La tormenta intensa que cae sobre la zona de la Base Científica Antártica Artigas -entre ocho y 12 centímetros de nieve- complica la llamada desde Montevideo y congela a los 20 estudiantes y ocho docentes que llegaron el domingo 17. Juan Cristina, decano de la Facultad de Ciencias, cuenta entre interferencias telefónicas que es la primera vez en sus cuatro visitas al continente helado que ve algo así: la vista por las ventanas de la base llega a apenas 30 metros, la sensación térmica de 17ºC bajo cero se vuelve cruda y en la costa aparecen los témpanos más grandes que el biólogo pudo contemplar, en lo que llaman Rambla de los Orientales. Están a 3.012 kilómetros de Uruguay, en un módulo pintado con las franjas azules de la bandera y también un sol que ayer no se veía en el cielo, a pesar de que los días duran un promedio de 20 horas. En el comedor circulaban pizzas; parte del menú está a cargo de cocineros de la Fuerza Aérea e incluye también pollo, hamburguesas, pasta, guiso, sopa. Comidas con muchas calorías para que el cuerpo pueda resistir diez días de trabajo intenso en uno de los puntos más fríos del planeta, una extensión de 14.000.000 de kilómetros cuadrados cubierta de hielo en un 98%.

“La Antártida te sigue sorprendiendo”, cuenta el decano de Facultad de Ciencias: “Es como ir a otro mundo. Cuando estás acá y empezás a trabajar te da una sensación muy especial de paz, de tranquilidad. Empezás a encontrar distintos tonos de azul en los hielos”. Para Antonella Barletta, estudiante de Ciencias Biológicas que viajaba por primera vez a los cursos de la EVIIA, llegar fue un “impacto emocional, como un shock”, en especial por el desajuste del reloj biológico. “Es un poco loco, porque hay veces que te despertás a las 5.00 y salió el sol, y hay veces que son las 23.00 y el día no se enteró. Son jornadas muy intensas, a veces de 12 horas de corrido, pero hay que aprovechar para estudiar y conocer un ambiente de condiciones extremas. Hay días en los que no dormís”, cuenta entusiasmada. Dice que es difícil plasmar en palabras el impacto de los paisajes, y que a las cámaras también les cuesta: “Ves un montón de colores; hay gente que viene con buenos equipos de fotos, pero los diferentes tonos no se reflejan”.

“Estás en contacto real y cercano con la naturaleza”, dice el decano. A la vuelta de la base hay focas, elefantes marinos, gaviotas y pingüinos, pero, como en los zoológicos, está prohibido alimentarlos: el protocolo de protección medioambiental que se aprobó en 1991 prohíbe también fotografiarlos en casos de que pueda afectar su comportamiento, tocarlos, producir ruidos fuertes cerca de ellos y, por supuesto, comerlos. Antes de viajar, los estudiantes, militares y docentes se aprenden las reglas. Juan Cristina explica que es importante, porque el equilibrio del ecosistema antártico es muy delicado: “En estas latitudes la presencia humana genera estrés en los animales”, dice, y por eso es necesario estudiar a los animales de lejos. Por ejemplo, se toman muestras de materia fecal de los pingüinos para estudiar la presencia de virus, influenza y otras enfermedades, y buscar la forma de combatirlas. Pero el foco de la atención de la EVIIA está puesto también en criaturas que escapan a la vista humana.

Cuenta regresiva

El decano está conforme: la delegación logró cumplir con todos sus objetivos, algo que las irregularidades del clima antártico no siempre permiten. Ayer estuvieron por el Pasaje de Drake, una de las extensiones de agua más tormentosas del lugar. Montaron cuatro laboratorios simultáneos para tomar muestras de suelo, de materia vegetal y de microorganismos.

Uno de los trabajos más importantes, que le generan particular interés al decano Juan Cristina y a Susana Castro, una de sus colegas, es el de aislar un tipo de bacteria que puede sintetizar enzimas a temperaturas muy bajas. “Queremos conocer cuáles son las vías metabólicas de estos microorganismos para que hayan logrado generar reacciones a temperaturas que el resto no realiza”. El estudio de las cianobacterias y sus enzimas podría tener aplicaciones industriales, cuenta Cristina: “Sorprende la abundancia de especies microscópicas que hay. La Antártida tiene más vida de lo que la gente cree. Nos interesan también los invertebrados polares, unos pequeños animales que permiten analizar la capacidad del ecosistema, ya que son producto de un proceso de selección natural muy extendido en el tiempo”.

El trabajo del primer día, el lunes 18, fue instalar microscopios y lupas y crear cultivos artificiales de microorganismos. Era una tarde de sol y sin viento, así que hicieron una recorrida de reconocimiento de cuatro horas. Recolectaron muestras de agua, sedimento vegetal y hielo. El estudio de la materia inorgánica también es relevante. “Los glaciares son un registro de lo que pasó en la Tierra a lo largo de millones de años. Es como cuando metés un tubo en la tierra y sacás muestras de los distintos estratos. En la Antártida tenés la historia climática del planeta. Es como leer un libro”, explica el decano, al que el tema también le preocupa: el estudio de los glaciares y su derretimiento a lo largo de los siglos permite hacer prospecciones poco alentadoras para el futuro del mundo.

El biólogo dice que en la comunidad científica especializada existe la idea casi unánime de que, como resultado del cambio climático, el océano está creciendo 11 milímetros por año, y se calcula que, si las condiciones no cambian, todo el hielo de la Antártida estaría derretido para el año 2100, cuando los mares crecerían 20 metros de alto, con las consecuencias que podría tener para las ciudades costeras y los problemas que puede acarrear que toda el agua dulce del planeta se mezcle con el agua salada. “Nuestros nietos se van a encontrar con un clima muy distinto al que había cuando éramos niños”, dice Cristina. El estudio de las aguas antárticas permite también medir la presencia creciente de dióxido de carbono, que está en aumento y que vuelve las masas acuáticas cada vez más ácidas, lo que puede impactar en la vida marina y, por ende, en actividades productivas como la pesca.

Conócete a ti mismo

Las visitas de la EVIIA a la Antártida son también una oportunidad para estudiar los ritmos circadianos, o sea, cómo los cambios en la luz diaria y el ritmo de vida afectan a los humanos. Unos equipos similares a los relojes de pulsera, llamados “actímetros”, miden la intensidad de la luz, la temperatura ambiente y la actividad del cuerpo para estudiar la fisiología y psicología de los ciclos de sueño y vigilia alterados, la capacidad de adaptarse a latitudes distintas del mundo y la desregulación del reloj biológico, que contribuirían a conocer mejor patologías como la depresión y el insomnio, y la relación entre el sueño y el rendimiento intelectual.

También por el lado de la psicología, formar un grupo en un lugar tan frío y aislado es todo un tema. Se generan ambientes de camaradería, dice el decano: fuera del trabajo de laboratorio, los estudiantes tienen que lavar los platos, limpiar los baños, barrer. “Por ahí son otros estudiantes que te cruzás todo el tiempo en el pasillo de la facultad, y ahora pasás diez días en la base”, cuenta Antonella, y admite que la experiencia también tiene sus matices: “No es fácil meter a 20 gurises y llevarlos al fin del mundo”.