EN 1987 la ciudad de Yonkers, una población satélite de Nueva York, al norte del estado y habitada esencialmente por blancos de clase media, se convirtió en un volcán de agitación racial cuando a nivel gubernamental se decidió la construcción, en el centro de uno de sus barrios tradicionales, de una serie de viviendas públicas estatales, destinadas principalmente a madres solteras pobres y en su mayoría negras. La medida, avalada por la Justicia, fue aceptada por el entonces alcalde de Yonkers y la bancada de representantes del Partido Demócrata, con la excepción de un joven abogado llamado Nick Wasicsko, que votó en solitario contra del acatamiento. Ese voto le ganó la postulación para el cargo de alcalde, en un intento demócrata de que no todos los votantes disconformes con la construcción de esas viviendas públicas apoyaran a los republicanos. Inesperadamente, Wasicsko ganó las elecciones (Yonkers es una localidad porfiadamente adepta al Partido Demócrata) y se convirtió, a los 29 años, en el alcalde más joven de Estados Unidos. Una vez que asumió el cargo, una mezcla de pragmatismo y comprensión lo hizo cambiar su postura anterior (por un lado, descubrió que no acatar o retrasar la decisión judicial podía llevar a Yonkers a la quiebra; por otro, entendió que el plan de viviendas no era tan malo), por lo que se convirtió en la bestia negra de quienes protestaban contra el proyecto. En las siguientes elecciones, éstos apoyaron al demagogo y republicano Henry J Spallone y pusieron fin a la vertiginosa carrera política de Wasicsko.

Sobre este personaje de brillante y efímero fulgor trata en apariencia Show Me a Hero, miniserie de seis episodios basada en un libro homónimo de la periodista de The New York Times Lisa Belkin, adaptada para HBO por el genio detrás de The Wire y Treme, David Simon, y dirigida por Paul Haggis, ganador del Oscar por Crash. Pero, como cabía esperar de Simon, Show Me a Hero no se limitó a contar la historia de un conflicto social centrada en un hombre, sino que una vez más abrió un amplio abanico de retratos sociales interrelacionados, sin pretender ni por un momento hacer creer que un movimiento social se puede resumir en el periplo de un solo personaje.

Melancólica y profundamente emotiva, Show Me a Hero fue presentada deliberadamente por su creador como la serie más anticomercial de todos los tiempos. La popularidad nunca parece haberle importado mucho a Simon (adorado por la crítica y sus colegas, pero que ni siquiera en el cenit de The Wire tuvo audiencias importantes), quien en varias entrevistas se ufanó de haber eliminado cualquier tipo de gancho fácil. Y es bien cierto: en Show Me a Hero no hay nada parecido a la violencia o la acción, no hay escenas sexuales ni gags hilarantes (y ni hablemos de dragones o zombis helados), y su reparto cuenta con pocos actores conocidos. Lo que hay es simplemente una serie de retratos sociales y entretejidos de poder descritos con precisión quirúrgica y un grado de realismo absoluto, en diversos tonos de gris moral que ni siquiera cae en los clichés de lo cotidiano. Lo que ocurre es que lo cotidiano va creciendo y revelándose como excepcional sólo por la atención que se le dedica. Didáctica en sus teorías sociourbanísticas -y fascinante en su universalidad problemática, incluso para quienes vivimos a miles de kilómetros de Yonkers-, el atractivo de la serie parece residir en que, más que entretenerse con ella, la propuesta parece ser la de vivir un poco en otros zapatos.

Sobre héroes y viviendas

El título Show Me a Hero hace referencia a una conocida frase de Francis Scott Fitzgerald que reza “muéstrenme un héroe y escribiré una tragedia”, pero es un título deliberadamente engañoso, porque si hay algo ausente en la serie son los héroes. Wasicsko, su figura central, no sólo no lo es -sus conductas meramente decentes se deben más a la casualidad que a las convicciones-, sino que su propia asunción como tal es el comienzo de su miseria. Pero eso abarca también a todo su entorno y a los personajes tocados por sus acciones sin que él se relacione con ellos, a quienes nunca se presenta como arquetipos de clase o ideología, sino que simplemente son reconocidos en su condición humana, que parece bastar para merecer respeto y dignidad. No son perfectos, ni siquiera fuertes, solamente tratan de hacer lo que pueden donde no se puede hacer mucho.

Una señal distintiva del genio de Simon (a quien ya calificamos como “genio” dos veces y tal vez no sean las únicas) es que, a pesar de tener varios personajes desagradables a disposición (entre los que emerge como un titán repelente el brillante Alfred Molina, en una memorable interpretación del desagradable Henry J Spallone), no hace de ninguno de éstos la voz (o la figura representativa) de los opositores a las viviendas públicas, sino que elige para eso a una mujer educada, generosa y sin atisbos de racismo, Mary Dorman (encarnada por una genial Catherine Keener, sin miedo, además, de agregarse varios años), quien no es una bestia movida por el prejuicio, sino simplemente una persona enamorada de su comunidad y que desconfía de lo que ve como un experimento forzado de ingeniería social, una idea externa e intelectual que bien puede terminar con el apacible equilibrio y la arquitectura del barrio en el que creció.

La serie permite al espectador entender, sin obligar a compartirlo, el punto de vista de la otra orilla en la que se para, y luego, en un sutil proceso narrativo, también les permite a estos adversarios (ocasionalmente) comprender a quienes tienen enfrente. Porque aunque Simon se niega a definirse como marxista, no debe haber en la televisión mundial ningún ejemplo mayor de análisis marxista de la sociedad que en sus obras, en las que las diferencias económicas y de clase emergen como barreras invisibles (o a veces dolorosamente visibles) entre personas con sentimientos, valores y dignidades no tan diferentes. Pero la respuesta de Simon nunca es la furia y el choque violento, sino que sus series parecen obsesionarse por encontrar, en medio de ese conflicto evidente, pequeños sectores con banderas blancas.

En una tierna escena de Show Me a Hero -y no necesariamente la más tierna o la más emocionante-, una rubia de porte aristocrático ignora con evidente desprecio a un pequeñísimo vecinito negro que trata de llamar la atención de los tres caniches que ella pasea. Es una escena chocante en su carga de indiferencia y racismo vomitivo hacia un nene que además es particularmente encantador. Pero más adelante la misma escena se repite y el niño se las arregla para interrumpir el paso de la arrogante vecina y sus perritos, obligándola a que lo vea y se detenga por unos segundos. En esos segundos la mujer reconoce un vínculo común con su pequeño vecino ninguneado, y quitándose los lentes de sol se agacha y comienza a decirle cómo se llama cada uno de los caniches. Entonces uno siente que tal vez Simon y Haggis filmaron seis horas de forcejeos burocráticos, mediocridades humanas e intereses bastardos sólo para poder también filmar ésa y otras pequeñas escenas de territorio común humano, de comprensión sin juicios, que hacen de la miniserie lo más emotivo y fuerte que se haya visto en televisión desde... ¿el final de The Wire? Tal vez incluso más. Ya usamos la palabra “genio” varias veces en relación con Simon y con esta serie, pero tal vez no abarque su verdadero centro de importancia: un enorme corazón.