Si en años anteriores una de las temáticas más obsesivamente llevadas a la pantalla fue la de los excesos del capitalismo que llevaron al colapso de la economía estadounidense, luego, como se podía esperar, el rearme del sistema financiero e industrial ha venido acompañado por el soporte de películas centradas en el emprendedurismo y los grandes milagros realizados por pequeñas -o no tanto- personas (¿cuántos documentales y ficciones de Steve Jobs hay hasta la fecha?). Por supuesto, el revisionismo de los años de locura financiera previos a la crisis no es un tema zanjado (La gran apuesta, actualmente en carteleras, es, en cierto modo, una versión explosiva y ficcional de lo tratado en el documental Inside Job), y podría decirse que la temática del self-made man (o woman) es una de las patas más firmes de la mitología nacionalista de Estados Unidos (el conocido “sueño americano”).

Joy abre con “Inspirado por verdaderas historias de mujeres desafiantes. Una en particular”. La persona en particular es Joy Mangano, un ama de casa que logró formar un imperio de productos para el hogar durante los años dorados de aquellos extensísimos infomerciales y otros programas dedicados a ventas de productos que inundaban las pantallas de Estados Unidos (y en mucha menor medida -gracias a Dios- las nuestras). En una primera instancia, habiendo tantas personas de vidas y logros fascinantes, resulta algo extraña la elección de ficcionalizar la peripecia de la creadora del trapeador milagroso y las huggable hangers, un modelo de perchas que ostenta el récord del producto más vendido en la historia de HSN (el principal canal estadounidense de ventas telefónicas por televisión). Tampoco es que se sepa demasiado de la biografía de esa creadora, una mujer conocida por ser selectiva para comentar su historia previa al éxito. Más bien, el principal atractivo de elegir una historia como la de Joy es la posibilidad de recurrir de forma elástica a la vida de un personaje para explotar la imaginería de principios de los años 90, una década de la que recién ahora nos separa un tiempo suficientemente amplio como para reconstruirla desde un tono nostálgico.

Con respecto a este punto, no es casualidad que el film comience con una escena recreada de aquellas telenovelas horrendas que poblaban la pantalla en esa década (algunas, como La belleza y el poder, tienen más de un cuarto de siglo al aire), pero tampoco que sea David O Russell el encargado de llevar esta historia a la pantalla. en Joy, Russell dispensa a los 90 un tratamiento similar al que brindaba a los 70 en Escándalo americano (2013), una película que en su estructura recreaba y mitologizaba el cine, la estética y la iconografía de esa década. El miracle mop creado por Joy no sólo funciona con respecto a esto como el motor de la trama, sino que es el corazón mismo del film, el objeto totémico que sintetiza aquella década y sobre el que recae un aura auténticamente mítica.

Como en aquellos infomerciales de la época, la película funciona, en relación con el cine de Russell, como esas promociones en las que, si se llamaba en el mismo momento en que se está emitiendo el programa, uno se podía llevar un set doble de repuestos, cinco variedades de los cuchillos y un pack de VHS con instructivos sobre cómo utilizar el producto. Es, en definitiva, Russell en gran angular, metiendo toda la carne en el asador, expandiendo su estilo narrativo como quien estira un elástico hasta ver dónde llega.

Entre estas firmas autorales está la disección, siempre tierna y humana, de conflictivas dinámicas de familias disfuncionales, uno de los temas recurrentes que aparecían en la compleja relación obrera e interfilial de El luchador (2010), en El lado luminoso de la vida (2012) y, en menor medida, en el desesperante vínculo de pareja entre Jennifer Lawrence y Christian Bale en Escándalo americano. En particular, en las películas de Russell las familias siempre han aparecido como sistemas abiertos, en constante estado de desajuste y reordenamiento, donde entran y salen personas que tienen voz y voto. En El luchador esto se veía en el mismo barrio del boxeador Micky Ward, mientras que en El lado luminoso de la vida el núcleo se abría a amigos y compañeros de rehabilitación del protagonista junto a fans de un equipo de fútbol americano que seguía su padre. En Joy, las iniciales y melifluas imágenes en súper 8 de la infancia de la protagonista se contrastan con su vida caótica actual, en la que convive bajo el mismo techo con su madre (quien se refugió en su cuarto para dedicarse a ver telenovelas las 24 horas del día), su abuela, sus hijos, su ex esposo (un cantante de salsa que vive en el sótano) y su padre (divorciado de su madre, que constantemente entra y sale de su casa después de reconciliaciones y separaciones con diferentes parejas). En este rocambolesco escenario, la casa en sí se manifiesta como un hogar en constante desbarajuste, un sitio en donde se averían las cañerías y todo parece funcionar mediante emparchados, tal como la vida de la protagonista.

En la filmación de esta locura, Russell saca partido de uno de sus recursos de estilo más reconocibles, los velocísimos movimientos de cámara, casi siempre siguiendo a Joy en un símil de travelling, haciendo aparecer y desaparecer de pantalla a personas que se interponen en su camino. Es, en particular, una forma de filmar en la que la cámara parece orbitar elípticamente alrededor de la trayectoria de la persona a la que sigue, con una velocidad directamente proporcional a la cercanía de ese cuasi objeto celeste. Este recurso ya se venía manejando en El lado luminoso de la vida (donde venía como anillo al dedo a la hora de apretar el acelerador para retratar los brotes de locura del protagonista), mientras que en Escándalo americano el recorrido de la cámara por cuartos de hotel y oficinas policiales tendía a dar forma y volumen a la complicada ingeniería de trampas montadas alrededor de la operación de inteligencia.

Aquí este estilo de movimiento de cámara pasa de usarse para presentar ciertos estados de la protagonista a ser la regla narrativa del film. En algún sentido, por momento parece que bastara con que Jennifer Lawrence pase de un decorado a otro para que atravesemos tiempos y lugares específicos, como en los grandes sets televisivos que rotan según el producto que se venda. Es curioso, pero en esa exacerbación y multiplicidad de personajes intrusivos, por momentos el ritmo empieza a parecerse más al de una película de Paul Thomas Anderson (y especialmente a la última, Vicio propio -2014-) que a la filmografía de Russell.

El problema es que, con el acelerador apretado tan a fondo, Russell se lleva varios conos puestos. La imprevisibilidad del film -tanto en estilo como en trama y narrativa- pasa de ser uno de los elementos más ponderables de Joy a convertirse en una constante que hace difícil delinear un tono. Específicamente, en el último tramo la película pega un súbito volantazo, con una elipsis que se adelanta varios años, cambia completamente de ribete emocional a la protagonista y desarticula lo que -ya difícilmente- se venía construyendo antes. Las referencias evidentes al Rosebud de Ciudadano Kane, encarnado en una granja de papel que la protagonista había construido al comienzo del film, termina dando un tono amargo a la construcción inspiracional y en clave de cuento de hadas de la película, incluso en sus aspectos propiamente satíricos de aquella época.

En esa historia, a caballo entre un retrato familiar y el de una época, entre la protagonista y su invención, y entre la sátira, la comedia y el drama, nos queda la sensación de que Joy quiso ser más película de lo que es, no necesariamente por falta de creatividad, sino por la imprecisión que deriva de poner tantos ingredientes en una salsa. Vemos las luces de algunos fuegos artificiales (el más destacado, sin duda, es la actuación emocionante y perfecta de Jennifer Lawrence), pero es difícil distinguir retazos de cielo entre tanto humo.