No nos sorprende Jaime Clara con “el alcance de su intelectualidad”, como promete la contraportada de La terrible presión de la nada, sino con su impericia. Como es sabido, muchos de los más grandes de nuestros narradores fueron, a la vez, periodistas. La profesión los mantuvo en un trato continuo con la palabra, con la lengua, que los llevó -en el luminoso caso de Onetti, por ejemplo- a lugares hasta el momento desconocidos. Jaime Clara es un periodista de merecidamente reputada carrera, conduce uno de los mejores -y más oídos- programas de radio Sarandí y trabaja en televisión y como columnista en medios de su San José natal y de Montevideo. Una de las diferencias -no la única, ciertamente- entre Clara y, por ejemplo, Carlos Martínez Moreno -magistral narrador-periodista- es que Clara no es principalmente un periodista “por escrito”. Y ésa puede ser una clave de lectura para su último libro -ha publicado poesía, ensayo y un libro en coautoría- y primer volumen de cuentos.

Tal vez el mayor problema de La terrible presión de la nada sea justamente el uso del lenguaje. Clara se sirve del lenguaje, e intenta desesperado comunicar algo. Muchas de las torpezas, muchas de las reiteraciones, muchas de las vacilaciones e, incluso, muchos de los errores sintácticos propios del lenguaje oral pasan a esta prosa que parece estar en constante tensión con el autor, que queda subyugado, aplastado por la lengua, que lo supera. Así, en párrafos sucesivos de largas oraciones, recibimos una y otra vez la misma información, que nada aporta al desarrollo de las historias (el cuento “La guitarra” es un ejemplo). Asistimos a usos extraños del lenguaje, de una sintaxis que falla en su misión de ser simple, cristalina y enrarece innecesariamente cuentos de una simpleza argumental sorprendente. “El cine es una herramienta muy poderosa para dejársela exclusivamente a los contadores de historias”, ha dicho Peter Greenaway, y este reseñista cree que “el cine” puede ser perfectamente reemplazado por “la literatura”. Si algo perdura, si algo ha vencido el tiempo -tarea que se propusieran los clásicos-, es el lenguaje. Y la literatura no es otra cosa que la libre experimentación, que el libre juego con las formas. Si no hay trabajo serio con la materia, tal vez no haya nada. Clara es un comunicador muy expresivo, oralmente, por escrito también. Pero en la literatura no alcanza con comunicar.

Escrito a lo largo de 20 años, La terrible presión de la nada es un libro desparejo. Los primeros cuentos son cansinos -aunque breves-, presentan personajes estereotipados y no agregan realmente nada nuevo al paradigma. Clara desperdicia historias de gran poder (en “El velorio”, por ejemplo). La segunda mitad tiene una contundencia mayor; los textos se interrelacionan, dando la idea de unidad que niegan los primeros. A menudo es una frase la que los mata, la que arruina una narración medida, correcta, jamás genial. A menudo el final, forzado en un epigrama o un refrán, empobrece un relato. Queda un vacío después de leer estos cuentos, en los que desfilan tristes personajes por los que uno no siente empatía, en los que el humor negro parece, por lo menos, dar un respiro, una pausa, una efímera distancia. La pregunta que queda tras cerrar el libro es angustiante: ¿hay un lugar hoy para el realismo?, ¿cuál es?

Entonces uno debe definir en qué piensa cuando piensa en realismo. Tal vez otro escritor contemporáneo pueda auxiliarnos en este caso: Daniel Mella escribe historias (Lava es quizás su mayor logro en este sentido) de un realismo parecido al que parece querer practicar Clara, un realismo minimalista, a veces un poco a lo Carver. Los cuentos de Mella se basan en historias mínimas, en personajes cotidianos de vidas simplísimas. ¿Dónde está el poder de Mella? En su uso medido del lenguaje, en el equilibrio perfecto entre las pálidas psicologías que presenta y su prosa depurada. Nada de esto hay en el último libro de Clara; sí pálidas psicologías, tal vez, o pálidos bocetos, pero no prosa depurada. Superpone citas que no tienen interés para la narración, vuelve sobre temas y detalles que no significan nada en la historia, se detiene en elementos inconducentes, divide arbitrariamente un cuento en capítulos, otros los estira en definiciones y lugares comunes. Parece el libro de un principiante, algo que el autor es -en el sentido estrictamente literario-, pero, a la vez, no es, como demuestra su extensa trayectoria en los medios. Esto es lo que desconcierta, lo que sorprende.

Clara es un observador fino de la vida, pero no sabe contarla. Hay detalles que maravillan, pequeños gestos captados como al azar que dan vida momentánea a los personajes. Clara mira bien, sabe fijar su atención en detalles que profundizan la verosimilitud, pero falla, casi siempre, en el conjunto. La terrible presión de la nada -innecesaria evocación del clásico de Milan Kundera- termina hundiendo las vidas de sus habitantes. Narrar la nada, se sabe, es harto más difícil. La narración se vuelve total, aplastante, indómita en los casos más afortunados; insuficiente, cansadora, anodina, en los otros. El lector juzgará.