El chileno Arturo Vidal zafó del quirófano hospitalario, pero no del mediático. Las horas previas a la decisión del técnico Jorge Sampaoli de mantenerlo en el plantel fueron un vía crucis versión siglo XXI, con simbólica crucifixión sobre un banner con la simpática y bien chilena casita de Sodimac, ante mil cámaras y micrófonos que reprodujeron e inmortalizaron su llanto arrepentido.

La carnicería televisiva no estuvo exenta de cuestionamientos al DT. Los expertos en pedir cabezas rodantes no soportaron el perdón que mantuvo al goleador de la Copa América en el plantel trasandino y, de paso, nos tiraron un lindo centro a quienes vemos el mundo con otros ojos: ¿se animarán a tragarse el grito equivalente a “¡Chile, nomá’!” si la roja se hace la América el 4 de julio con Arturo como figura?

Lo que resulta lógico cuestionarle a Sampaoli es la decisión inicial de liberar a los jugadores durante una tarde. Basta con activar el recuerdo, no muy lejano, de actos de indisciplina a cargo de algunos de sus dirigidos, para concluir que pecó de ingenuo y temerario. Pero el choque y la borrachera de Vidal ya son un hecho consumado y, con la Copa y las ilusiones en marcha, no queda otra que administrar el problema. Entonces, allí donde se cruzan la humanidad y la lógica del deporte profesional, el DT toma el camino acertado. El de mantener el sueño personal y colectivo tan alto como se pueda, sosteniendo en el cuadro a una pieza fundamental que, además, encuentra esa nueva oportunidad que los fiscales de su azarosa vida quisieran tener el día en que se ventilen sus miserias ocultas.

Alguien dirá que otro jugador no hubiera corrido la misma suerte, que el último suplente del plantel quizás hubiera sido desafectado ante un desvío incluso menor. Tan indemostrable como posible. Pero Sampaoli no trabaja en la Justicia chilena, que por estas horas procesa el expediente del accidente del martes de noche. Una desgracia con suerte, protagonizada por uno de los tantos millonarios veinteañeros fabricados por un deporte maravilloso y brutal, capaz de premiar con platales y Ferraris a un pibe que aún recuerda las palizas paternas en la noche oscura de algún suburbio.

Es imposible no rescatar de la memoria la imagen de Tabárez ante los periodistas ingleses, que hace un año pedían poco menos que “cárcel” tras la mordida más célebre de Luis Suárez: “Éste es un Mundial de fútbol, no de moralidad barata”. No hay más huella, canejo, que la del Maestro.