Las cárceles de nuestra región están llenas de hombres pobres y jóvenes a los que, en su mayoría, se les imputaron delitos contra la propiedad. En general, la desvinculación del sistema educativo es una de las características del trayecto de vida de estas personas.

-Haber tenido una educación entrecortada evidentemente influye en cómo llegan a la universidad; la mayoría no está totalmente preparada para afrontar la carrera como podría esperarse de un estudiante típico de una facultad de humanidades. Hay que trabajar con esas dificultades para poder encontrar, digamos, un funcionamiento que haga que todo el curso crezca y que los desniveles, si existen, se puedan compensar. El problema es que, en general, los pibes como ellos, que están afuera directamente, no llegan a la universidad... Si uno tuviera una universidad realmente abierta e inclusiva, encontrarías problemáticas y dificultades de estudio muy similares. Ahora hay muchos proyectos que van en ese sentido, como el de las universidades del conurbano, con las que compartimos una perspectiva de trabajo, pero todavía falta mucho por hacer.

¿Cómo se compensan esas carencias académicas?

-Las herramientas de enseñanza son las mismas afuera y adentro. Yo aprendí a dar clases adentro y cuando doy clases afuera uso las técnicas que fui desarrollando en ese lugar. Voy buscando el modo de entrar a las problemáticas y discusiones, que no son las mismas de afuera, por el contexto: la institución y las condiciones en las que ellos están, las dificultades que tienen en acceder a tiempos para poder estudiar, etcétera. Yo doy Teoría Literaria, y a veces uso textos escritos en la cárcel para darles clases a ellos mismos, para que, además de aprender teoría, se reconozcan en esas discusiones. [...] En la cárcel aprendí a buscar el interés desde la propia vida; es una estrategia que funcionó muy bien. A veces afuera uno tiene una relación con los estudiantes más distante, digamos. Adentro es distinto, porque la recepción ya es diferente, la apertura al diálogo se da de otra manera. Con los años aprendí a entrar en sintonía con los intereses y preocupaciones de ellos y ellas para dar mis clases.

En 2015 publicaste el texto “La Universidad en la cárcel: teoría, debates, acciones”, en el que planteabas que cualquier propuesta de trabajo debe adecuarse al “terreno dinámico, cambiante y en conflicto permanente” que caracteriza al encierro, “donde cada mínimo avance y posición ganada convive con la amenaza de ser cortado o retroceder”. Decías que la educación es, justamente, lo que les permite “ocupar el lugar que les fue negado”. ¿Cómo se manifiesta esa acción de resistencia?

-Los estudiantes de la cárcel tienen un vínculo más intenso con el saber: aunque en ningún lugar el saber debiera cumplir sólo la función educativa, aquí también se vuelve una herramienta de inclusión personal y grupal. El saber es apropiado y resignificado en términos de construcción colectiva. Esa dinámica no se genera tanto afuera, porque hay más anonimato, y está mal que eso sea así. Adentro, al encontrarse en esas condiciones, con sus vidas atravesadas por tales niveles de violencia, la teoría y la escritura se vuelven una herramienta inclusiva.

La antropóloga Rita Segato dice que la “carencia de palabras”, la pobreza lingüística de las personas presas, es promovida por el sistema penal y penitenciario, cuestión que denomina “pedagogía de la irresponsabilidad”. ¿Cómo se logra la resignificación y reconstrucción de las palabras en la cárcel?

-Uno de los efectos menos visibles de la violencia y la degradación producidas por el encierro se da en el lenguaje: en el cambio en la forma de hablar. El deterioro o afectación de la lengua forma parte de la maquinaria de aislamiento, es el silenciamiento de la voz del preso. No se trata, entonces, de apelar a una lengua pura: la “lengua tumbera” o la del barrio; ni de generar un sustituto mediante el lenguaje jurídico o la lengua de la teoría, que pueden también incurrir en y arrastrar prejuicios, además de marcos y condiciones institucionales vinculadas al disciplinamiento y el control social. Se trata más bien de acentuar las posibilidades abiertas por una lengua común: dar valor a la palabra despreciada, contrarrestar la censura y promover los puntos de encuentro, donde distintas lenguas y culturas (las de la cárcel, las de la calle, las de las artes, las científicas, las académicas) se crucen y pongan en tensión mutuamente, señalando sus propios límites y construyendo, en conjunto, discursos, posiciones y marcos alternativos sobre el revés de la trama legal que pretende contenerlos.

Esa tensión, ese conflicto, ¿también surgen respecto de la propia construcción identitaria?

-La profundización de discusiones teóricas y críticas va abriendo el panorama de identificación, y ellos pueden irse apropiando de una figura y construir una subjetividad distinta a la que les proponen la institución o la sociedad: discursos de negación, de privación, construcciones estereotipadas. Se empiezan a identificar como estudiantes, militantes de una causa que puede ser desde defender el espacio universitario a causas políticas más amplias, e incluso transformarse en un compromiso partidario.

En ese marco, ¿qué rumbo deberían seguir las instituciones y las organizaciones sociales?

-En cualquier reforma es fundamental que intervengan las personas que están privadas de libertad. Son las únicas que tienen la experiencia, que tienen el saber interno como para poder sugerir cambios. La participación de las organizaciones de la sociedad civil también es importante, y la de las universidades. En este momento en particular, la cárcel está en agenda y se están proponiendo o implementando reformas legislativas y de políticas. Por el tipo de orientación del gobierno actual, no creo que eso sea favorable... Muy por el contrario; estamos viendo, por un lado, una especie de gesto de convocar a las organizaciones, sin abrir un espacio real de participación, y, por otro, una intensificación de la violencia, los abusos y la discrecionalidad de las fuerzas penitenciarias.

En números

En la memoria 2003-2015 de la Modalidad Educación en Contextos de Encierro del Ministerio de Educación argentino hay 12 centros educativos de nivel superior y 15 universidades con ofertas de grado y de talleres de extensión en las cárceles provinciales y federales; una de ellas es la Universidad de Buenos Aires (UBA), por medio del Programa UBA XXII. De las 65.000 personas privadas de libertad, menos de 5.000 están vinculadas a estas instituciones -un poco más de 15.000 están cursando secundaria, y menos de 15.000, primaria-. En el caso específico del Complejo Penitenciario Federal de la CABA, donde está el CUD, están encerradas unas 1.500 personas; la mitad está vinculada al CUD. En Uruguay, la Universidad de la República y el Instituto Nacional de Rehabilitación firmaron en agosto de este año el primer convenio marco para fomentar el acceso a la formación universitaria; actualmente, sólo cuatro personas privadas de libertad -de las 10.300 que hay- salen de la cárcel a estudiar.