Una serie de películas cuya principal línea recurrente es “I’ll be back” (volveré) está destinada a perpetuarse. Las entregas que no fueron dirigidas por James Cameron fueron una porquería, es decir, la tercera (Terminator: La rebelión de las máquinas, de 2003) y la cuarta (Terminator: La salvación, de 2009), pero aun así la inercia de la serie garantizó con ellas incrementos de un promedio de 200 millones de dólares para sus productores. La propia trama, que involucra viajes en el tiempo y paradojas temporales, se presta, además, al recurso de la retcon (“continuación retroactiva”) usado aquí. Es decir, al igual que Mundo Jurásico prescindió de las películas poco prestigiosas y sólo dio continuidad a la película fundadora de la franquicia, esta quinta Terminator se las ingenia para ignorar los bagayos y quedarse únicamente con las películas de 1984 y 1990 (las de Cameron). El mismo viaje que hace Kyle Reese desde el futuro hasta 1984 (que era el asunto de la primera película) se vuelve a hacer, pero arriba al 1984 de una línea de tiempo alternativa, generada por las alteraciones que un “terminator bueno” (como el Schwarzenegger de Terminator 2) realizó en otro viaje a un tiempo anterior (1973).

Esta retcon, entonces, es una “continuación desviada” de las dos primeras películas. Incluso encontraron un pretexto para que el terminator bueno envejezca: el tejido orgánico de apariencia humana que recubre su endoesqueleto metálico se arruga como el de un ser humano normal (ése fue uno de los piques que Cameron generosamente les tiró a los guionistas de esta película). Luego de que los encontramos en 1984, Kyle y Sarah viajan en el tiempo hasta 2007, pero el terminator “hace el camino largo”, es decir, vive esos 23 años y prepara las condiciones para recibir a los dos viajantes en el tiempo en 2017, cuando ya tiene la apariencia actual de Arnold Schwarzenegger. Se trata también de un reboot, con nuevos actores haciendo de Sarah Connor y de Kyle Reese, nuevos tipos de problemas y enfrentamientos y el proyecto (ya en curso) de extender esta entrega en una trilogía que se completaría en 2018. Es, además y sobre todo en el tramo inicial, una parodia del primer acto del Terminator original (la llegada del terminator malo y de Kyle Reese a 1984 y el encuentro con Sarah Connor), contagiada con elementos importantes de Terminator 2 (el terminator bueno, el T-1000 disfrazado de policía), pero con inversiones sorprendentes (por ejemplo, aquí la otra frase recurrente, “Vení conmigo si querés vivir”, no es dicha por Kyle a Sarah, sino por ella a él).

El hecho de llevar la acción a 2017 tiene entonces la virtud de sincronizarla con la actualidad de los espectadores (como ocurría con las tres primeras películas -la cuarta transcurría toda en el futuro-). En esta línea de tiempo, modificada por las ocurrencias de 1973, el “juicio final” (el ataque masivo de las máquinas a los humanos) no ocurrió en 1997, sino que se pospuso para 2017. Ello posibilita un aggiornamento también del tipo de Putsch que amenazará a la humanidad: se insiste mucho menos en la amenaza del hardware pesado (tractores o tanques de guerra gigantescos) y mucho más en la paranoia virtual pos-Snowden, que consiste en la fragilidad de tener todos los componentes vitales de la organización global y los de cada individuo expuestos en línea y coordinados en un sistema unificado. Luego de venir de un futuro posapocalíptico (2029) a nuestro pasado (1984), cuando saltamos a nuestro casi presente (2017) miramos con extrañeza la sociedad en que todas las personas están enfrascadas, absorbidas en sus celulares o tablets.

Quien quiera va a encontrar absurdos por doquier en la trama, referidos, sobre todo, a las paradojas del viaje en el tiempo y a la migración entre distintas líneas de tiempo. Más allá de esos agujeros la historia es bastante inteligente. Cameron considera que es la real Terminator 3, y desestima las dos entregas previas (aunque su comentario es interesado: en 2019, por contrato se le restituye la propiedad de la franquicia, así que compartirá los lucros de posibles Terminator 8, 9, 10, etc.). El estilo visual emula la estética 1980 de la primera película, con sus nocturnos azulados y con humo, y con la fotografía difundida (lo que ayuda a disfrazar la menor definición del digital en comparación con el fílmico). Pese a ese cuidado, en las escenas de acción el director Alan Taylor parece más cercano a Michael Bay que a la excepcional inteligencia clásica de las realizaciones de Cameron. En estos tiempos, en que Hollywood se ve contagiada de un espíritu aséptico e histérico, hay mucho menos exposición de las nalgas del terminator malo (aquí, un fisicoculturista joven al que le implantaron digitalmente un rostro de Schwarzenegger treintañero). También hay mucha menos violencia contra humanos, aunque sí mucha más destrucción de edificios, ómnibus y autos. Con esa opción estilística -y a mi criterio- no son propiamente las escenas de acción las que brillan, sino la trama misma, el “qué va a ocurrir”, y eso está bien, la película es muy entretenida.

Emilia Clarke como Sarah convence menos que Linda Hamilton en tanto posible guerrera recia que enseñará la resistencia a su hijo John Connor, pero eso puede explicarse por la nueva línea temporal, en la que ella pasó su adolescencia al amparo del terminator bueno y no tuvo que endurecerse como en Terminator 2. Por su parte, Schwarzenegger debe ser el mal actor que mejor partido le sacó a sus propias limitaciones. Acá lo tenemos retomando su mejor rol, con la eficacia natural de su rostro de piedra y su físico formidable; y su consabido humor que caricaturiza, con el pretexto del androide, su misma dureza expresiva. Supongo que su terminator bueno (aquí llamado Pops) le resultará entrañable a cualquiera, y no sólo a los veteranos alimentados por nostalgia.