El “giro a la izquierda de América Latina” ya tiene más de una década. Al principio, por lo menos para los que conservábamos algo de ingenuidad, fue un acontecimiento pensable como una primavera de los movimientos sociales. Bolivia, Ecuador y Venezuela reescribieron su Constitución, Uruguay cambió totalmente su régimen de relaciones laborales, Argentina juzgó represores y quebró multimedios, sólo por dar algunos ejemplos. Nuevos sujetos emergieron, batallas que antes no se podían plantear parecieron ganables y los gobiernos se felicitaron una y otra vez por los éxitos económicos, ayudados por los precios históricamente altos de las materias primas exportadas por los países de la región.

Esos precios están bastante más bajos, y los inversores ya no están tan encantados con esta parte del mundo. Los gobiernos del giro a la izquierda, por muchas razones, ya no brillan como hace unos años, y muchos empiezan a hacer balances, a prepararse para lo que viene e incluso a preguntarse si no fue todo un gran error. Es que en este momento de ajustes, conflictos ambientales, elitización y descontento por izquierda, mientras en Europa colapsan las socialdemocracias, no resulta evidente qué postura tomar.

Lo que giró a la izquierda en estos años, más que América Latina como abstracción, fueron los gobiernos, y en alguna medida los estados. Nuevas elites asumieron los gobiernos, aliados a (y en parte gracias a la lucha de) movimientos de trabajadores, de campesinos, de indígenas, de estudiantes, y fueron relativamente permeables a otros que fueran surgiendo o aprovechando la oportunidad. Muchos movimientos sociales pasaron de la oposición y la resistencia al oficialismo y el gobierno. Se promulgaron nuevas leyes y constituciones, y en algunos casos hasta se proclamó que se habían iniciado procesos revolucionarios, con el Estado como herramienta fundamental para el cambio social, capaz de reorganizar sectores enteros de la economía, combatir desigualdades de todo tipo y derrotar intereses oligárquicos.

Los avances sustantivos fueron importantes pero desparejos. Es que el Estado no es sólo una herramienta, es también un campo de batalla. Las burocracias tienen intereses y alianzas propias, y a menudo están capturadas por otros sectores sociales. Las reformas y los grandes cambios dependían en gran parte de que los nuevos gobiernos fueran capaces de crear, tomar, reorientar o destruir burocracias, y de que los movimientos sociales fueran capaces de crear vínculos con ellas, imponerles un relativo control social e incluso poner a sus militantes a nutrirlas o dirigirlas. Una vez derrotados los gobiernos de derecha, la lucha de muchos movimientos se dio en el terreno de la presión política a los gobiernos y de la influencia (o, diría Peter Evans, del enraizamiento) en los aparatos burocráticos. Los gobiernos, a su vez, aprovechaban la capacidad de movilización de los movimientos, y a sus cuadros como potenciales reclutas.

Pero si bien el Estado es un campo de disputas con un margen importante de agencia, contingencia y oportunidad, está determinado por algunas lógicas estructurales difíciles de superar, al menos si se trata de un Estado capitalista (y todos los de América del Sur lo son). Necesita recaudar, y para ello necesita crecimiento económico. En la economía globalizada contemporánea, eso implica buscar estrategias de competitividad que lo fuerzan a hacer concesiones a capitales extranjeros dispuestos a invertir o a capitales locales capaces de exportar. Al mismo tiempo, la complejidad y el tamaño de las estructuras burocráticas requiere aplicar saberes específicos, lo que con el tiempo lleva a la tecnocratización y por lo tanto a la elitización.

Los movimientos sociales, al buscar la conquista del Estado, pueden afrontar el incómodo descubrimiento de que en realidad éste los conquistó a ellos, y de que el precio de los avances en términos de salario, triunfos legislativos y control burocrático son la colaboración con el capital transnacional y la priorización del crecimiento económico. En la América del Sur progresista, esto significó financiar los logros con la exportación de materias primas extraídas mediante tecnologías tremendamente productivas y por eso dañinas del ambiente y destructoras de las formas de vida de las zonas explotadas. Eduardo Gudynas llama a eso “extractivismo”.

Esta forma de crecimiento, naturalmente, genera resistencia social, muchas veces de los mismos movimientos que apoyaron la llegada al poder de los gobiernos del giro a la izquierda. El mismo fenómeno se repite en otros ámbitos, por ejemplo cuando las formas de contratación precarias, imperantes en los sectores de la economía más intensivos en el uso de conocimiento, generan serios problemas políticos para las organizaciones de trabajadores, que por un lado reconocen la necesidad del crecimiento económico para alcanzar sus aspiraciones salariales, pero por otro ven con preocupación las relaciones de clase que ese crecimiento genera, sin tener poder suficiente para modificarlas.

Aparecen, entonces, contradicciones y posiciones críticas que los progresismos en el gobierno y los movimientos que los apoyan no logran resolver, y que a veces sólo son capaces de interpretar como reacciones conservadoras o traiciones infantilistas. El problema para los movimientos en esta parte del mundo es que el Estado es al mismo tiempo un terreno de lucha fundamental y un aparato de captura y desactivación.

¿Pero si no es el Estado el terreno de lucha, cuál es? Las redes internacionales tienen poder, conocimiento, financiamiento y capacidad de marcar agenda, pero ¿no tienen también lógicas que implican límites e imposiciones, a veces peores que las de los estados? La resistencia y la autonomía pueden ser exitosas, construir solidaridades y proteger (o crear) formas de vida, pero ¿alcanzan como estrategia? La creación de movimientos y partidos alternativos que compitan por izquierda es una posibilidad, pero ¿qué garantía hay de que no caigan en las mismas lógicas que los progresismos actuales? El riesgo de perder los gobiernos es enorme, pero ¿no es la derrota también una posibilidad de relanzamiento, como en el caso de los estudiantes chilenos?

Pocos en los movimientos sociales latinoamericanos están eufóricos o apenas optimistas. Los precios de los commodities ya no permiten comprar la paz, y las derechas ya no están desmoralizadas (salvo, quizás, en Uruguay), mientras la unidad latinoamericana sale lentamente de la agenda y la unidad de la izquierda parece una cosa del pasado. Si antes tuvimos una primavera, ahora estamos llegando al otoño, y es el momento de refugiarse e imaginar cómo podría ser la próxima primavera.

En contexto

Esta columna se publica en el marco del seminario “Movimientos sociales en movimiento: conceptos y métodos para el estudio de los movimientos sociales en América Latina”, que se realizará el 11 y 12 de junio en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.