Empresa fundida, saqueo, corrupción, gritan algunos. Pésimas inversiones, ineptitud, negligencia, se ufanan otros. A pesar de la proliferación de francotiradores y sicarios simbólicos, se olvida que fue la propia bancada de senadores del Frente Amplio la que habilitó la comisión investigadora de ANCAP para esclarecer cualquier sospecha de ilegalidad. Aun así, el debate sobre la empresa es un puñal para la conciencia de los frenteamplistas.

Si bien muchos se empeñan en embarrar la cancha con cuentas de bolichero, comprender el déficit de ANCAP es una tarea compleja. Se ha llegado a esta situación luego de algunos años de tensión entre la necesidad de expandir la inversión para evitar el rezago de la empresa y el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos. También han incidido los costos impositivos, salariales y de distribución. Sin embargo, las dificultades para orquestar convergencia, articulaciones y liderazgos de control han estado en la base del problema.

En este escenario entreverado, debemos hacernos preguntas decisivas. ¿Acaso ANCAP es hoy la misma empresa devastada de hace más de diez años? ¿Este país no ha tenido un cambio estructural de su matriz energética, y ANCAP no ha jugado allí un rol relevante? ¿Era sostenible la empresa sin las inversiones que se realizaron durante las gestiones del Frente Amplio? ¿Qué autoridad moral tienen los partidos tradicionales, directos responsables de la peor catástrofe social y económica en el país, para escandalizarse hoy?

Estas preguntas nos remiten a discusiones de más enjundia: hay que consolidar el papel estratégico de las empresas públicas dentro de un plan de desarrollo y apostar fuerte a recuperar la dañada confianza de la gente en ellas. Cuesta aceptar que, después de una década de gobiernos de izquierda, no se haya priorizado una agenda de debates sobre los contenidos del desarrollo y que hoy estemos interpelados por la salud de las empresas públicas luego de una recuperación impresionante.

Otros puntos de la discusión merecen una atención especial. Circula alguna evidencia que puede, en algún sentido, dar credibilidad a los juicios sobre inversiones mal realizadas, gestión ineficiente y gastos menores abusivos (o, al menos, innecesarios). Más allá de la suerte definitiva de estos juicios -que exigirán contraargumentos y evidencias-, tenemos que poner el foco en las deficiencias institucionales que pautan las acciones cotidianas del Estado, reproducen las desigualdades y operan como obstáculo para las transformaciones organizativas. No hay que olvidar que las visiones catastrofistas y los embates privatizadores prevalecen gracias a esas deficiencias y que las referencias eficientistas del mercado prosperan como hongos ante cada noticia concreta sobre inversiones, gerenciamientos y balances. Tenemos que hacer esfuerzos para no reducir el debate sobre ANCAP a una lógica cerradamente contable, pero eso no habilita a justificar con el solo argumento de la confianza lo que nos cuesta demostrar con argumentos incrontroversiales. Las luchas contra el neoliberalismo también se libran en microescenarios de gestión alternativa.

Tan inquietante como el problema en sí mismo resulta su tramitación política. Estamos en un brete y en una lucha fratricida inaceptable. Va de suyo que una parte del bloque político-mediático hace y hará caudal de todo esto. Sin embargo, nuestras quejas constantes de nada servirán para echar algo de luz sobre cómo se llegó a esta coyuntura.

La lógica de los bloques se refleja en la construcción de repartos de áreas estratégicas del Estado. Los líderes se transforman en administradores del poder conquistado. Se instaura la lógica de “ellos y nosotros”, “los serios y los irresponsables”, “los conservadores y los revolucionarios”, “los que saben hacer las cosas y los improvisados”. En definitiva, el espíritu de fracción anquilosa el proyecto colectivo. Es muy cierto que la colaboración es más habitual que el conflicto, pero, en rigor, predomina una zona de latencias que habilita las descoordinaciones, la tolerancia al clientelismo y a las prácticas abusivas (¿cuánto tardó el Frente Amplio en reconocer las torturas en el Sirpa?), la ausencia de conciencia crítica (que no se interprete como traición), la obturación de debates estratégicos y de los espacios de síntesis. Más que las responsabilidades individuales -que obviamente gravitan-, la verdadera razón de los problemas reside en una lógica arraigada de construcción política. Tal vez, algunos años atrás esa misma lógica haya operado positivamente. Hoy, por el contrario, es un obstáculo de primera magnitud.

Tendemos a barrer los problemas debajo de la alfombra, recelamos de los argumentos críticos, consagramos liderazgos en base a la visibilidad que otorga la gestión en organismos poderosos (y que mueven millones). Y, lo peor de todo, lanzamos críticas feroces con verdades a medias. Pedir perdón en nombre de todos sólo para magnificar los errores ajenos es una forma de cinismo intolerable que no puede ocultar la bajeza de los objetivos. ¿Nuestros viejos líderes serán conscientes de esta encrucijada? ¿No estarán acaso en las puertas de su fracaso postrero?

El problema de ANCAP golpea donde más duele. La gente hace saber su enojo, su decepción y, sobre todo, su desconcierto. Nos reclama por la magnitud del daño, nos interpela por la confianza rota, nos reprende por los enconos fratricidas. Hay algo en todo esto que no tiene vuelta atrás, o que podrá comenzar a revertirse según nos paremos frente al problema.

¿Qué hacer? Compensar, capitalizar y relanzar ANCAP, lo primero. Armarse de paciencia y humildad para enfrentar el juicio de la gente, lo segundo. Habrá que navegar por aguas turbulentas el tiempo que sea necesario, argumentando y poniendo las evidencias sobre la mesa, pero, en cualquier caso, sin apartarse de los objetivos de desarrollo y bien atentos frente a las estrategias de privatización y desconfianza.

Sea lo que fuere, también se imponen otras tareas de fondo: romper los equilibrios de fracciones, colocar más ideas para la renovación orgánica del Frente Amplio que nombres para su presidencia, controlar y alertar con espíritu de lealtad, asumir nuevos conflictos que movilicen y cohesionen, debatir ideas y trabajar las diferencias, y promover nuevas dinámicas de construcción política. Para eso se necesitan liderazgos lúcidos, valientes y desprendidos.

Hay mil maneras de ser derrotados, y vaya que la izquierda sabe de derrotas. Pero no podemos admitir aquella forma más ominosa, la que se fragua en manos de la antipolítica. Si las sospechas de corrupción se impregnan en las conciencias, si la gente comienza a creer que son todos iguales, si la desmemoria altera los datos más básicos de la realidad, si se instala la idea de la gestión como sinónimo exclusivo de la acción política, si celebramos la ignorancia como equivalente del desinterés, si les damos motivos a los resentidos, que sólo esperan un traspié para canalizar sus odios, si ocurriera todo eso, la agonía del relato sobrevendría, y los cálculos de gabinete, la pura maniobra táctica y los perdones oportunistas de nada nos servirían.

Debemos reaccionar, y a fondo. Alcanza con lanzar una mirada al preocupante panorama de nuestra región para entender que el proyecto colectivo debe recuperar impulso y seguir su marcha.