En Argentina, desde 2006, alrededor de un millar y medio de oficiales de las Fuerzas Armadas (FFAA) implicados en violaciones a los derechos humanos están haciendo frente a sus responsabilidades penales ante los estrados federales. Sin duda, la pena de prisión efectiva y el procesamiento a oficiales retirados se lleva a cabo en un clima castrense distinto de aquel que desató la primera rebelión carapintada, en abril de 1987. A diferencia de aquellos años, hoy asistimos a un distanciamiento intergeneracional entre los oficiales más jóvenes y los que son condenados y procesados por delitos de lesa humanidad. Este hecho se expresa en que los oficiales en actividad no hayan puesto en juego sus carreras profesionales ni hayan vehiculizado ningún tipo de reclamo corporativo para impedir que sus camaradas sean objeto de persecución penal.

En los últimos años, la reacción más comprometida entre quienes han buscado defender a los militares acusados por delitos de lesa humanidad fue la de un nuevo actor de la memoria, que levanta la consigna “Memoria completa”, conformado por civiles y oficiales retirados que han encontrado en el diario La Nación su principal tribuna de expresión y han ganado la calle como lugar de visibilización de sus demandas.

Ahora bien, ¿cómo se explica este distanciamiento entre oficiales en actividad y oficiales procesados y condenados? ¿Por qué estas demandas corporativas se han desplazado de los círculos militares a la esfera pública y los medios de comunicación? No hay una causa, sino muchas. Pero una de ellas resulta particularmente significativa, porque condensa los cambios y las permanencias que hacen a la configuración de la identidad de los militares trascurridos 35 años de democracia. Me refiero específicamente al modo en que se ha enmarcado la memoria de las FFAA sobre los años 70 y a qué consecuencias trae esta configuración memorial sobre la construcción de una figura central del ethos militar: el modelo de oficial combatiente.

La “Memoria completa”, que centra el recuerdo sobre el pasado reciente en los oficiales asesinados por las organizaciones armadas durante la década del 70, tomó fuerza entre los cuadros militares hacia finales de los 90. La evocación del accionar del Ejército, por ejemplo, durante el terrorismo de Estado a partir de la figura de las “víctimas de la subversión”, permite construir una imagen virtuosa y pasiva de la institución y de sus cuadros. El mayor Argentino del Valle Larrabure y el teniente coronel Jorge Ibarzábal se han convertido en los mártires de la “lucha contra la subversión”, pues pueden ser presentados como oficiales sin ambigüedades políticas y morales. La trayectoria del general Pedro Eugenio Aramburu resulta demasiado contradictoria, fuertemente connotada por las disputas entre peronistas y antiperonistas y muy ligada a la imagen golpista y antidemocrática del Ejército para continuar siendo la primera y más destacada víctima de la “guerra revolucionaria”. Estos oficiales, que se recuerdan como mártires que “cayeron en defensa de la patria”, han reemplazado también como figuras memorables a los “generales del proceso”, como Jorge Rafael Videla, Roberto Eduardo Viola, Leopoldo Galtieri y Luciano Menéndez, quienes resultaban un obstáculo simbólico para la construcción del Ejército como víctima de la violencia “terrorista subversiva”.

Pues bien, el recuerdo de las “víctimas militares” mayormente asesinadas antes del golpe del Estado del 24 de marzo de 1976 permite construir una periodización que destierra del horizonte de la memoria los hechos y a los oficiales que llevaron adelante el terrorismo de Estado y la dictadura militar y, por tanto, las responsabilidades que de ello se derivan.

Desde el Colegio Militar, los futuros oficiales son socializados en valores militares tales como la lealtad, la abnegación, la resistencia, la entrega y el sacrificio. Entre ellos, el más relevante es el sacrificio, puesto que está asociado con la figura del oficial combatiente, que debe “luchar hasta dejar la vida”. Se trata de un valor moral fundamental en la construcción de la moral militar como diferenciada de la vida civil. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿representan los oficiales retirados que fueron parte del proceso represivo, muchos de ellos procesados y condenados por violaciones a los derechos humanos, el modelo, es decir, un actor propicio para la afirmación de la vocación y la agencia de “soldado” entre las nuevas generaciones de oficiales? ¿Provee la figura del “oficial-combatiente” de la llamada “lucha contra la subversión” insumos y recursos para construir y ejemplificar el valor supremo del sacrificio como línea que separa vivir de morir?

Para las nuevas generaciones de oficiales, recordar a los oficiales muertos no implica necesariamente reivindicar lo actuado por los oficiales vivos que “combatieron” en la “guerra contra la subversión”, muchos de ellos procesados o acusados por delitos de lesa humanidad. Los cuadros en actividad establecen una continuidad narrativa con la llamada “época de la subversión” y recuerdan los asesinatos, los secuestros y los atentados cometidos por las organizaciones armadas. Pero esta continuidad convive con un distanciamiento del prototipo del “oficial-combatiente” de la “lucha contra la subversión” con el que no quieren ser identificados, por golpistas o autoritarios. Desde la perspectiva de los oficiales en actividad, las desapariciones se explican por las “macanas” o los “errores” que cometieron las generaciones anteriores, que tomaron “decisiones equivocadas”. A pesar de que este distanciamiento no se apoya en una explicación ni colectiva ni institucional que funcione como crítica a las tradiciones que hicieron posible la criminalización de los oficiales, permite a las nuevas generaciones diferenciarse de las anteriores al calificarlos de “cerrados”, “separados de la sociedad”, “basados en intereses personales” y al acusarlos de “haber usado una metodología aberrante” y “ser una mancha terrible”.

Con la necesidad pragmática de recuperar un lugar en la sociedad, los cuadros en actividad no parecen estar dispuestos a poner en juego sus carreras profesionales para evitar corporativamente que sus camaradas de armas enfrenten los juicios en los tribunales federales. A diferencia de los oficiales retirados, los cuadros en actividad no asocian la justicia con la venganza, aunque la primera tampoco tiene el sentido de reparación de un daño, sino que representa una posibilidad de “cerrar el pasado hacia las nuevas generaciones”. Esta postura pragmática orientada a cerrar el pasado y mirar hacia el futuro y la indiferencia respecto del destino de los oficiales procesados resultan posibles porque la identificación con la generación anterior, es decir, con el “nosotros” intergeneracional, está consolidada en la figura de los oficiales muertos en la década del 70. Las virtudes del buen oficial, del oficial heroico, se apoyan en el martirologio de los oficiales que “murieron defendiendo a la patria de la subversión”. Este desplazamiento de los vivos a los muertos, de los “combatientes” a las “víctimas militares”, refuerza no sólo la idea de que los militares no matan por la patria sino que mueren por ella, sino también la imagen del Ejército como víctima de la violencia, no como victimario, de modo tal que “cerrar el pasado” significa tanto no responder a las demandas de la generación de oficiales procesados por violaciones a los derechos humanos como borrarlos a ellos y sus actos del horizonte de sus interrogaciones y reflexiones respecto del pasado que han recibido.

Valentina Salvi

Directora del Núcleo de Estudios sobre Memoria e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina.