Perucho salta; es el juglar del que hablan los críticos franceses. En el vacío, su cuerpo de atleta esquiva el del rival con una contorsión inverosímil, que parece dolorosa, echando a un lado las caderas, el pecho fuerte para dejar al back detrás suyo, vencido. Sus piernazas se van clavando en un nuevo espacio libre, al término del cual está solo el arquero, que se agita saltando, de una punta a la otra del gol, para desconcertar al que avanza; se agacha, se levanta, hace después como si fuera a su encuentro. Perucho no lo ve… parece que no lo ve; se ensancha su pecho al respirar una bocanada de aire azul. Ya está a treinta metros del arco… ahora a quince. No podemos gritar; quisiéramos tener cien ojos, que estos dos no satisfacen la necesidad de ver. Ha dado dos pasos más y la pierna izquierda castiga la pelota. ¡Chas! Yo he creído percibir el choque. Una sombra redonda y borrosa se agita violentamente dentro de la red, como si quisiera desprender la de de los ganchos que la sujetan al suelo […]”.

Nunca vi, nunca vimos jugar a Perucho Petrone, pero a mí y a miles de nosotros las imágenes construidas por la épica sintaxis de Lorenzo Batlle, el cronista enviado por El Día a Colombes en 1924, nos dan la idea que ni perfectas tomas transferidas en HD nos podrían brindar de lo que fue Pedro Petrone en los campos de juego.

A Luis sí lo vi, lo veo, a esta altura casi que lo sueño. Siempre hay en su rostro un rictus de seriedad, como si sus músculos faciales estuvieran rigurosamente estirados por la mochila de la extrema y exagerada responsabilidad que carga vaya a saber desde cuándo, pero intuyo que debe ser un peso que incorporó ya desde su niñez. Desde hace años la gente sabe, sabemos, que él está ahí, no importa rodeado de quién, ni con qué colores, pero él está, serio y con cara de esfuerzo, de éste es asunto mío, de tengo que poder. Desde hace años, desde las puteadas hasta el éxtasis, todos confiamos en que ese rostro desencajadamente serio, con base de esfuerzo y protector del fracaso, mutará sí o sí en oasis de amplias, las más amplias sonrisas que suceden al gol, a la realidad, al triunfo. Quién pudiera tener la artesanal y candente concatenación de vocablos y onomatopeyas de Lorenzo Batlle para hacer perdurar imperecederamente en 3D el juego del Lucho Suárez en cualquier cancha del mundo.

Lo sabemos nosotros, lo saben los holandeses, lo saben los ingleses, lo saben los catalanes: ahí está él.

Ya arrancó con gruesas zancadas, ya sus caderas anchas y prodigiosas, como de madre a la hora del alumbramiento, han abierto una y otra vez el espacio para parir el gol, para darle vida a la victoria. Su cuerpo está preparado, su mente activa el instinto que le ha dado la naturaleza, la obligación que le ha generado la vida. Con paciente ansiedad espera el momento justo. La pelota va por fin hacia él, él sin fin va a la pelota y chas, el derechazo seco, imponente, va al fondo de las redes. ¡Chas! Yo he creído percibir el choque. Una sombra redonda y borrosa se agita violentamente dentro de la red.

Aquí y ahora, allá y ayer, Luis es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol, con caras serias, sonrisas, responsabilidades, éxitos, fracasos y sublimaciones.

Yo te vi, Luis.