No tenían cómo saberlo. Ni siquiera cuando la Policía les preguntó dónde estaba su padre, ni cuando a Fabián, de 12 años, le revisaron la mochila mientras salía de su casa. La presencia de un par de objetos -dentro de su hogar, dentro de aquel bolso- cambiaría, en un par de horas, su vida y la de su hermana. Sin embargo, en ese momento no tenían cómo saberlo.

Durante una mañana de 2012, y como parte de un operativo policial, la Policía encontró en ese bolso la evidencia que buscaba: dinero, marihuana, cocaína, pasta base, un arma de fuego. El hombre -su padre- era clasificador desde hacía diez años, y esa misma madrugada había aceptado, quizá sin preguntar demasiado, el pedido de un vecino de cuidarle el bolso. Ese mediodía, cuando Fabián y Natalia volvieron de estudiar, encontraron a su madre -que fallecería el año siguiente- y a su hermana llorando. Habían detenido a su padre. Tiempo después, se enterarían de que estaría tres años recluido en el penal de Libertad.

Natalia confiesa: “En mi casa todo cambió. En realidad, él era el eje. Él era el que salía, el que traía la plata, era todo. Cayó mi padre y la mochila me la puse yo, porque en realidad mi madre estaba enferma y mi hermano tenía 12 años. Todavía no había salido ni de la escuela. Fui yo la que subí al carro con mi madre, con tremendo riesgo, porque yo, siendo menor, no puedo ni siquiera tener el carné de hurgadora”.

Natalia dedicó el año siguiente a salvar una materia pendiente del liceo y a trabajar en la recolección. “Yo tenía que estar fuerte porque veía a mi madre llorar y yo no podía llorar. Yo tenía que hacer que ella se sintiera un poquito mejor; la enfermedad la estaba matando y todavía estaba mal por mi padre. O sea, yo tenía que estar fuerte para ella”.

De entrada

Uruguay es uno de los países de América Latina con tasas más altas de población recluida. De hecho, durante el período 1992-2011 se triplicó el número de personas privadas de libertad. Según el Censo Nacional de Reclusos de 2010, 63% de los presos censados tienen hijos. Sin embargo, no se sabe cuántos son, qué edades tienen ni cuál es su situación. Son niños y adolescentes que pueden estar a ciegas sobre la situación de sus referentes o que, por el contrario, pueden dominar el lenguaje jurídico, conocer la arquitectura de las prisiones, manejar los códigos carcelarios.

Estos niños y adolescentes, para encontrarse con sus padres, deben adaptarse a la dinámica de las visitas. A los horarios. A la revisación. A qué se puede llevar y de qué forma. A cómo se puede ir vestido. Hay colores prohibidos: negro, verde, azul y blanco, por ser los que utiliza el personal de la cárcel. Natalia, poco antes de que liberaran a su padre, contaba: “Yo voy con la misma remera y el mismo jean, porque sabés que con eso no te dicen nada, entonces ¿para qué te vas a estar cambiando?”. Actualmente la presencia de escáneres agiliza mucho el proceso de revisación. “Antes quedábamos como Dios te trajo al mundo y te revisaban todo”, cuenta.

En muchas ocasiones, visitar la cárcel implica largos traslados, esfuerzos económicos y/o pérdida de clases. Al llegar, los niños se suelen encontrar con instalaciones que no están preparadas para recibirlos, con climas violentos y, en ciertos casos, con malos tratos. Para varios, el recuerdo de la cárcel se podría resumir con un par de imágenes: los alambres, los gritos, un galpón enorme o un patio chico, las mesas y los bancos de hormigón, un baño en muy malas condiciones.

Tristeza, miedo y asco

Lucía, de 14 años, se enteró tres veces, y en distintas circunstancias, de que su padre estaba preso. La última vez fue hace más de cinco años. Su madre cortó el teléfono y, con palabras que intentaron sonar infantiles, le contó la noticia. “Estaba haciendo los deberes. Rompí los cuadernos, rompí todo. Después la maestra me dijo que las cosas de casa tenían que quedar en casa, que no me la agarrara con las cosas de la escuela. Pero una maestra tiene que imaginar que si te dicen algo así y estás con algo, te quema, te calienta. Lo vas a romper, obviamente”.

Lucía tenía nueve años cuando descubrió a qué se dedicaba su padre. Un día escuchó cuando contaba que había salido a robar: “No entendía nada. Yo no sabía lo que era salir a robar, pero me quedé con la palabra. Después fui y les pregunté a mis compañeros y como son más avivados que yo, me dijeron”.

Se podrían contar un par de cosas sobre Lucía. Que tiene el pelo lacio. Que su madre murió hace tres años. Que llora casi todos los días. Que se adivina su necesidad de desahogarse. La necesidad, también, de saber el porqué. “Cuando tenía 11 años, le pregunté por qué salía a robar. Le hice un montón de preguntas y mi padre me dijo que yo era chica, que no me metiera, todas esas cosas”.

Hoy en día, si alguien le pregunta por su padre, suele decir la verdad: confiesa que está en la cárcel. Si alguien le pregunta el porqué, suele mentir. Le cuesta confesar, porque todas las palabras para decirlo suenan mal, que su padre está preso por homicidio. Existen distintas versiones sobre lo que ocurrió y los rumores circulan, distintos y terribles, por su familia y por su barrio. Ella misma, después de no verlo durante años, le preguntó por qué lo había hecho. “Yo le sacaba el tema a cada rato y mi padre me decía: ‘Vamos a hablar de otra cosa, de tus estudios’. ‘No, yo no quiero hablar de los estudios, quiero hablar de eso’”. Lucía es categórica: asegura que su padre actuó de formas que a ella no le gustan. Confiesa que aunque pueda sonar extraño, no quiere que lo liberen.

“¿Cómo te llevabas con él antes y cómo te llevas ahora?”, preguntó la diaria. “Antes me llevaba bien, a full. Pero ahora es medio raro. Es una persona a la que, como quien dice, no conozco. Hacía más de cinco años que no lo veía, desde que era chica. [Durante la visita] mi padre me decía: ‘¿Por qué no me abrazás?’. ‘Ay, sí, lo que pasa que estoy en otra’ [le contestaba], pero no, es como que me daba… no te puedo decir asco, pero cosa... como que es una gente extraña la que me está abrazando”. Por último, la pregunta obvia: ¿qué sensaciones tenés al visitar la cárcel? En un salón vacío, y antes de irse, Lucía va a responder: “Me da asco, como miedo y ganas de llorar. Cuando estoy ahí me dan esas tres: tristeza, miedo y asco”.

Sin protocolo

Están aquellos niños a los que intentaron ocultarles la verdad, a los que les pueden haber dicho: tu papá viajó, se enfermó, se fue, está trabajando. También están los otros: los que habrán sentido algo similar al miedo o al desconcierto mientras la Policía se llevaba a uno de sus padres, mientras presenciaban el allanamiento de su casa, la violencia policial.

Lucía calcula que tendría seis años cuando escuchó los gritos desde el cuarto. Fue a ver qué pasaba y se encontró a su padre tirado en el suelo. A su madre, un policía la tenía agarrada del cuello. “Yo vi todo, entonces me fui para el cuarto, me senté y me quedé como paralizada. Podía escuchar lo que seguían diciendo, pero no me quería mover. Estaba nerviosa, no sabía qué hacer”. En la actualidad, Uruguay no cuenta con protocolos que indiquen cómo deberían actuar los policías en el caso de que, durante el arresto, se encuentren presentes niños o adolescentes.

Cuando ocupaba un cargo de asesora del Ministerio del Interior (MI), la futura presidenta del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente, Gabriela Fulco, fue una de las precursoras en buscar medidas para proteger a los hijos de padres presos. El año pasado, el MI, junto con Naciones Unidas-Uruguay, publicó una primera agenda de recomendaciones, Hacia la protección integral de hijos/as de personas privadas de libertad. El documento propone diversas medidas, como facilitar medios de transporte para las visitas, promover espacios amigables para los niños, capacitar al personal carcelario y sensibilizar sobre el tema en la comunidad. Además, con el objetivo de planear dispositivos de protección, se creó una mesa interinstitucional en la que participan organizaciones del sector público, como el MI, el Ministerio de Desarrollo Social, la Administración Nacional de Educación Pública, el Ministerio de Salud Pública y el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU), y que cuenta también con representantes de la sociedad civil como, por ejemplo, la ONG Gurises Unidos.

Fulco asegura que apenas ocurre una detención se debería activar un sistema de protección que defina, entre otras cuestiones, las tenencias provisorias “para que eso no quede librado al azar del momento: que el vecino se lleva a un niño, que el tío se lleva a otro. Entra a tallar también la escuela, porque en muchos de estos casos, en los que hay un impacto, un golpe emocional, el niño deja de concurrir. Los controles pediátricos, por lo general, también se interrumpen”. Agrega que en numerosos casos “los hermanos son separados entre sí, no hay una actuación muy afinada por parte del sistema de justicia, porque a veces se dan tenencias que no correspondería haber dado a familiares que nunca estuvieron con esos niños o a personas que no están en condiciones de tenerlos”. “En fin, es un gran foco de desprotección”, resume.

Por otro lado, Gurises Unidos publicó en 2014 la investigación Invisibles: ¿hasta cuándo? Una primera aproximación a la vida y derechos de niñas, niños y adolescentes con referentes adultos encarcelados en América Latina y el Caribe. Esta investigación, sin precedentes en Uruguay, estudia los casos de Uruguay, Brasil, República Dominicana y Nicaragua.

Lía Fernández, psicóloga de Gurises Unidos, opina sobre los principales retos de esta mesa interinstitucional: “Yo creo que el gran desafío tiene que ver con integrar y articular dos agendas -que es lo que estamos tratando de hacer con esta mesa-: la agenda de seguridad ciudadana con la agenda de niñez. Definitivamente, se pueden pensar acciones conjuntas para abordar las diferentes dimensiones que esto implica. Es una situación de vulnerabilidad que implica que diferentes actores asuman diferentes responsabilidades”. Considera que el mayor desafío de las políticas sociales en Uruguay es lograr un trabajo articulado entre los diferentes actores. “Hoy por hoy, no podemos hablar de falta de programas. Los desafíos están puestos en la dificultad de articular, de hacer cuestiones más transversales”.

La casa del abuelo

Es temprano. En la parada de ómnibus esperan las mujeres junto a sus hijos. Entre ellos, y en el suelo, se ven bolsas repletas en las que se adivinan los paquetes de comida: los bizcochos, las tortas, las pizzas, las galletas. El ómnibus para y todos suben. Durante el trayecto de seis minutos algunas mujeres conversan. Una niña chica apoya la boca sobre la ventanilla y la babea. Del otro lado se abre el descampado, ancho y amarillento, que antecede a la cárcel de Punta de Rieles.

Hay cárceles que se imponen como una especie de monstruo, como un bloque cerrado de jaulas y de gritos. Punta de Rieles, en cambio, es una cárcel de seguridad mínima que alberga alrededor de 600 presos. A simple vista parece una pequeña ciudad: hay, por ejemplo, un par de almacenes, una confitería y una huerta. A los reclusos se les permite circular libremente por el centro. Adentro no hay policías, sólo operadores sociales -civiles-, sin armas. Punta de Rieles se alimenta, como la mayoría de las cárceles, de hombres de ciertos barrios: barrios excluidos, periféricos.

Si un extraño camina por el interior de esta cárcel, si se anima y se adentra, si lo hace bajo el sol del mediodía, va a ser movido por diferentes sensaciones. Sin embargo, nada -absolutamente nada- se va a parecer al miedo. Quizá sí reconozca el patrón, quizá sí reflexione sobre lo que hay detrás de aquello que se repite porque, después de todo, sólo se ven caras de hombres jóvenes, caras de hombres jóvenes y pobres que se reiteran como imágenes de un sueño recurrente. En ese momento, entre todas esas caras -jóvenes y pobres- se destaca una: la de un padre que sostiene a su bebé mientras la mira y la besa.

Es miércoles. Es día de visita. Las familias se acomodan en los galpones, alrededor de las mesas. Hoy no se ve demasiado movimiento, pero dentro de unos días esos espacios van a estar desbordantes. Para festejar el Día de la Madre los reclusos van a invitar a sus familias, van a organizar actividades musicales, van a preparar un asado, un sorteo, una torta gigante. Ese día, durante un par de horas, la cárcel se va a llenar de niños con caras pintadas, de niños corriendo detrás de un par de globos o de una pelota de fútbol.

Wilmar tiene dos hijos. Está preso desde hace 14 años y hace cuatro que está en Punta de Rieles. “Cuando yo caí procesado [mis hijos] tenían seis y siete. Les pegó un poco en el momento. Yo al más chico estuve como dos años sin hablarle. En ese momento no se permitían los teléfonos en la cárcel. Se usaba nomás el teléfono de línea del penal, y cada vez que sentía mi voz se ponía a llorar”. La versión que tenían sus hijos era la de que él estaba trabajando. Cuando se enteraron de que estaba preso ya tenían 16 y 17 años. Cuando los volvió a ver, ya habían pasado más de diez años. “Eran muy pegados ellos conmigo. Al faltarles así, de una, fue algo chocante, más allá de que yo o la madre dijéramos que estaba trabajando. Fue una falta, fue de una que se separaron de mí. Éramos muy compañeros”. Hoy sus hijos tienen 20 y 21 años y viven en Buenos Aires. Dos de sus nietas han ido a la cárcel a visitarlo. “No llegaron a entender. Aparte, yo las sacaba al almacén, a la confitería. No se daban cuenta de lo que era el entorno. Es más, la más grande pedía para quedarse en la casa del abuelo. Lloraba cuando se iba”.

La mayoría de la población carcelaria está compuesta por hombres. No obstante, en Uruguay hay cerca de 650 mujeres que se encuentran privadas de libertad. Alrededor de 30 están recluidas en El Molino, un centro que funciona desde 2010 y en donde pueden vivir con sus hijos -con uno solo- hasta que éstos cumplan cuatro años.

Cuando un hombre es detenido, las primeras afectadas son las mujeres, ya que deben hacerse cargo, muchas veces ellas solas, del cuidado de la familia. Sin embargo, en el caso de que sea la madre quien va a prisión, un porcentaje muy pequeño de los niños queda a cargo de sus papás. En muchos casos la tenencia recae en abuelos, tíos, hermanos o incluso en el INAU.

Ser otro

Antonio aparece con el delantal rojo. Tiene 36 años y desde los 19 está privado de libertad. Sus delitos son atentados contra la Policía e intento de fuga. Antonio es el encargado del primer almacén de la cárcel de Punta de Rieles. Mantiene una relación con su mujer desde hace 17 años y tiene dos hijos con ella, que concibió mientras estaba preso: una niña de 13 y un varón de nueve.

Asegura que su hija ya no quiere visitarlo debido a lo intimidada que se sintió por las últimas revisaciones. La comunicación que mantienen actualmente es por teléfono. Antonio asume el efecto que su ausencia provoca en su hijo menor: “Lo tengo en manos de psicólogo y de un foniatra, porque tiene problemas hasta en el habla. Es muy agresivo. ¿Cómo te puedo decir? Es excelente de inteligente, pero la conducta de él en la escuela le baja la nota un disparate”. Principalmente, lo crían sus abuelos. “Sinceramente me saco el sombrero. Son religiosos, testigos de Jehová, pero a la misma vez me los están criando a full”. Reconoce que ponerle límites es difícil: la madre casi nunca está porque trabaja de lunes a sábado y cuando llega, cansada, se ocupa de la casa y de la comida. “Tampoco le puedo echar en cara a mi señora, porque es la que está manteniendo a _full _ a los gurises. Materialmente los tiene bien”.

Niño con padre preso puede ser niño herido, niño retraído o niño violento. Se pueden distinguir dos reacciones típicas: el niño o adolescente se aísla, se repliega, se retrae; o, al contrario, se junta con pares para quienes tener un padre encarcelado es normal o, incluso, es motivo de orgullo. En ambos casos, se activan procesos de exclusión que dejan a esos niños en una situación de gran vulnerabilidad.

En ciertas ocasiones, el contacto con los hijos funciona como un motor de cambio para los que están privados de libertad. Antonio cuenta que su hija le da consejos desde hace años: “[Me dice] que no quiere que yo salga y vuelva a lo mismo. Que no me quiere ver nunca más en una cárcel. Mismo me dice: ‘Si hoy o mañana vos salís y vas a hacer algo que te lleve a la cárcel, olvidate que tenés hija, y le voy a decir a mi hermano que se olvide que tiene padre’”.

Antonio considera que los niños que tienen un referente preso tendrían que contar con el compromiso de su familia, pero también con el apoyo de toda la sociedad, que debería buscar formas -a veces muy simples- de ayudarlos. “El varón, por ejemplo, me pide que quiere ir a jugar al fútbol, que quiere ir a entrenar. Le gusta el fútbol, pero no tengo con quién mandarlo. No estoy yo, la madre no puede y el abuelo tiene 80 y pico de años, sólo los cuida en la casa”.

Riesgos económicos, distancias familiares, en muchos casos la obligación de comenzar a trabajar o cuidar de sus hermanos, problemas en la escuela o el liceo, quedar a cargo de una institución, son algunas de las situaciones que viven o pueden vivir Natalia, Fabián, Lucía o cualquier niño o joven que tenga un padre o una madre presa. Organizaciones internacionales como Naciones Unidas recomiendan que antes de dictar sentencia se identifique si las personas culpables tienen niños o niñas a su cargo y que se tome en cuenta el impacto que la sentencia tendría sobre ellos.

Todos los días, una gran cantidad de niños y adolescentes, en silencio, sufren las consecuencias de delitos que no cometieron. Otros días, también puede ocurrir lo contrario: que un niño se mueva hacia un lugar más iluminado, como el hijo de Antonio cuando, a fin de año, vea a su padre liberado. En un par de meses -por primera vez-, va a ver la cara de su padre sobre otros fondos. Ya no sobre las paredes gastadas de los galpones, sobre el patio conocido de la cárcel, sino que va a descubrir la cara de su padre como algo nuevo; la cara de su padre entre las paredes de su casa, delante de su escuela, su cara, al fin, sobre el verde desprolijo de la canchita de fútbol.