Andrés Echevarría (Melo, 1964) es poeta, ensayista y dramaturgo. Es autor de los poemarios Señales elementales (2006), La sombra de las horas (2009), La plaza del Ángelus (2011), La sombra quieta de la letra F (2012), Origami (2012) y Anatomía de lo aparente (2015).

La anatomía es la ciencia que estudia la estructura de los seres vivos y la forma, disposición y relación de los órganos que los componen. De modo que, ya de entrada, estamos cerca del oxímoron, de la contradicción, porque lo que el poeta se propone es explicar aquello que esconde su forma y nos deja, como un fantasma de sí mismo, la mera apariencia. En el título entonces ya está implícito el reconocimiento de una derrota: la imposibilidad de llegar a lo real. En este sentido, la poesía es un puente hacia el fondo de las cosas, pero, ya se sabe, un puente que se queda corto. Ya en La sombra quieta de la letra F el autor señalaba que la palabra era de “rústica forma inconclusa”, se refería a ella como “una guarida que espera en el inconsciente” y “un error que no puede subsanarse”. A pesar de esa dificultad, el poeta buscaba, y busca, en el silencio y en una favorable predisposición espiritual, las vías para acercarse al misterio. Y, la verdad sea dicha, lo consigue con una acertada amalgama de oficio y naturalidad. Se lo nota eficiente en el verso libre, en distintas métricas, y alcanza sus mejores momentos en la siempre vigente forma de los sonetos.

Observar al observador

En este poemario, la mirada es más exterior que en los anteriores, si bien, como cabe esperar, lo observado dice mucho del observador. Eso, y la buena poesía ofrecida, hace que el tópico realidad-apariencia se reactualice y justifique su existencia. Hay referencias a mitos, a obras y a figuras emblemáticas como María Eugenia, Delmira, Juana, Marosa, Tchaikovski, Picasso, Munch, Rodin, Magritte, Coubert, Ingres, Friedrich, Sade, Carroll, Gauguin y un largo etcétera. Todo lo observado (sobre todo el hecho artístico o el propio artista) se convierte en un “texto” factible de ser interpretado por el poeta. Pero también -y esto lo acerca quizá un poco más a trabajos anteriores como “La plaza del Ángelus”- a los espacios cotidianos.

En el primer grupo, valga como ejemplo, encontramos un delicado poema titulado “La Pubertad/ Edvard Munch”. Como recordará el lector, en esta célebre obra del pintor noruego que tanto influyera en el expresionismo, vemos a una joven desnuda, con las manos cruzadas, sentada en la cama. La descripción de Echevarría es tan certera como inspirada: “oculta entre sus piernas/ la razón de su tiempo/ se cruzan antebrazos en centones designios/ y el rostro mira tenso hacia el intruso que observa/ la miel que no ha crecido pero el sueño provoca/ tres besos que la rondan como íncubos del aire/ la luz que la ilumina y le da forma en sus ojos/ la cama que la toca en delgados silencios/ y el pánico en su sombra que se ovilla despierto”. Es notable cómo en esta descripción de una pintura tan conocida uno advierte los rasgos del observador. El hecho de poner los acentos en la luz, la sombra y el silencio es bien característico de Echevarría, un poeta que trabaja precisamente con esos vocablos porque se adaptan muy bien a su sensibilidad y carácter. A través de elementos nimios está mostrando la fuerza del cuadro. Así, la sombra ominosa de la muchacha no sería lo mismo sin esas líneas de luz que revelan su estado anímico; y el blanco de la sábana, que expone el cuerpo, no resaltaría tanto sin esas sombras, sin esos pliegues. Echevarría los llama “delgados silencios” porque en plástica se suele considerar que la sombra representa al silencio.

El poeta es su propia casa

En el segundo grupo de poemas, los que se ocupan no ya de artistas de distinta índole sino de lo cotidiano, hay un soneto que se titula “Anatomía de mi casa”. Me ha parecido bellísimo y muy logrado, y quiero destacarlo: “mi casa con sus paredes cubiertas/ de un silencio que habla mi propio idioma/ la ventana al patio por donde asoma/ el resto y algunas puertas abiertas/ que dejan escapar fábulas de agua/ de relojes que latieron sus turnos/ del charco de la luz y los nocturnos/ trazos que duelen y por donde fraguas/ mi ejercicio de sombra y desvarío/ (no me cambies tu voz por el vacío/ no cambies ningún mueble de lugar/ no conviertas esta tarde en un frío/ murmullo controlado de gentío/ hoy no mates este tiempo de estar)”. Más allá de que la casa es un símbolo del ser, este magnífico soneto, muy bien resuelto en los tercetos finales como indican los manuales, es una pieza paradigmática del estilo y los temas del poeta. Hay una identificación entre la casa y el autor; ambos hablan el “mismo idioma”, la lengua que habita en la intimidad, el silencio y la luz cotidiana que aparece como un signo de los mundos invisibles. Aquí, Echevarría le brinda un tributo a su propio hogar, el sitio donde escribe, donde practica ese “ejercicio de sombra y desvarío”. Y así, con ternura y una sencillez exquisita, recuerda una vez más que las verdaderas voces no provienen del murmullo del gentío, sino del recogimiento espiritual.

Como decía al principio: al elegir ese título para su libro, Echevarría ya sabía que su empresa estaba destinada al fracaso. Lo admite con los últimos versos: “y digo finalmente/ que toda anatomía es apariencia”. Pero hay algo muy importante para celebrar: la poesía no fracasa.