El primer registro documentado de Hugh Glass es de 1823, cuando se unió a la expedición del general Ashley y del mayor Henry por el río Missouri, con fines de explotación, comercio de pieles de castor (materia prima fundamental para la confección de sombreros en las ciudades modernas del mundo) y colonización. Tenía unos 40 años y pudo haber nacido en Irlanda o en la comunidad irlandesa de Estados Unidos. Al parecer, el hombre era tremendo contador de historias, así que probablemente mintió y mitificó aspectos de su vida: que había sido marino, que había sido capturado por Jean Lafitte y forzado a sumarse a su banda de piratas, que logró desertar en condiciones sensacionales y fue rescatado por una tribu pawnee que lo adoptó y con la que vivió algunos años. Lo que sí está registrado en forma razonablemente fidedigna es que la misión de montañeses de 1823 sufrió un devastador ataque de indios arikaras. Glass fue uno de los sobrevivientes. Poco después de ello fue atacado por una osa parda que lo destrozó y lo hubiera matado si los compañeros de Glass no hubieran llegado a tiempo para abatir a la fiera. Con una pierna rota y varias partes de la piel laceradas, fue desahuciado por sus colegas. El mayor Henry ofreció una recompensa a dos voluntarios para que se quedaran a su lado hasta que se muriera y que le dieran un entierro digno. Esos dos colegas, Fitzgerald y Bridger, sin embargo, lo abandonaron, llevándose con ellos todo su equipamiento. Pero Glass no se murió, y logró recorrer los 400 kilómetros hasta el fuerte Kiowa (Dakota del Sur) durante seis semanas, con una pequeña ayuda de algunos indios lakotas amigables con los que se encontró por el camino.

La historia siguió, ya que Glass persiguió a Bridger y a Fitzgerald buscando venganza. A Bridger, entonces de 19 años, lo encontró primero y, convencido de que la culpa principal había sido de Fitzgerald, lo perdonó. La persecución de Fitzgerald duró casi un año, e incluyó, entre otras aventuras, una trampa de hostiles indios arikaras que se hicieron pasar por pawnees. Glass se escapó casi por milagro, viéndose otra vez solo y desarmado en un ambiente salvaje. Sobrevivió a dos ataques indígenas más (fueron cuatro en total en aproximadamente un año) hasta que se encontró con Fitzgerald. No, no ocurrió el duelo épico: Fitzgerald ahora era un militar, y las penas eran muy severas para quienes cometieran atentados (justos o no) contra un soldado de la nación. El Ejército arregló las cosas con un generoso resarcimiento de 300 dólares y Fitzgerald devolvió a Glass su preciado rifle.

Estos episodios ya eran toda una leyenda entre los montañeses, narrada con distintos grados de exageración en fogatas diversas, hasta que fue redactada por primera vez en 1825. Pero mientras tanto la historia de Glass siguió, y sus aventuras incluyen un ataque de los indios shoshones y otro recorrido desesperado (esta vuelta fueron más de 1.000 kilómetros con una flecha clavada en el tórax). Finalmente la suerte (si así se le puede llamar) le falló a Glass en 1833, cuando no pudo escaparse de un encuentro con una banda de arikaras, que lo mataron y lo escalparon. Los colegas de Glass encontraron a los arikaras con las pertenencias de Glass (entre ellas su famoso rifle) y los quemaron vivos. Esos colegas, a su vez, poco después fueron capturados por otros arikaras, que, a su vez, los quemaron vivos a ellos. No pude averiguar si la vendetta siguió de alguna manera (digo, más allá de que, en forma diluida, se concretaría en la destrucción de esa etnia, hoy en día reducida a menos de 800 individuos).

El espectáculo brutal

Esta película está basada en una novela que cuenta en forma ficcionalizada algunos de estos hechos históricos. La adaptación cinematográfica de la novela no pretende ser fidedigna, y tanto es así que se describe como “parcialmente basada en”. Hay quien opina que Iñárritu contó esta historia en forma exagerada, inverosímil y sádica. Un poco sí, un poco no. Hay detalles escabrosos que incluso nos ahorró (consta que el Glass histórico usó el recurso de hacer que gusanos le comieran las partes de carne infectada para evitar que las heridas gangrenaran, y eso no aparece en la película). Pero Iñárritu aportó las condiciones climáticas extremas de las montañas heladas en invierno (los hechos históricos ocurrieron a menores altitudes y entre verano y otoño), la consiguiente desesperación por un poco de calor, el hijo asesinado, el amigo generoso que se muere, la caída del abismo y una insinuación pesimista en el final abierto. Quien quiera puede comparar esta película con la versión mucho más hippie y luminosa de la misma historia dirigida por Richard Sarafian en 1971 (El hombre de una tierra salvaje, con Richard Harris y John Huston).

El tono es invariablemente grave (la única risa en dos horas y media de metraje aparece para acentuar una desgracia que ocurre poco después). El enfoque es pesimista y hay una exposición insistente del sufrimiento extremo e irredimible. Éstas son algunas de las maneras en las que la película se iñaturrizó. Porque no fue, en principio, un proyecto personal. Los productores compraron los derechos de una novela que ficcionaliza los hechos históricos y asignaron la dirección a John Hillcoat (de La carretera, 2009); el actor principal sería Christian Bale. Ante las deserciones de ambos, el proyecto fue asignado a Iñárritu, pero demoras en la producción le permitieron, mientras tanto, hacer Birdman. El inesperado éxito en los Oscar de ésta elevó enormemente el prestigio del mexicano y la expectativa sobre su próxima película, lo que permitió incrementar el presupuesto, de los 60 millones de dólares originalmente previstos a uno de blockbuster (135 millones). Los realizadores ya habían partido de premisas de producción complicadas: no usar luz artificial, filmar la historia en secuencia cronológica, usar el mínimo indispensable de efectos de computadora, filmar en locaciones preciosas pero lejanas, incómodas y heladas. A esto, de pronto, pudieron sumar extravagancias varias: producir con explosivos una avalancha para que aparezca, de fondo nomás, en un plano, o filmar varias de las escenas cruciales en planos larguísimos con complejos movimientos de cámara (la escena del ataque de la osa está hecho en sólo dos planos, uno de ellos de casi cinco minutos de largo, de una complejidad y perfección técnica que realmente sacan el aliento). Lo cual, cerrando el ciclo, redundó en la cifra excepcional de 12 nominaciones para los próximos Oscars, en los que corre como favorita.

Algunos de los ingredientes de la adaptación (no sé si serán de Iñárritu o de etapas previas a su entrada en juego) se destinan a enderezar la anécdota hacia el lado del western: un villano más villano, una motivación más dramática para la venganza, algunos episodios más sensacionales, un showdown.

Se da entonces la curiosidad de que los dos originalísimos westerns de la temporada -éste y Los ocho más odiados (Quentin Tarantino, 2015)- transcurren en la nieve, paisaje poco frecuente (la industria cinematográfica se instaló en California justamente para huirle a la nieve y a la lluvia, motivo por el cual el sur terminó siendo mucho más el “oeste” que el norte). Aun más que la de Tarantino, la de Iñárritu es lo que André Bazin llamaba un sur-western (“súper western” en francés), es decir, un western con excepcionales valores de producción y elementos que se salen de los clichés del género para invadir ese espacio supragenérico del “gran cine”. Entonces sí, hay aventura, suspenso, sufrimiento, odio, venganza y escenas de acción. Pero también hay dimensiones más trascendentes o “filosóficas”, que tienen que ver sobre todo con el retrato severo de la naturaleza, de la constante contradicción entre la belleza despampanante de los paisajes y el poder avasallante y peligroso de la naturaleza indiferente al individuo tirado allí. (El tratamiento sonoro, con la respiración de Glass siempre en primerísimo plano, contribuye a esa sensación subjetiva, a ponernos en su piel. Lo mismo pasa con la cámara fluida, que constantemente lo merodea y oscila entre él y lo que él ve.) En la medida en que se pueda verbalizar, ese costado “filosófico” no es nada muy original y puede asimilarse a montones de otras películas -por ejemplo, a Defensa (John Boorman, 1972)-. Pero hay una dimensión no verbalizable, que tiene que ver con el poder particular y excepcional de estas imágenes y de esta situación, y que acá aparece renovado y removedor. La música espléndida de Ryuichi Sakamoto es grave, mucho más vinculada con las implicancias filosóficas que con el ambiente rudo de los montañeses del Missouri.

Hay también un tratamiento relativamente complejo de los nativos: por un lado, parecen una fuerza más de una naturaleza agresiva (el ataque indígena del inicio es quizá el más espeluznante que se haya filmado). Pero son también víctimas, son conocedores del ambiente, son objetos de prejuicio, son nobles figuras crepusculares conscientes de que ya pasó el auge de su cultura. Hubiera sido fácil poner algo como “pawnees buenos, arikaras malos”, correspondiente al “sioux buenos, pawnees malos” de Danza con lobos (Kevin Costner, 1990), pero el tratamiento aquí es menos maniqueo. Quizá para esquivar cualquier connotación de rebelión antisocial punk, los varones pawnees se muestran aquí sin su peinado característico (mal llamado “mohicano”).

El aspecto más pueril de la película son las poco disfrazadas ganas de emular a Terrence Malick, sobre todo el de El árbol de la vida (2011). Claro, ambas películas tienen en común al prodigioso fotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki, así que en parte será suyo el criterio de la luz natural, el gusto por el lente gran angular, los ángulos bajos que hacen que los árboles tiendan a confluir hacia el tope del encuadre, la cámara direccionada hacia el sol tratado con filtro polarizador. Pero están también esos flashbacks oníricos, ambientados con una voz susurrada que funciona casi como música, e imágenes que evocan a la familia perdida, incluido un plano surreal con la esposa de Glass flotando en el aire, todos copiados de El árbol de la vida.

Comparado con la pedantería y pretenciosidad de Birdman, éstos son detalles. Estamos en una época en que hasta las películas de superhéroes y de fantasía se pusieron rimbombantes y graves, así que la cuota kitsch de ese tono “trascendental” es más baja si se aplica a la situación desesperada de un hombre herido y abandonado en la nieve. Es una historia de aventura y supervivencia, las imágenes tienen un poder inaudito, y la realización es todo un prodigio técnico. Y hace mucha diferencia verla en una pantalla grande.