2015 viene siendo, en poesía y en Uruguay, de reflexión respecto del pasado. Reediciones, antologías y obras completas han pautado la novedad de este año retrospectivo. El primer tomo de las poesías completas de Roberto Appratto, la tercera edición ampliada de las obras completas de Circe Maia y una selección de poesía de Aldo Mazzucchelli han dado el tono. Si la escritura de Maia nace de una desconfianza radical y lúdica del lenguaje, si Appratto funda su creación en un mirar que ahonda en la experimentación con el lenguaje poético hasta su límite y si Mazzucchelli superpone, como en el acto mágico, el nombre y la creación del objeto en la página, Eduardo Espina, que también ha editado este año una antología de su extensa obra poética, constituye la continuación de una tradición autorreflexiva que nace en este país con Julio Herrera y Reissig (más precisamente, tal vez, con la Tertulia lunática), que presupone un lenguaje traicionero y que se embarca en la aventura de buscar sus posibilidades expresivas, sin caer en la simplicidad falsa del sentido unívoco y reconocible por todos.

La imaginación invisible (que, curiosamente, toma el mismo período de tiempo que Mazzucchelli, de 1982 a 2015) comienza con un estudio crítico y termina con otro. Queda enmarcada así la antología entre dos abordajes teóricos, el prólogo de Jacobo Sefamí y el posfacio de Randolph D Pope, que ponen de relieve un elemento principal: la dureza, la dificultad que presenta al lector una obra que rehúye la interpretación, que escapa como una rana de la mano que busca abarcarla, cazarla. La comparación puede ser con el snark, también.

El snark, fruto de la tormentosa imaginación de Lewis Carroll, es un escurridizo animal inimaginable, cuyo nombre es mitad serpiente y mitad tiburón, pero cuyas diversas descripciones no concuerdan con esa etimología; resulta una figura apropiada por su triple condición de huidizo, ambiguo, mitológico. Así, la obra de Espina propone una búsqueda, una persecución, en la que el sentido no es siempre la presa y el cazador es, a menudo, cazado.

Esta compilación toma textos de apenas tres de los poemarios ya editados de Espina, a los que agrega dos nuevos y una entrevista (realizada por Romina Freschi y que debe considerarse más parte de la obra que de la crítica sobre ésta). Abre con una selección de Valores personales, de 1982; cargado de referencias culturales que van desde Tristan Tzara a Greta Garbo, pasando por Marilyn Monroe y el Marqués de Sade, ese libro comienza, en los primeros poemas aquí recogidos, con dos figuras: Francisco Pizarro de un lado y don Luis de Góngora del otro. Como si estableciera las coordenadas, Valores personales sitúa en un contexto histórico y en un contexto cultural la poesía que vendrá. La estética barroca se pone entonces como punto de partida en esa doble condición del conquistador y del poeta -uno desde España y el otro trayendo en un barco la peste, la cruz y los libros-; la condición para un continente cuyo descubrimiento puso en crisis las bases de la tradición occidental. Están, entonces, aún no nombrados pero ya pulsantes, los nombres de Juana Inés de la Cruz y de Carlos de Sigüenza y Góngora, pero también los de Rubén Darío y Julio Herrera y, luego, los de José Lezama Lima, Roberto Echavarren y Néstor Perlongher con su neobarroso. Allí donde el Renacimiento se quiebra (en crisis religiosa que deviene crisis artística) y cuando la razón se fragmenta, nacen, como de la concha de la Venus de Botticelli, el barroco primero y después el rococó, esa “fiesta pagana de las formas” (dice Espina). Y allí donde comienza a deshilvanarse el proyecto moderno y positivo, nace, como en el imposible alumbramiento del huevo frito, el barrococó, nombre con el que Espina identifica su creación poética, aunando el barroco, el rococó y el sonido distorsionado del rock y del bar.

Las siguientes dos obras recogidas en la antología son La caza nupcial, de 1992, y El cutis patrio, de 2006. En busca de una clave poética, se puede seguir, por comenzar por algún sitio, el curso de una metáfora en nuestro idioma. WB Yeats ha escrito algo que en español suena más o menos así: “Pero el Amor ha levantado su casa en / el lugar del excremento” (Crazy Jane Talks with the Bishop). Juan Ramón Jiménez recoge ese verso en su poderoso poema “Espacio”, y Leopoldo María Panero retoma la doble cita en su “Homenaje a Catulo”. Este breve viaje encuentra justificación en La caza nupcial, obra de cargado lenguaje sexual, donde las primeras aproximaciones a Sade se verifican en un despliegue portentoso de arte amatoria, con deliberada obscenidad léxica. En un quebrado estilo que prefiere la aliteración a la rima (extendido por toda la obra de Espina) y que niega o dobla las palabras en sus formas, aproximándolas más por su significante que por sus “significados”, los poemas (de arte mayor en general, y verso blanco) cantan más que en cualquier otro de los libros que componen La imaginación invisible. A menudo, el sentido, esquivo, se pierde en un verso de sonoridad impactante que pide una lectura en voz alta, que exige ser dicho, nombrado. Corresponden al modo en que Ezra Pound, escritor del siglo según MG Burello y principal influencia renovadora en nuestras letras, llamó melopeya, es decir, la clase de poesía en la que la música prima sobre las ideas y las imágenes.

Si con La caza nupcial Espina investiga el lugar del amor y del sexo entre Orfeo y Onán, en un contexto plagado de humor (signo de toda su poesía) y en el marco de una tradición por demás púdica, El cutis patrio supone la creación literaria del país, desde un exilio que es un mirar frío y contemplativo pero empapado en un léxico acriollado, y que se detiene a cada momento a buscar la palabra justa, tanto por su definición como por su sonido, con una fascinación por los nombres que da origen a divagaciones y cavilaciones poéticas, buscando tras el ombú y la yarará (pero también tras el hibiscus y el cuis). Esa búsqueda no cancela otras ni termina, es creación sin fin de sentido de nación, de ahondamiento “más allá de la epidermis”. Si la obra nace de la idea de vivir al margen de la patria, o de vivir en su superficie, su realización perfora esa máscara o cara hacia la identidad evasiva y, a la vez, es un proceso de ocultamiento, de decoración en el ornamento. Los procesos que nombran y crean a una vez constituyen, entonces, todo el destino de estos versos, nacidos en un repliegue continuo del idioma que se quiere autónomo y se busca total.

“difícil cantar todo”

Como ha dicho Eduardo Milán, “La poesía de Espina constituye un tour de force para escapar a una retórica poética que ya aparece como gastada: la vertiente que busca en el signo desnudo una descarga de sentidos. El sentido en Espina se dispara en distintos haces de sentidos y, del mismo modo, escapa de la univocidad del decir”. Siguiendo esta atinada lectura, los dos libros inéditos merecen especial atención. Si, según Borges (y no hay que creerle del todo en este caso), el barroco es “aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades”, Mañana la mente puede constituye el barroco del barrococó. Es la saturación y superación de un estilo y su arte poética. Si los primeros tres libros de los que se ocupa esta antología introducen un estilo y muestran dos de sus caras (el amor, la patria), el cuarto es la explosión de ese modo poético y su manual. Espina intercala en la cadencia musical de los versos exclamaciones que fraccionan los ritmos y despiertan del encantamiento, alejando la ilusión de la mímesis (provocada por la música que hacen las palabras). Los temas se reiteran (la creación literaria del país por un lado, la búsqueda del amor por otro) en pequeñas historias como fragmentos de imágenes, como paisajes vistos al vuelo. El poema, entonces, habla por sí mismo, como si se escribiera ante nosotros mediante una sintaxis que fragmenta y da la impresión de unir, de dar sentido mientras dispersa y multiplica, mientras se nos escapa.

Siguiendo en esa línea, si Mañana la mente puede es la superación de un molde (un molde que Espina se ha encargado de romper, una vez gastado), Todo lo que ha sido para siempre una sola vez es la apertura hacia nuevos horizontes poéticos, desde el fin, un libro escrito “a partir de la muerte del padre y de la madre” (como reza el subtítulo). Los versos aparecen curiosamente dispares, se agrupan en pocas palabras, enumeran, se buscan y se van creando (eligen, seleccionan modos del decir) ante nosotros, como para cubrir un silencio que es continuación inexorable del fin.

Un horror vacui dirige este libro. Es, sin embargo, un vacío que se teme y se respeta a la vez, que se va llenando de a poco, tímidamente. No hay la verborragia que es constitutiva de la poesía de Espina, sino una aproximación lenta, una exploración sosegada. Los títulos de los poemas, que siempre son dos (uno “oficial” en negrita y otro en itálica, optativo y entre paréntesis) y constituyen una marca de estilo, explican y postulan la doble faz de estos poemas. Casi con pudor, dice Espina: “El silencio se asoma a / imaginar los mensajes / dejados por el camino. / Hasta que ya no puede, / y le dice a las palabras: / ‘Llévenme con ustedes’”. Habla de la creación poética, del acto creador y también del hombre que vuelve a la vida, al lenguaje. Lo patético, entonces, es sólo concebido como pie para arribar a la escritura. El sufrimiento es sólo el motivo que ilumina las palabras, pero, como ha dicho Amir Hamed, “cuando llegamos a leer, el deseo y el sentimiento ya han pasado”.

Sin embargo, una vez que hemos surcado el libro de punta a punta y tenemos ya, victoriosos, el snark bien asido en la mano, una voz dice, como al final del poema de Carroll, despertándonos a nuestra desesperación: “el snark no era un snark, sino un boojum”. Y la caza se nos revela infinita.