Ni la Velvet Underground, ni los Insane Clown Posse, los Stone Roses o los cercanos Redonditos de Ricota, ningún grupo de rock ha encarnado mejor el concepto de “banda de culto” que los hippies veteranos de Grateful Dead, una formación que ha sido seguida en forma casi religiosa por miles y miles de deadheads (“cabezas muertas” como se denominan sus fans) desde hace décadas, cuyos legendarios shows son eventos iniciáticos de la experimentación alucinógena, en la última celebración válida del hippismo californiano de los años 60 y en un fenómeno inverosímilmente exitoso en lo económico. Durante las últimas décadas, las giras de Grateful Dead se inscribieron, inevitablemente, entre las más exitosas de cada año en Estados Unidos, incluso luego de que pasaran años sin editar material nuevo. Sin más publicidad que ofrecer tickets por adelantado a su numerosísma base de fans, Grateful Dead se embarcaba año tras año en largas giras, tocando para millares de admiradores de al menos tres generaciones distintas, que hacían que sus entradas se agotaran con meses de anticipación y que los integrantes de la antigua banda de hippies se convirtieran en inesperados magnates.

Pero todo tiene un final, y aunque la banda sobrevivió 20 años -compuesta ahora por el bajista y cantante Phil Lesh, el guitarrista Bob Weir y los bateristas Mickey Hart y Bill Kreutzmann- a la muerte del irremplazable guitarrista y lider carismático Jerry García en 1995, finalmente decidieron arriar banderas y dejar de tocar bajo el nombre de Grateful Dead, casi 50 años después de que lo hicieran por primera vez en uno de los míticos acid tests (pruebas de ácido) de Ken Kesey en San Francisco. Comunitarios y aliados desde sus comienzos de todos los movimientos contraculturales del hippismo, los Grateful Dead se establecieron desde el principio como los reyes de la psicodelia estadounidense, a pesar de que originalmente eran una banda de country & bluegrass. La influencia simultánea de pensadores como Timothy Leary, bandas como The Beatles o Sun Ra y el consumo de cantidades aterradoras de LSD hicieron que los Grateful Dead se volvieran esencialmente una banda en vivo (a pesar de editar discos de estudio magníficos como American Beauty y Blues for Allah) donde los integrantes volaban junto a su público en grandes improvisaciones de rock intoxicado. Mientras compañeros de ruta como Jefferson Airplane o Love adoptaban formatos más comerciales o se desintegraban, los Dead siguieron volando mientras les dio el cuerpo, es decir, hasta que el frágil e insalubre Jerry García falleció de un ataque al corazón, asediado por una combinación letal de diabetes, apnea de sueño, sobrepeso, tabaquismo y consumo de drogas varias.

Pero lo de Grateful Dead fue mucho más que una carrera musical exitosa, así que su despedida tenía que ser a lo grande. Se prepararon tres conciertos bajo el nombre de Fare Thee Well (que te vaya bien) en el Soldier’s Field de Chicago, para los que contaron con la presencia como invitados de seguidores ilustres como Bruce Hornsby y Trey Anastasio, este último guitarrista y lider de Phish, banda que desde los años 90 ha recogido la antorcha de realizar conciertos similares a los de los Dead.

De esta forma, una de las más notables e insulares formaciones musicales estadounidenses cierra cinco décadas de melodías plácidas y solos alucinados, en tres fechas en las que se repartieron instructivos acerca de qué hacer en relación a los amigos (o no tan amigos) pasados de ácido, y donde sonaron canciones incombustibles como “Friend of the Devil”, “Box of Rain”, o la infaltable “Truckin’”, con esos versos escritos por Robert Hunter hace más de cuatro décadas y que ahora suenan proféticos: “Qué largo, extraño viaje ha sido éste”.