El cine de terror de la última década parece haberse ceñido cada vez más al refrito y a los viejos trucos del julepe creado por súbitos cambios de volumen en la mezcla de sonido. Sin embargo, en los últimos años nos hemos encontrado con pequeñas gemas que desmontan los clichés, al tiempo que ahondan de una manera distinta en su temática e imaginería.

En un género tan obsesionado con su autofagocitación, es previsible esta mirada metacinematográfica; el ejemplo más citado en los últimos años es The Cabin in the Woods (Drew Goddard, 2012), que intentaba jugar con todos los lugares comunes del género y se convertía en una obra más cercana a la ciencia ficción, en la que la realidad que sufren los personajes está escenificada por una compañía que necesita sacrificios para mantener su mundo andando. El tono juguetón de la película por momentos parecía sobreexplicar estos clichés que todos conocemos (en cierto punto se tiene la incómoda sensación de estar frente a una película que se siente más inteligente de lo que es), pero aun así marcó una pauta, o mojón, de las últimas innovaciones en ese género. En este plano, son mucho más frescas y vigorizantes las sátiras Tucker and Dale vs. Evil (Eli Craig, 2010) -que desmonta el miedo al campesino pobre con bizarra efectividad- y el falso documental (a lo Spinal Tap) What We Do in Shadows (Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014), posiblemente una de las mejores y más hilarantes comedias que se hayan hecho en lo que va del siglo XXI. Por otro lado, las temáticas parecen, como si fuera un proceso de destilación y depuración, acercarse cada vez más a los núcleos traumáticos de lo que suele subyacer en las tramas del género, algo que había tenido su pináculo en el horror psicológico de Roman Polanski (especialmente en la trilogía de los apartamentos), pero que se fue disolviendo en las décadas siguientes. Así, la excelente The Babadook (Jennifer Kent, 2014) sigue teniendo el formato de una suerte de historia de posesión, pero toca el casi siempre evadido tema de los impulsos filicidas durante la maternidad. En dicho film, lo que comienza centrándose en la aparición de un intruso que amenaza la seguridad de la casa cada vez más va tomando la forma de la misma psiquis trastornada de la protagonista, una pobre mujer que tiene que lidiar sola con la crianza de un problemático niño que le impide vivir la vida que le gustaría llevar. El tema del terror familiar también parece ser el centro de la película You’re Next (Adam Wingard, 2011), que en la superficie no es más que una mezcla entre slasher movie y película de asedio (subgénero que posiblemente tiene como epítome la icónica Perros de Paja -Sam Peckinpah, 1971-), pero que cambia la órbita emocional introduciendo una pequeña diferencia: cuando en la mayoría de las slasher movies el colectivo sucesivamente reducido por asesinatos suele ser un grupo de amigos, en el film de Wingard el objetivo es una familia, un cambio de referencia que vuelve la pérdida de cada integrante algo mucho más traumático (posiblemente, uno de los elementos que hacía de Las colinas tienen ojos -Wes Craven, 1977- un film tan escalofriante).

El trauma sexual

It Follows (David Robert Mitchell, 2014) parece entrar en esta nueva línea de films que, sin salir de las reglas del género, introducen un pequeño cambio de foco o de escalas que lo vuelven algo completamente diferente del resto. La película parte de una de las conocidas premisas de maleficio que pasa de mano en mano, móvil narrativo que ha dejado huella en los últimos años, especialmente a partir de Ringu (Hideo Nakata, 1988) y su versión norteamericana, The Ring (Gore Verbinski, 2002), tomando el clásico elemento de horror de la cosa inanimada e insomne, que funciona como una mera voluntad primordial que arrolla a todo lo que se le enfrenta a su paso. En It Follows se lleva la depuración un grado más allá, haciendo de la figura ominosa una entidad que puede convertirse en cualquier persona y persigue como un súcubo al portador del maleficio, a un paso lento pero infatigable.

En esta película, más allá de la elegancia y el tono low key con los que se lleva a la pantalla la figura de horror, no hay nada particularmente nuevo ni interesante; la novedad refiere a la forma en la que se contrae el maleficio y de librarse de él. Lo peculiar es que en It Follows se hacen coincidir estos dos elementos: la única forma de librarse del maleficio es pasárselo a otra persona. Este punto es peculiar, porque la mayoría de los films de terror suele -pese a esa fascinación por las secuelas, que parece dinamitar toda noción de cierre- plantear el descubrimiento de una forma de aniquilar al mal, pero en el caso de It Follows, dicho mal es tan difuso que la única forma posible de deshacerse de él es sencillamente pasándoselo a otro. Es decir, el mal, a su manera, se inmortaliza en esta cadena de contagio, y, en tanto la salud de uno involucra la enfermedad de otro, no hay manera limpia ni moral de librarse de él. Más allá de esto último, lo más interesante es la forma de pasaje en sí. Cuando mencioné la palabra “contagio” no lo hacía a la ligera, sino en referencia al mecanismo sexual por el que se pasa el maleficio, como si se tratara de una enfermedad de transmisión sexual. Una vez contagiado, al anfitrión de ese ser que lo sigue infatigable, como si fuese un parásito, sólo le queda la solución de pasárselo a alguien por medio de una nueva relación sexual (con la pequeña cláusula de que si ese nuevo contagiado muere, el súcubo vuelve a su lugar de origen). Dicho así, parece un mito urbano inventado en las fraternidades para que las chicas se acuesten no sólo contigo, sino también con tus amigos, y por más terraja que parezca esta ocurrencia, radica en ella parte del poderoso atractivo de It Follows. Y es que, justamente, la película es una obra sobre la adolescencia y sus mitos, algo a lo que el director logra acercarse no sólo por su temática o impecable oído para las conversaciones entre jóvenes, sino también por la particular forma en la que los filma.

Ojos sin un rostro

En los silencios, en esas escenas de los adolescentes vagando, flotando en el agua de una piscina, o conversando sobre nimiedades, se ve un acercamiento hondo a esos ritmos, que por momentos tiene tanto de Gus Van Sant como así de una versión, en clave adolescente, de la particularísima aproximación al mundo de la infancia que Terrence Malick hacía en El árbol de la vida. En lo que refiere a lenguaje cinematográfico, el ejemplo más claro de la destreza de It Follows puede verse en la apertura del film, posiblemente una de las escenas más sugestivas e interesantes (y, a su vez, extrañamente aterradoras) que se hayan realizado en los últimos 20 años de cine de terror. En un plano secuencia armado de paneos que juegan con lo alargado del cinemascope 2:35, la cámara sigue a una joven que sale corriendo en camisón y tacones, vaga erráticamente por la calle de un suburbio, entra a su casa, saca las llaves del auto y se va a toda prisa. Lo efectivo en esa cámara impasible, que la sigue de izquierda a derecha y de derecha izquierda sin tentarse con acercarse demasiado, es que nunca revela el elemento del que la chica está escapando. La cámara logra algo particularísimo: por un lado, se abstiene de ser omnisciente y mostrarnos aquello que aterra al personaje, pero a su vez, su manera distanciada de registrar sus movimientos parece, de cierta manera, hacerla (hacernos) cómplice de ese mal que parece seguirlo. Esta noción difusa del mal se corresponde con lo que es el verdadero centro de la cuestión, que es el trauma del despertar sexual y el pasaje de la adolescencia a la adultez. Una de las famosas reglas de oro del cine de terror es la equivalencia de sexo con muerte. It Follows toma esta posta pero la disecciona y crea una entidad que funciona casi como una enfermedad, haciendo que el tema del sexo deje de aletear desde las profundidades y colocándolo en el centro de la cuestión.

La película logra, así, introducir el sexo desde una posición paradójica, ya que es el veneno y el antídoto del asunto, algo que parece pesar sobre los protagonistas, no como una carga de hormonas que los lleva a cometer el pecado sobre por el que les caerá la guadaña, sino como algo más difuso y amenazante que acompaña esos primeros años de exploración sexual, cuando uno no está del todo seguro cómo es aquello, y, en algún sentido, si uno realmente quiere hacerlo.

Extraña hermandad

Lo curioso de It Follows es que, aun siendo apenas la segunda película de su director, guarda una particular resonancia con su ópera prima, al mismo tiempo que marca un quiebre temático o estilístico con ella, lo que termina por generar una precoz noción de obra. En apariencia, The Myths of American Sleepover (2010) no podría ser más distinta: en algún sentido, es una versión indie y actual de películas corales como Pretty in Pink (Howard Deutch, 1986), en la que se sigue el transcurrir de varios personajes adolescentes en sus encuentros y desencuentros amorosos a lo largo de una noche. El film debut de David Robert Mitchell tenía un montón de ideas y subhistorias buenísimas, con personajes muy difíciles de encasillar en una mera categoría. Parte del mérito radicaba en el impecable reparto, pero más que nada en una particular forma de poder cerrar pequeñas historias sin coquetear demasiado con el tono aleccionador.

Comparando las dos películas, sin embargo, sorprenden las resonancias que se encuentran entre ellas, una especie de sensación de tristeza y peligro. Una escena en particular sucede con un personaje que todo el film se pasa buscando a una idealizada chica, para terminar encontrándola en una especie de depósito abandonado donde gente anónima espera en húmedos y oscuros recovecos para besarse con el primero que aparezca. El escenario es curiosamente sórdido y oscuro para un film como The Myths of American Sleepover, pero justamente es este cortocircuito que permite entender, o en cierto punto anticipar, a It Follows.

El otro tema que aúna a los dos films es la vida en los suburbios. Este detalle marca tanto la casi completa ausencia de mayores (la mayoría de ellos trabajan en la ciudad o simplemente están ausentes) como una relación entre ciudad y suburbio, relacionada a la mitología y los peligros de los que vivieron toda su vida bajo el cobijo de la vida suburbana. El mismo Robert Mitchell vivió la mayor parte de su vida en la desolada Detroit y, sin ser aleccionador ni obvio, muestra esta particular escisión haciendo un paralelismo entre el pasaje de estas dos fronteras geográficas con la forma en que la iniciación sexual separa la infancia de la adultez.

Viendo y reviendo It Follows, uno puede seguir sacando nuevas interpretaciones, y queda corta con cualquier lectura concluyente. Más allá del atractivo en sí y los sustos que puede generar, un film así sirve para ver cómo, en la comúnmente criticada cinematografía actual, el mismo cine de género se ha convertido en el caballo de Troya para discutir algunos de los principales tópicos y estéticas del cine.