la resolución rápida y el desarrollo esquivado, podría pensarse que La última palabra podría haber sido un libro de 600 u 800 páginas, y que así cada vericueto de su trama habría quedado explorado extensivamente (un poco como en Shalimar the Clown, una de las novelas mejor escritas y menos interesantes de Salman Rushdie). Kureishi, más razonable, más inepto, más haragán, prefirió redondear la cosa en 300 y así despacharse con un libro que no brillará especialmente entre los suyos, por más que su lectura sea en líneas generales divertida y satisfactoria.

¿Mencioné al personaje de Mamoon? Insisto: hace que el libro valga la pena.