Aquel verano venía siendo un martirio para mí. El calor era insoportable y el rancho un cante maloliente. No había forma ya de eludir el olor a ropa sucia, a grasa de pelo y a ceniceros impregnados de antiguas cenizas. Las esquinas de las hojas de diarios y revistas lucían las mutilaciones sucesivas de los achiques que habían parido día tras día. Era extraño verte caminar entre aquel quilombo. Levitabas sobre los envases de cerveza vacíos, que ya despedían olor a fermento, rodeada por un fulgor de ligeros tonos verdes y azules. Ahuyentabas con tus pasos insectos y demás alimañas rastreras, como una divinidad emisora de una luz intolerable para los habitantes de lo oscuro.

Yo era uno de esos seres, pero quizá por virtud de mi masoquismo disfrutaba de esa violación de mi oscuridad, de ser espectador de tus advenimientos como los mortales protagonistas de los relatos bíblicos. Lo anhelaba cada día al despertarme, como un pez abisal adicto a los pequeños brillos que se filtran hasta el fondo desde aguas más cálidas.

Ese día tu aparición fue espectacular, premonitoria. Yo miraba desde adentro el umbral de la puerta del rancho, que estaba abierta para aliviar el sopor, y percibí tu llegada segundos antes por el sutil remolino de hojas que te antecedió. Elegí mirarte desde el sillón a través del vaso de whisky, para matizar el encandilamiento mientras pasabas de largo hasta pararte frente a la pileta. Poco sabía la suciedad del sartén de su inevitable derrota ante tu frescura de ninfa cítrica. La resistencia es fútil, quise decirle. Pero no pude. Lo único en lo que lograba pensar era en qué mente brillante y malévola, qué genio perverso y tibio, qué demonio de la humedad te había confiado el secreto del poder que te confería tener puesto ese bikini amarillo. Cualquier otro color no hubiera logrado jamás ese contraste violento y a la vez amoroso entre tela y piel. El elástico de la parte de abajo se había remangado parcialmente y mordía tu nalga derecha; exhibía una porción generosa de piel más pálida contenida por la línea de bronceado. El contraste funcionaba tan bien ahí en la frontera, destacaba el corte de carne más tierno y jugoso que puede dar el cuerpo humano.

Vos lo sabías, pensé. Que me alimentaba de vos en ese preciso momento, mientras terminabas de secar las gotas de la mesada con la franela. El sartén yacía magro y derrotado en el escurridor. Quizá pensabas que podías salir intacta de aquel lugar, que el camino que te habías abierto abismo adentro iba a permanecer ahí para que volvieras por él. Pero no sabías de mi hambre, y yo tenía demasiada.

No sé qué vino primero, si los truenos o las rachas de viento salitroso. Los postigos de madera reventaron dos veces aleteando al otro lado de la pared y elegiste ignorarlos. Un último golpe sordo contra el muro te sobresaltó, como una alerta final de peligro. Atinaste a darte vuelta y frenaste a medio camino cuando sentiste mi presencia. Yo ya estaba parado atrás tuyo, muy cerca. Una ráfaga de aire tibio con olor a malta y casco de roble resbaló por tu clavícula barranca abajo, erizándolo todo a su paso como una horda invasora. Pude comprobar que el amarillo seguía resistiendo, ahora también al contraste con el tono más oscuro de tu pezón que se insinuaba alerta bajo la tela húmeda. Luego, mi mano sobre tu vientre plano como una lengua paladeando un bocado blando. Bajó despacio hasta tocar el borde del bikini mojado. Vos te debatías en un estado entre la parálisis y un leve temblor de piernas. Tenías miedo. Atinaste a decir “no” y te acallé deslizándome, abajo, adentro. Ya no había contraste, sólo mis dedos, navegando.

Unos días antes me habías dicho que más que las mujeres lo que a mí me gustaba era que las mujeres gustaran de mí, y tenías algo de razón, aunque no toda. No recuerdo bien cuál fue el escenario de tu gran frase, sólo sé que yo tenía una guitarra con la que me sentía invencible y tu cara de jactancia y victoria cuando me largaste la estocada. Como siempre, parecías sobria aunque estabas igual o más borracha que yo, que ya arrastraba ligeramente las letras. Cuando me recuperé del golpe al otro día, mi consuelo era que tu aseveración en el fondo demostraba tu ingenuidad. Nunca la hubieras dicho si supieras cuánto y con qué violencia me gustaban vos y tu poder, que se aparentaban inmunes. Por eso fue tan indispensable tomarte por asalto aquella tarde contra la pileta. Tan necesario empujar y empujar, sin concesiones, cada vez más adentro, ante tu cara de impotencia. Medirme, medirnos, y dejarte bien claro que nadie ni nada te iba a salvar. Tanto placer... tanto dolor. Gritaste al acabar, yo te miré fijo y serio los ocho segundos. Cerraste los ojos y acto seguido me empezaste a mirar con una cara mezcla de espanto y de súplica. Por fin habías entendido. Nadie, nunca, nos iba a salvar.

Joaquín Russo