La estadounidense Sara Davis Buechner nació como David Buechner en 1959. Cuando tenía 43 años, decidió cumplir lo que esperaba hacía décadas, y viajó a Bangkok para operarse. Curiosamente, dos días antes de la intervención y mientras caminaba por las calles de la capital tailandesa, se tropezó con un pequeño elefante, símbolo de buena suerte para los asiáticos. Ella lo interpretó como un buen signo de lo que estaba por venir, y siguió adelante con su propósito.

Antes, David había sido elogiado a lo largo del mundo por su inteligencia y su proeza técnica, así como por su virtuosismo “asombroso”. También había ganado importantes premios internacionales en concursos de piano (Reina Elizabeth de Bélgica, Leeds, Salzburgo, Sydney y Viena) después de estudiar en la misma escuela que Nina Simone -Juilliard School de Nueva York-, y había iniciado su temprana carrera con la Medalla de Oro del Gina Bachauer Concurso y una medalla de bronce del Tchaikovski de Moscú. Pese al reconocimiento internacional, Sara tuvo que comenzar su carrera nuevamente y en otro país, Canadá.

“Creo que muchas trans crecen en el miedo y en el secreto. En mi infancia fue muy difícil, porque no tenía con quién hablar sobre eso que me sucedía, y me terminaba avergonzando. Es importante saber quiénes somos en verdad, y ahora, felizmente, las cosas han comenzado a cambiar. Ver el tema de otra manera es un gran avance”, dice Sara, después de reconocer las virtudes del chivito, pero también de Eduardo Fabini, Felisberto Hernández y Joaquín Torres García. “Hoy estuve enviándome correos con algunos estudiantes, en los que intentaba describir el sabor del chivito, a Torres García, al escritor y pianista que fue Felisberto. Esto muestra cómo el mundo puede estar tan conectado, sobre todo cuando algunos autores, no tan conocidos en el mundo, pueden ser escuchados, leídos o vistos en la web”.

El piano de la vida

Si bien sus padres no eran músicos, su madre escuchaba durante todo el día música sinfónica y la obra de compositores como Mozart y Beethoven. En ese contexto, Sara comenzó a estudiar piano a los tres años y a interiorizarse paulatinamente en el mundo de la música. “Había una maestra de piano en mi barrio que no quería darme clases porque era muy chica. Entre mi hermano -que también era músico- y mi madre la convencieron después de que di una pequeña prueba”, cuenta.

Después estudió con un emblemático pianista checo, Rudolf Firkusný, que a los ocho años debutó en Praga interpretando una obra de Mozart, acompañado por la orquesta filarmónica de la ciudad. Sara lo recuerda como un pianista famoso que sólo tomaba a dos o tres estudiantes para sus clases. Cuando ella quiso sumarse no lo logró. Pero como estaba decidida, un día detuvo a Firkusný y le alcanzó una carta en la que le pedía una oportunidad para que sólo la escuchara tocar. Cuando terminó, la miró serio y le dijo: “¿No querías hacerme una pregunta?”. Ella volvió a plantearle sus ganas de estudiar con él, y el checo respondió con una sonrisa, convencido, después de haber escuchado sus interpretaciones de Chopin, Beethoven y la Petrushka de Stravinsky.

Cuando se graduó, Sara tuvo un éxito importante en Nueva York, algo nada usual en el medio sinfónico. “A mis 20 y 30 años di muchos conciertos en Estados Unidos y Canadá. Toqué sólo una vez en América del Sur, y fue en plena dictadura chilena. Competí en un concurso de piano en Viña del Mar, donde me quedé con el segundo puesto. Lo que más recuerdo del régimen de [Augusto] Pinochet es a los policías que había por todos lados, con sus armas enormes. Nunca había visto algo igual. Pero la gente se mostraba muy cálida y hospitalaria... En mis comienzos gané importantes premios como pianista mientras era profesora en el conservatorio, y disfrutaba muchísimo darle clase a gente joven. Es una tarea muy difícil, porque el piano implica que comprendas las reglas de la música y la teoría. De 100 personas sólo están capacitadas tres o cuatro para seguir esta carrera, y eso es muy duro. No sólo cuenta el talento, sino las horas y horas diarias que se le deben dedicar, acompañadas de una gran disciplina”, explica.

Sara asegura que la técnica es muy importante y que a ella le gusta aprender de manera constante nuevas técnicas, para así poder crear diferentes estilos musicales. Cree que la mejor metáfora de esto es una cuenta bancaria: cuanto más dinero se tiene en el banco, más cosas se pueden hacer. “La técnica abarca más que la dedicación: no se trata sólo de manejar un auto, sino de hacerlo bien. La técnica posibilita contar con infinitas posibilidades”, afirma.

En un artículo que escribió para The New York Times en 2013, Sara contó que desde niño quería ser Sara. Con respecto a esto, sostiene: “Cuando sientes que perteneces a otro cuerpo, la vida es muy difícil. Si te miras en el espejo, es muy difícil aceptar lo que ves. Cuando yo era muy chica, en la escuela se dividían los niños y las niñas de un lado y otro, y yo estaba en el medio, no sabía qué hacer. Los niños son muy inteligentes, tienen la capacidad de interpretar lo que sucede. Yo interpretaba, pero al mismo tiempo obedecía las reglas. En ese tiempo, 1965-1966, nadie hablaba de estas cosas”.

A los 25 años, la pianista vivía en el barrio neoyorquino del Bronx, lugar que opone a Manhattan por considerarlo “el lugar del negocio”. Dice que en el Bronx uno conoce personas muy distintas, y ésa es, precisamente, la verdadera Nueva York: “Una gran olla en la que se mezclan muchos ingredientes; viven mexicanos, chinos, brasileños, dominicanos y algunos europeos. Yo adoro ese cruce cultural fascinante”.

Su vínculo con Latinoamérica comenzó cuando ella se mudó a Nueva York, donde se abrió a las nuevas culturas y conoció la música española, y a compositores como Joaquín Turina, Francisco Mignone y el uruguayo Eduardo Fabini. “También descubrí que no sólo es necesario comprender la pieza al interpretarla, sino también sentirla por dentro, vibrar con la esencia de la obra, teniendo en cuenta el ritmo”.

Cambio de rumbo

Cuando se convirtió en Sara no pudo seguir trabajando en las mismas orquestas ni continuar dictando clases en la universidad. Explica que se le volvió muy difícil volver al trabajo en orquestas, porque muchos pensaban que la gente se asustaría y no compraría entradas por su situación. Además, dentro de las orquestas lo que más importa es la relación con el director, y había muchos que no aceptaban su cambio: “Sentían miedo. No sé de qué”. Si bien fue difícil, la concertista intentó comenzar su nueva vida: “Hubo un cambio en mi personalidad y en mi modo de relacionarme con las personas, y empecé a trabajar con niños de cuatro y cinco años. El gran lugar de apoyo fue mi barrio, el Bronx, y de algún modo me sentí muy bien: junto con los inmigrantes que debían recomenzar sus vidas, yo iniciaba la mía”.

Después de que hasta su agente la abandonara, frente a la imposibilidad de acordar más conciertos, Sara se fue a Vancouver, donde no la conocían y no tenía que soportar “la mirada inquisidora” sobre ella. “Fue un nuevo comienzo, con nuevas oportunidades y otra forma de mostrarme”, recuerda. Desde hace dos años percibió un gran cambio, cuando muchos de los directores que la habían rechazado comenzaron a llamarla de nuevo, y así las cosas comenzaron a transformarse.

“Canadá fue uno de los primeros países en legalizar el matrimonio igualitario. Como americana me cuesta decir que Estados Unidos, en punta en muchos aspectos, con respecto al matrimonio igualitario estuvo detrás de muchos países, como Uruguay. La reciente aprobación de la ley es una forma de ir avanzando en el tema”, dice. Ironiza evocando cuando en la escuela les decían que Estados Unidos era el líder del mundo en cuanto a la igualdad y la libertad, y en este tema aún está rezagado. En Canadá se casó con su compañero japonés, luego de vivir un largo período en Japón y de tocar en China, Tailandia y Filipinas; de este modo, inauguró una nueva forma de acercarse al mundo. “Las nuevas generaciones tienen otros puntos de vista para estas temáticas, son más abiertas, comprenden mejor y apoyan más estos temas”, afirma. ¿Cómo es su vida hoy? “La vida está mucho mejor. Tengo la oportunidad de tocar en una orquesta como la de Montevideo [Orquesta Filarmónica], con un director al que admiro [Nicolás Rauss], y además puedo conocer esta ciudad hermosa. Me gusta muchísimo la cultura latina, y en Nueva York tengo muchos amigos cubanos y puertorriqueños, que llevan el vínculo con la gente de otra manera, de un modo más abierto”.

En la página web de la artista se puede ver una agenda cargadísima, con presentaciones en Estados Unidos, China, Japón, Canadá y Montevideo. En cuanto a esto, reflexiona que tuvo una muy buena oportunidad, además de haber sido una privilegiada, al poder estudiar desde tan joven. Esto la hace sentir afortunada por la profesión que eligió.

En cuanto a la recepción del público, cuenta que en Estados Unidos los espectadores de música clásica son muy formales, silenciosos, erguidos, y aplauden de forma apenas audible. Los japoneses son todavía más silenciosos y quietos, y parece que los chinos no dejan comenzar el espectáculo por diez minutos, mientras se toman selfies y fotografían de forma compulsiva.

Fragmentos del mundo

Hoy a las 19.30 en el teatro Solís, Sara se presenta en el marco de la temporada oficial de la Filarmónica. Dirigida por Nicolás Rauss, la estadounidense interpretará Danza húngara Nº 1, de Johannes Brahms, Sínfonía Nº 4, de Bohuslav Martinu, y Concierto para piano N° 2, de Béla Bártok. En cuanto al desafío de interpretar a Bártok, cuenta que ella aprendió esa pieza cuando tenía 18 años, por obligación de su maestro. “Fue muy, muy difícil, y una gran enseñanza, porque lo que aprendemos a esa edad se recuerda siempre. El segundo movimiento de la obra es mi preferido, pero en sí es una composición increíble, que requiere mucha imaginación para interpretarla. Esto se puede comparar con algunas piezas de Torres García de los años 30, que también son muy estructuradas”, sostiene.

Define como neoclásico el concierto que dará en el Solís. “Martinu y Bártok son dos compositores muy marcados por la guerra. Tuvieron que abandonar sus países, y eso se ve replicado en su obra. Hay fragmentos que pertenecen al caos, en los que el pianista toca más fuerte, y otros más clásicos y tranquilos. Así se exhiben distintas partes del caos y del orden. Al componerlo, el artista cree que en medio del caos puede controlar, al menos, ese fragmento del mundo”.