Desde aquí quiero aportar una posible respuesta a la columna “Votos, emigrantes y democracia”, firmada por Claudio López-Guerra, que trata sobre el voto desde el extranjero en su dimensión política. A diferencia del autor de esa columna, disto mucho de ser un experto en ciencia política y en la profusión de tonos de grises presentes en cualquier democracia. Sin embargo, como parte afectada, me parece ver en los argumentos de López-Guerra algo de la falacia del hombre de paja, enumerando para luego refutar supuestos motivos para el voto desde el extranjero que, en mi opinión, simplifican demasiado la realidad del momento en que vivimos y marcan una agenda de discusión equivocada.

Mas allá de las remesas, los exilios económicos o la familia y propiedades que uno tenga en su país de origen, la realidad actual es que cada vez somos más las personas que estamos de paso en el mundo, completando nuestras carreras o teniendo una experiencia laboral. En la medida en que un país como Uruguay se conecta cada vez más con el resto del mundo, podemos esperar que más y más ciudadanos se encuentren en el extranjero de manera transitoria, por tiempos que pueden ir de meses a años. Esto lleva a situaciones que distan mucho de ser satisfactorias para quienes las sufrimos.

En mi caso, actualmente estoy viviendo en Berna, Suiza, supuestamente en uno de los países más democráticos del mundo. Sin embargo, quizá siguiendo la tradición ateniense, esta democracia es disfrutada sólo por alrededor de las tres cuartas partes de la población, siendo el resto inmigrantes. La tramitación de la ciudadanía completa en Suiza lleva como mínimo unos 15 años, un tiempo quizás conmensurable con el que llevaría sentirse aquí en casa. Períodos similares son requeridos en otros países de Europa.

Pero convertirme en un ciudadano europeo no es mi plan, ni el de muchos otros compatriotas. Estos años son para mí de formación, con la esperanza de poder volver razonablemente pronto a mi país y aportar en lo que pueda a su desarrollo científico. Para que esa ambición sea posible, ayudaría que ciertas decisiones políticas sean tomadas en estos años (algunas ya están en marcha). En otras palabras: mi futuro depende de quién gane las elecciones en Uruguay, y es algo en lo que no tengo derecho a expresarme. Con envidia miro a mis colegas europeos pero también a los de Argentina (un país federal: el argumento acerca de ese tipo de países planteado por López-Guerra no me parece muy atendible), que sí pueden incidir mediante el voto en el futuro de sus sociedades de origen, y en particular sobre el de sus disciplinas en esas sociedades.

En definitiva, no tengo ningún poder de incidencia en el lugar donde vivo ni en el lugar donde nací y donde quisiera vivir en el futuro cercano. Estoy convencido de que somos muchos los que estamos en una situación parecida, de que cada vez vamos a ser más, y de que es útil para un país que cierta parte de su población viva temporalmente en el extranjero. Negarles el derecho a opinar a esas personas -en general jóvenes, quizá con alguna idea nueva para aportar- se me hace una decisión difícil de defender, e incoherente con la idea de un país inserto en el mundo.

Todo esto sin perjuicio de otros muchos motivos válidos que los uruguayos pueden tener para estar en el extranjero y querer seguir votando en su país. La política no es matemática, y es muy difícil aislar miles de trayectorias vitales en dos o tres categorías fácilmente definibles. En particular, opino que el interés en votar habla claramente de niveles de preocupación, información e inversión emocional que justifican habilitar la posibilidad del sufragio para cualquier ciudadano. Nadie está planteando que el voto desde el extranjero sea obligatorio.