Cuatro meses y medio después de la asunción de Tabaré Vázquez, una suma de factores determina que, en el trazo grueso de la imagen masiva, los propósitos del gobierno que encabeza parezcan centrados ante todo en el cuidado de las cuentas públicas, confiado al ministro Danilo Astori. Entre tales factores está, por supuesto, la necesidad de afrontar una situación internacional menos favorable y sus repercusiones en la actividad local, pero ese dato de la realidad -que por el momento dista de configurar un panorama crítico- se mezcla con el hecho político innegable de que (digámoslo en forma delicada) los criterios de este Poder Ejecutivo no son idénticos a los del anterior y con el manejo político que se hace de las diferencias.

En la guerra de posiciones dentro del Frente Amplio, hay interesados en presentar el significado de los cambios con bastante menos delicadeza. Hay quienes comienzan a construir un relato retrospectivo que se acerca, cada vez con menor disimulo, a sostener que durante el período anterior hubo un manejo imprudente o irresponsable de la economía, al que por momentos se atribuye igual o mayor culpa de los problemas actuales que a la coyuntura internacional. Como era esperable, a ese relato se contrapone otro, que alerta sobre un “giro a la derecha” tecnocrático en la conducción del Estado y convoca a resistirlo. A unos se los acusa de haber dejado una “herencia maldita” y a otros de implantar una “gerencia maldita”.

Algunas decisiones de gobierno, destacadas por medios de comunicación muy influyentes, adquieren en ese marco gran peso simbólico, como ha sucedido con las referidas a las pautas para los Consejos de Salarios, a los recortes de la publicidad oficial o al futuro del Fondo de Desarrollo, del proyecto de puerto de aguas profundas en Rocha y, últimamente, del Antel Arena. Todo eso, acompañado por la percepción de que se ha frenado el publicitado avance en algunas áreas de la llamada “agenda de derechos” o de que cabe aguardar retrocesos en esa materia, instala, poco menos que en clave de tragedia griega, la sensación de que vivimos algo así como un equivalente criollo del conflicto entre el gobierno de Syriza y el peso hegemónico de Alemania en la Unión Europea.

La situación real del país es mucho más compleja y matizada, pero la capacidad de persuasión de la caricatura se acrecienta debido a por lo menos dos razones, relacionadas entre sí.

Una es que durante el gobierno anterior hubo una sobreexposición constante de las intenciones declaradas por el presidente José Mujica, de los fundamentos ideológicos que invocaba y de sus opiniones u ocurrencias sobre casi todo lo que ocurría en Uruguay y en el resto del mundo, que provocó múltiples debates y la emergencia pública de representantes de muy diversas posiciones; mientras que Vázquez habla poco, luce por contraste casi ausente, y desalienta las expectativas de que la contienda política pública produzca efectos relevantes. Así se acentúan, paradójicamente, la polarización de las posiciones y la virulencia de las partes. Antes tuvimos una agenda cambiante de debates simultáneos sin demasiadas consecuencias prácticas; ahora todo parece simplificarse y reducirse a una presunta pulseada decisiva entre el “mujiquismo populista” y el “astorismo tecnócrata”, mientras el presidente flota, lejano pero no imparcial, sobre el campo de batalla.

La otra razón es que, por el momento, el afán del actual Poder Ejecutivo en ordenar las cuentas no aparece acompañado, a los ojos de la población, por iniciativas de impacto -real o simbólico- que lo contrapesen.

Cuando Washington Cataldi volvió a la presidencia de Peñarol para su último mandato (1991-1992), le ganó las elecciones al contador José Pedro Damiani con una premisa simple: “La gente no sale a 18 de Julio a festejar balances”. Por supuesto, la vida le demostró que no era posible, con malos balances, lograr buenos resultados en otros terrenos, pero queda en pie que la prudencia fiscal no basta para generar adhesión y entusiasmo, salvo en un almuerzo de ADM.