En La gran apuesta hay dos citas fundamentales para entender el espíritu -o, ya que estamos por adentrarnos al universo de la economía, la mano invisible- que mueve toda su maquinaria. La primera, con la que abre el film, corre por cuenta de Mark Twain: “No es lo que no sabés lo que te mete en problemas. Es lo que estabas seguro de que sabías y no era así”; la segunda se encuentra desperdigada entre varias otras citas que pueblan la mitad de la obra y ni siquiera tiene un autor específicamente citado: “La verdad es como la poesía. Y la mayoría de la gente odia la poesía”. Las dos tienen una implicancia directa con el saber, y con que en la dificultad de acceso a la verdad influyen también la confianza ciega en una premisa que uno maneja o la simple voluntad de apartarse de ella lo más lejos posible.

Las dos citas, por su parte, no sólo hablan de las bases que fueron sedimentando -o más bien, vaciando el subsuelo- para que el estallido de la burbuja inmobiliaria hiciera que se desplomara la Bolsa en 2008, sino también de los motivos subyacentes a la hora de hacer una película como La gran apuesta. Esta verdad que la gente odia como a la misma poesía tiene un parangón directo con el tipo de película que el público está dispuesto a ver. Justamente, la gran apuesta de La gran apuesta (valga la redundancia) sería cómo hacer una película entretenida, accesible y seductora sin bajar demasiado la vara de complejidad a la hora de desenmarañar la complicada terminología que explica la burbuja inmobiliaria.

En la línea de films explicativos del fenómeno, el documental Inside Job (Charles Ferguson, 2010) demostró ser tan profundo como contundente en sus investigaciones y alegatos, pero requería cierto nivel de conocimientos, y aun así el material a veces parecía un ladrillo. La gran apuesta maneja un marco teórico similar al de Inside Job (en varios sentidos más diluido), pero apunta a lo que justamente quedaba un poco fuera en el documental de Ferguson, ensanchando el radio del lazo corredizo y, fundamentalmente, generando una contraépica, un material que no sólo nos explique qué sucedió, sino que logre hacernos enojar por lo que sucedió. Siguiendo la metáfora anteriormente citada, La gran apuesta es a la verdad de la crisis de 2008 lo que un estribillo de punk es al anarquismo.

Aquellos lejanos 2000

Para tal efecto, Adam McKay apela a su nombre en Hollywood (detrás de la escritura de comedias ya prácticamente de culto como Anchorman), así como a su brillante trabajo detrás del canal Funny or Die. La gran apuesta, tal como sus anteriores trabajos, es un producto de humor al palo, que ahonda en el cinismo y que en algún sentido parece una relectura del documental de Ferguson desde lo explosivo de El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013). La película de Scorsese funcionaba en la exposición de todos los excesos, pero pese a articularse subterráneamente con las narrativas del cine poscrisis, seguía pareciendo algo lejano, propio de los años 80. La gran apuesta se lanza a algo más jugado: retratar ese mundo de excesos sin la distancia suficiente de lo acontecido como para que la época alcance demasiada densidad. Es decir, hablar sobre las locuras y hedonismo de la primera década del milenio cuando el cuerpo aún no está lo suficientemente descompuesto para hacer la reducción. Sobre estos retratos de época siempre recae la paradoja del paracaidista: el salto más peligroso siempre es el más corto.

McKay no debía citar una época, sino más bien reconstruirla, con la arcilla aún demasiado blanda. Para ello, apela a un recurso en apariencia sencillo -o que en una lectura superficial parecería perderse en la vertiginosidad de la narración- pero que es complejísimo en ciertos aspectos semióticos. Lo que vemos en una primera instancia es el gusto por intercalar lo filmado con anfetamínicos cortes de comerciales, videoclips, informativos y videos de Youtube de esa época. Más allá de lograr un golpe de efecto inmediato, a partir de estas imágenes McKay maneja de forma interesante el juego de escalas entre la macroeconomía y la vida de la gente común. El momento más excelso de este juego imagen/montaje/contenido es cuando Michael Burry (Christian Bale) revisa uno por uno los ítems del paquete de las CDO (sigla de Obligación Colateralizada por Deuda, que en la burbuja inmobiliaria concentraba, de forma camaleónica, hipotecas y deudas imposibles de ser pagadas, pero igualmente cotizadas en alto grado) y se da cuenta de que, pese a estar calificado como AAA (la mejor calificación posible), los paquetes estaban formados por un montón de gente que venía largo tiempo sin pagar. A la hora de filmar tal epifanía, McKay logra aunar genialmente tres elementos: por un lado, la información y números, que parecen sucederse en interminables filas; por otro, la imagen alterada por el ojo de vidrio de Burry; finalmente -como el punto más interesante- un montaje epiléptico en paralelo a los números con fotos de estadounidenses en su vida diaria, muchos de ellos en el borde de la pobreza, que logran dar rostro a estos deudores, como a futuras bajas de una guerra. Un recurso inteligentísimo y fino, en un film que parece agarrar cada una de las curvas con el cambio en quinta.

Sin embargo, en esta referencia al retrato de una época hay algo más imperceptible pero que ahonda en estos descubrimientos. En varias ocasiones, el heterodoxo criterio de edición permite al director congelar la imagen y hacer una especie de zoom hasta dar con la granulación de una fotografía analógica. El recurso a veces recae sobre sus protagonistas, pero muchísimas veces toca a transeúntes, gente que no tiene nada que ver con la escena, pero que en su congelamiento de golpe se convierte en un documento de la época. En este recurso, McKay parecería no sólo apelar a imágenes documentales, sino a crearlas él mismo. En el fondo, lo que se juega en La gran apuesta es algo similar a lo que recorre la discusión sobre la capacidad de generar en el cine imágenes sobre las grandes tragedias.

En esta dinámica, algo interesante de la película es el hecho de que pese a estar centrada en un puñado de corredores y analistas que supieron anticiparse a la debacle para enriquecerse, el film siempre se queda dentro de lo que fue la burbuja inmobiliaria y no se extiende a la crisis financiera en general, es decir, se posa sobre los daños colaterales que específicamente golpearon a la gente y no sobre los hombres de negocios detrás del asunto.

¿Me estás hablando a mí?

Hasta acá todo lo dicho parece serio y grave, pero lo que hace a La gran apuesta justamente grande es el descaro y el uso de la comedia para temas tan jodidos. El descaro se pone en juego en la autoconciencia del film, que ya desde el vamos, con la rotura de la cuarta pared a cargo de Ryan Gosling, siempre parece dirigirse a nosotros, jugando con lo que podríamos esperar de una película como ésta. Un ejemplo de eso es el descubrimiento por parte de dos jóvenes corredores independientes de los análisis previos al colapso, que el film se encarga de hacer suceder de forma azarosa (los pibes se encuentran una carpeta luego de una fallida reunión de negocios); en ese momento se rompe la cuarta pared y se explica que eso no sucedió así, sino de forma mucho más anodina.

Sin embargo, los momentos más interesantes en los que el film directamente conversa con el espectador son las peculiares irrupciones explicativas, en las que de golpe se nos elige a un personaje famoso para que nos explique un concepto complicado. Así, mientras están hablando por primera vez de las CDO, la despampanante Margot Robbie aparece para explicárnoslo mientras toma champán en un baño de espuma, o cuando tratan de explicarnos lo que es una CDO sintética, aparece un economista y experto en ciencias del comportamiento que, junto a Selena Gomez, nos demuestran en una partida de black jack las demenciales implicancias de tal mutación del sistema de hipotecas.

Sin embargo, este comentario metacinematográfico tiene un doble fondo: no son sólo estas irrupciones parte del chiste interno (la estupidez y banalidad es la que nos metió en este agujero, hagamos que la banalidad sea la que nos saque de él), sino que lo son las mismas actuaciones estelares. Cada uno de los integrantes del reparto funciona no sólo como personaje sino como el fichaje de lujo -pronto para seducir al público- que es. En su narración y su descaro, Gosling apela a explotar a la enésima potencia ese rol seductor que le granjeó admiradoras y gente que lo considera un creído; Steve Carrell parece una versión inteligente y quejosa del jefe que interpretó en The Office; y el personaje de Christian Bale está lleno de esos pequeños detalles de actuación que caracterizaron toda su carrera (por ejemplo, para realizar el papel estudió intensamente batería para reproducir el speed metal que tocaba Michael Burry en la vida real).

Por último, cabría decir que el mayor logro de La gran apuesta es hacernos tomar como ficción un film que es esencialmente instructivo, educacional. Si uno repasa el metraje, se da cuenta de que salvo por detalles no hay ninguna profundización en los personajes, y salvo algunos dilemas éticos de encontrar a personas que son críticas del sistema al mismo tiempo que se benefician de sus fallas, realmente nunca nos metemos del todo en este proceso. Lo que sería una falla en cualquier otro film, en La gran apuesta es su gran mérito; McKay y sus personajes se desplazan en la superficie de la trama, y se concentran en lo que importa: explicar (explicar con todas las letras, a veces incluso traicionando la naturalidad del guion) lo que sucedió. Difícil sería quedarse con una idea redonda y completa de las implicancias y responsabilidades de este acontecimiento, pero pocas veces se ha visto un film tan furioso e instructivo a la vez en una producción estadounidense que critica los fundamentos del capitalismo.