Hasta ahora la producción cinematográfica uruguaya fue demasiado escasa como para permitir el florecimiento de un cine de género (y ni hablemos del surgimiento de géneros propios). Algún día, quién sabe. En todo caso, Gustavo Hernández, luego del éxito de su película de terror La casa muda, logró reincidir en ese género con este segundo opus.

Dios local es más elaborada en varios sentidos: La casa muda tenía una personaje principal y dos secundarios; acá hay tres principales que interactúan. La historia allí transcurría casi a tiempo real, mientras que acá hay un juego más complejo con las temporalidades (tiempos que se superponen en historias paralelas, flashbacks, elipsis). En el transcurso de La casa muda nos dábamos cuenta de algunas implicancias de la historia personal de la protagonista que ayudaban a “dar una explicación” a la situación. Aquí, por un lado, la explicación de los eventos terroríficos es mucho más incompleta y abierta, y, por otro lado, las situaciones personales están involucradas de una forma más compleja en la narrativa, y no a modo de clave.

La historia involucra una banda de rock de tres integrantes. El trío se está por disolver, lo que implica un momento de bajón para los tres, sobre todo para Maite. Las dos mujeres del grupo pasaron por hechos traumáticos en tiempos recientes (la muerte de un hijo, una violación). En el afán de dejar registradas algunas de sus últimas creaciones, deciden autofilmarse haciendo esas canciones y eligen como escenografía una red de grutas que queda en medio de un bosque. Mientras están armando la escueta escenografía, desentierran la cabeza de un extraño ídolo. A partir de entonces, en un momento en el que se separan los tres, empieza a ocurrirle a cada uno cosas extrañas, que involucran a una extraña criatura siniestra, pero también la materialización, en los escenarios más inverosímiles, de elementos que tienen que ver con esas tragedias pasadas. Tenemos entonces una situación como la de Solaris, como si el ente tuviera el poder de dar concreción a los recuerdos de los personajes y combinarlos con sus vidas actuales.

En Uruguay no suelen estrenarse más que unas pocas películas de terror, y casi todas yanquis (es decir, lo más parecido al mainstream del género). Comparada con ellas, ésta tiene la enorme virtud de un tratamiento más pausado, que en muchos aspectos es más sutil que el promedio. Las tragedias personales a las que se alude dan un peso especial a la narrativa que tira hacia el tipo de visión impiadosa a lo Lars von Trier. Es decir, no se trata, como en la mayoría de las películas de terror mainstream, de gente normal y risueña que ve su normalidad interrumpida por la situación terrorífica, sino de gente a la que le tocó pasar por situaciones que son un bajón y que parecería que el “dios local” se complace en revivir, perpetuar. La criatura amenaza la integridad física de los personajes, pero casi tanto o más cruel es la forma en que manipula sus recuerdos más dolorosos. La tasa de muertes en pantalla es baja, la violencia -para los estándares del género-, moderada.

Toda la película está filmada con un foco cortísimo. En algunos primeros planos el foco tiene que optar entre la punta de la nariz o los ojos del personaje: una está fumando y en cuanto aparta el cigarro de la boca, éste ya salió de foco. Eso contribuye a unas sensaciones raras en el correr de la película: a veces es como si fuéramos seres minúsculos navegando en un mundo en que esas pequeñas oscilaciones tienen un enorme espesor, a veces sentimos la inseguridad del miope que no logra ver más allá de una zona cortísima (y la angustia de que no alcanzamos a distinguir los misterios que nos amedrentan), y a veces es como si estuviéramos con los nervios ópticos aletargados por exceso de cansancio o de droga. Sumado a las escenas en que los sonidos exteriores quedan amortiguados y sólo oímos la respiración muy reverberada del personaje, a veces tenemos la impresión de estar en una pesadilla. Esta sensación es especialmente fuerte en el episodio central de Diana, que contiene quizá la imagen más creativa de la película (la lluvia de autos en el bosque) y luego el momento extrañísimo en el que, sin explicación y de sopetón, el personaje está manejando un auto, que luego desaparecerá. Ese tipo de atajos entre mundos posibles es de la naturaleza de los sueños, lo cual es muy interesante, pero no sé si contribuye al miedo, ya que tenemos asimilada la idea de que en los sueños solemos estar resguardados, por más que nos asustemos puntualmente. Así que en buena parte es una película más inquietante que asustadora, con un pie en el underground.

Pero el otro pie está plantado en el terror: hay momentos que dan miedo, hay sustos, hay un poco de violencia. Está la habilidad de, en forma que es complicado explicar racionalmente, hacer extraños objetos prosaicos (¿por qué me habrá venido un escalofrío en la escena en que unas burbujas de jabón empiezan a salir por todos lados?, ¿qué tiene de asustador -además de absurdo- lo de las botellas que emergen de pronto del lago subterráneo?). Es muy sugerente el momento en que Manuel está grabando sonidos en el bosque con los auriculares puestos, y la banda sonora se identifica con su perspectiva auditiva, con los sonidos exagerados, más detallados que lo que podemos captar sin la tecnología, y por lo tanto más aptos a descubrir indicios preocupantes. Está también la forma en que la prueba de sonido del bombo de la batería se convierte en un motivo sonoro, que regresará en la escena de la violación monstruosa.

También hay facilismos. A veces me pregunto si buena parte del efecto del cine de terror (en general) no tendrá que ver con una calculada torpeza narrativa: además de tenerle miedo al “monstruo”, sea lo que sea, capaz que hay una gracia perversa en exasperarnos con ese universo de gente que, cuando es sometida a peligro, se acomete de una burrez inverosímil y toma la actitud de separarse para que el monstruo agarre a cada uno en solitario, y que, cuando se reencuentran pero con el monstruo al acecho, se dedican largos y esenciales segundos a abrazarse, en vez de salir rajando. Algo de eso hay acá, aparte del gastadísimo recurso de la cámara que panea rápido y vislumbra al paso una criatura que luego ya no está (creo que el recurso lo inventó Roman Polanski en Repulsión, hace 50 años). También es medio vulgar el susto final de la película (el hecho de terminar con un susto y el artificio para obtenerlo). Y también son bobos y cliché los créditos finales, con dibujos que parecen proceder de alguna publicación demonológica de hace siglos. Pero no son estas pavadas las que diferencian esta película del montón del cine de terror, sino todo lo otro, que la hace bastante atendible. Ah, y es preciosa la canción del episodio de Diana (creo que la música es de Gabriel Casacuberta).