Desde que llegaron los foodies y lo gourmet pasó a ser sólo un canal en el que anidan chefs hastiados que torturan aprendices con inequívocas inclinaciones sadomaso, muchas cosas cambiaron. Para el caso: la mirada sobre Cocinando con Elisa, de Lucía Laragione, estrenada por primera vez en 1997, en el argentino Teatro del Pueblo, con dirección de Villanueva Cosse. La televisión -lo dijeron tantos que es improductivo citarlos- marca varios antes y después: lo sibarita parece menos sibarita y la paquetería de lo francés que la obra utiliza, si no es menos francesa, ya es menos paqueta (basta ver un episodio de MasterChef Argentina). Esos cambios le han hecho bien a la obra. Si originalmente Laragione resignificaba (empuñando lo que el argentino Osvaldo Pellettieri llamó “un realismo reflexivo”) los contenidos feroces de lo criollo por medio de lo culinario (la crítica relacionó la pieza con El matadero, de Esteban Echeverría) y lo colocaba en el ámbito femenino de la cocina, ahora, multiplicados las implicaciones y los cruces, los recovecos (culturales, espectaculares, políticos) ofrecidos por la dramaturga se vuelven aun más atractivos.

La Sala 0 del teatro El Galpón se transmuta, en manos del escenógrafo Rodolfo da Costa, en una deliciosa cocina de campaña: equipamientos sólidos y nobles (horno a leña, cuchillos, cuchillas y cucharones, cada uno pronto para cumplir su función; ollas de hierro y aluminio para las necesidades de cada plato) y productos frescos y apetitosos (verduras, hierbas, aves y liebres, aceites, vinos, vinagres y vinagretas). Myriam Gleijer, por su parte, se convierte en Nicole, una cocinera autóctona pero afrancesada, encargada de enseñar los secretos del oficio a una mujer más joven, de aspecto humilde, interpretada por Elizabeth Vignoli. Sin más preámbulo que una canción gala cantada, sobre la original, por Nicole, el espectáculo se abre con la primera lección, previsiblemente fallida: “Bueno, Elisa, empezaremos por les cotelettes de grives à la bros, un plato de la cocina de Orleans. Una cocina noble, pura y sencilla como los bellos pasajes del Loire, y donde se destacan los platos de caza: pates d’alouettes de Bois y de Pithiviers, pates de Cailles, terrines de gibier... ¿Me sigue, Elisa? Bueno, no importa... Ya se irá haciendo el oído al idioma y al nombre de los platos. A ver, repita conmigo: co-te-le-ttes de grives à la bros. Vamos, ¡anímese!”. La escena introduce a esta pedagoga brutal, exagerada y pretenciosa, pero es suma, al mismo tiempo, de las texturas exploradas a lo largo de la pieza (las relaciones de poder entre las dos, las metáforas posibles en esa cocina y el mismo texto como collage grotesco de lo francés), e incluso contiene, dando pistas netas, el final (no feliz).

Laragione construye, como en la contemporánea Juego de damas crueles, de Alejandro Tantanian, un espacio femenino de tensiones y sangre, pero mientras que ésta lo hacía por medio de un lenguaje hermético y poético, soterrando literalmente imágenes y muertos, Cocinando con Elisa atiborra el escenario con cadáveres de tordos, liebres, cerdos o jabalíes y se regodea con el manipuleo: “Años y años de trabajo. Desplumando, vaciando, embridando, flameando, escaldando, albardando, deshuesando, capando”. Superficies y profundidades que Gleijer atraviesa con holgura y Vignoli con el empacho que requiere su personaje. Una pulseada entre lo foráneo y lo vernáculo que sucede mientras seccionan, fríen, condimentan, desangran o maceran, siguiendo complicadas recetas cuyos títulos son pronunciados con placer exagerado, casi sensual u obsceno, por Nicole. Para sintetizar esa pulseada, el texto original contrapuso una milonga y “Alouette”, una de las canciones infantiles más conocidas y feroces, sobre la intención de desplumar a una alondra. Begérez intercala entre las escenas canciones pop que Gleijer entona, entre efectos de luz y sombra, con gestos desorbitados de efecto cómico, en especial al principio.

El espectáculo, actuado impecablemente por dos actrices que saben dosificar los excesos, las sobriedades, las ferocidades, las victimizaciones y las reacciones que el texto les exige a cada paso, ambientado, como dijimos, suculentamente (y aquí juega un rol clave el exquisito trabajo taxidermista de Gerardo Cantou), engalanado por el vestuario de Verónica Lagomarsino e iluminado sutilmente por Leonardo Hualde, tiene todos los ingredientes (la cháchara culinaria, es obvio, me ganó) para gustar y volvernos, tras tanto gourmet plástico, a cierta materialidad de la cosa. Aun si pensamos, con las vanguardias, que todo espectador debe ser molestado, aguijoneado, sacudido: los invitantes aromas de especias, papas y cebollas saltadas no sólo lo ayudan a imaginar las delicias de cada plato, sino que también funcionan como sádicos estímulos a un banquete en el que no participará. Menuda ruptura de expectativas.