En agosto de 2005, la reacción oficial a la devastación provocada por el huracán Katrina en el sur de Estados Unidos desenmascaró cómo muchos gobiernos del mundo han pasado a responder a la crisis ambiental como una cuestión de seguridad. La recuperación y la actualización del concepto de “seguridad nacional” es hoy claramente perceptible en la respuesta política a los efectos del cambio climático.

Hace poco más de una década, observábamos incrédulos cómo el Estado más rico y poderoso del planeta parecía primero incapaz y luego reacio a rescatar a sus propios ciudadanos, mientras enviaba soldados que no dudaron en disparar a varias víctimas del huracán. Al producirse inmediatamente después de la guerra de Irak, el aciago gobierno de George Bush parecía incapaz de responder a cualquier crisis sin recurrir al Ejército. A medida que retrocedían las aguas, el racismo y la desigualdad, tan arraigados en Estados Unidos, quedaban expuestos a la vista del mundo entero.

¿Podría volver a suceder hoy? Hasta cierto punto, la respuesta del gobierno estadounidense al huracán Katrina se ha convertido en un ejemplo clásico de lo que no se debe hacer en materia de gestión de catástrofes. Abochornado por su fracaso, el gobierno de ese país reestructuró la Agencia Federal de Gestión de Emergencias. La respuesta a los desastres provocados por el huracán Sandy, en 2012, fue insuficiente, pero menos criticada.

Sin embargo, la desigualdad estructural y el racismo institucional que originaron la respuesta del gobierno de Bush no han desaparecido. Esta realidad fue destacada por el presidente Barack Obama cuando visitó Nueva Orleans en agosto de 2015, con motivo del décimo aniversario del Katrina. Asimismo, el ya inflado complejo militar se ha expandido de forma significativa desde el huracán y utiliza ahora el fantasma del cambio climático para apropiarse de más recursos públicos.

Dos años después del Katrina, en 2007, el Pentágono emitió su primer gran informe sobre el cambio climático (The Age of Consequences: The Foreign Policy and National Security Implications of Global Climate Change), en el que se pronosticaba inequívocamente una “era de consecuencias” caracterizada por “la erosión de los valores de altruismo y generosidad”. Un año más tarde, la Comisión Europea publicó otro informe (Climate Change and International Security), en el que identificaba el cambio climático como un “multiplicador de amenazas” que “amenaza sobrecargar a países y regiones de por sí frágiles y proclives al conflicto”. El informe también advertía de “riesgos políticos y de seguridad que afectan directamente a los intereses europeos”. En los años siguientes, las estrategias de seguridad nacional de los países del norte global se reformularían para consolidar la misma visión interesada y distópica.

Tras la crisis financiera de 2008 y las revueltas de la Primavera Árabe, en 2010, el pensamiento distópico tiende a ser el sustento de emergencias cada vez más frecuentes y complejas. La dependencia de las sociedades modernas de las cadenas globales de suministro, de la producción industrial de alimentos, de infraestructuras transnacionales y comunicaciones de alta tecnología ha expuesto y exacerbado las vulnerabilidades existentes y ha garantizado que el desastre producido en un determinado país tenga impactos en diversos lugares del mundo. Según la narrativa hegemónica en círculos oficiales a escala mundial, el cambio climático echará aun más leña al fuego.

El ex científico jefe del gobierno británico John Beddington ha alertado sobre una posible “tormenta perfecta” creada por la confluencia de varias crisis -alimentos, agua y energía- para 2030, que daría lugar a que los estados lucharan por mantener el control sobre el suministro de productos y servicios básicos. Los escenarios apocalípticos están a la orden del día. Para algunos comentaristas, esto es poco más que pornografía del derrumbe, un catastrofismo maligno que produce apatía y que no tiene en cuenta la capacidad de las sociedades modernas para adaptarse y recuperarse.

Sin embargo, de alguna manera, la exactitud de las predicciones no tiene real importancia. En la actualidad, es suficiente observar cómo se desarrolla la crisis humanitaria de los refugiados que intentan atravesar las fronteras de la Unión Europea. En Calais, Francia, vemos que una emergencia humanitaria se gestiona como si fuera una simple cuestión de seguridad: incluye millones de libras destinadas por el gobierno británico a cubrir los costos de vallas, policías y perros para impedir la entrada a los refugiados que huyen de la guerra. Hungría y Bulgaria han desplegado tropas especializadas, los llamados “cazadores de frontera”, para impedir la entrada a los refugiados desde la antigua Yugoslavia.

Mientras tanto, en Brasil, el verano pasado el gobierno desplegó tropas para defender las infraestructuras del servicio de distribución del agua en el contexto de la sequía pertinaz que afectó a la megalópolis de São Paulo. Sin que las autoridades contaran con un plan creíble para conservar el agua y abordar las causas de base de la escasez, como la desforestación, la prensa informó sobre ejercicios militares de contingencia y la movilización de soldados armados ante una posible revuelta.

Hoy también podemos percibir con nitidez cómo los responsables de la seguridad nacional tratan las protestas contra la desigualdad y la injusticia social como un componente más del paradigma emergente para la gestión de emergencias. En la actualidad, en el “Registro de riesgos nacionales de Reino Unido”, un informe que elabora cada ciertos años el gobierno británico como parte de su estrategia nacional de seguridad, ya se han identificado el “desorden público” y las “acciones sindicales perturbadoras” como las amenazas de seguridad graves y probables a las que se enfrentará el país en los próximos años.

Al considerar estos temas “amenazas a la seguridad”, se consolida la tendencia a militarizar la respuesta oficial a problemas ambientales y sociales, incluyendo un significativo uso de los poderes y los recursos otorgados a los militares para gestionar las supuestas amenazas. En Reino Unido, la Ley de Contingencias Civiles aprobada en 2004 permite que los ministros introduzcan “reglamentaciones de emergencia” sin consultar al Parlamento y “dar directrices u órdenes” de alcance prácticamente ilimitado, lo que incluye la destrucción de propiedades, la prohibición de asambleas, la restricción de movimientos y la proscripción de “otras actividades específicas”.

Los planes distópicos se manifiestan también en el ámbito corporativo. Donde los científicos y activistas ambientalistas perciben una futura emergencia climática, los ejecutivos de muchas empresas trasnacionales ven una oportunidad de negocios. Las grandes petroleras celebran la desaparición del hielo en los casquetes polares como forma de acceso a nuevos yacimientos de combustibles fósiles. Las grandes empresas de seguridad ofrecen tecnologías innovadoras para sellar las fronteras ante el avance de los refugiados de la guerra o el clima. Los gestores de los fondos de inversión especulan con los precios de los alimentos y su relación con el clima. La creciente preocupación de los países ricos en torno a la seguridad alimentaria está promoviendo un rápido acaparamiento de tierras en los países del sur. En 2012, Raytheon, una de las mayores compañías del sector de defensa, anunció el surgimiento de “más oportunidades comerciales” derivadas de “crecientes preocupaciones en materia de seguridad y sus posibles consecuencias”, referidas a “los efectos del cambio climático” en la forma de “tormentas, sequías e inundaciones”.

Las consecuencias de un enfoque basado en soluciones militares son muy inquietantes y generan preocupación entre investigadores y activistas comprometidos con la justicia ambiental, las libertades civiles y la democracia alrededor del mundo. En última instancia, si el cambio climático y las emergencias complejas se enfocan primordialmente desde la noción de seguridad, no sólo no se abordan las causas fundamentales de las crisis globales, sino que a menudo se las exacerba. El desvío de recursos al sector militar recorta la muy necesaria inversión en la prevención de las crisis. Dado que el cambio climático ya afecta de forma desproporcionada a los países y a las personas más pobres, la militarización de la respuesta oficial simplemente agrava una injusticia fundamental.

Nick Buxton y Ben Hayes

Los autores de este artículo son los editores del libro The Secure and the Dispossessed. How the military and the corporations are shaping a climate-changed world (Londres: Pluto Books, 2015). Nick Buxton es un investigador del Transnational Institute, residente en Davis, California, especializado en temas ambientales. Ben Hayes, especialista en temas de seguridad, defensa y políticas antiterroristas, es un investigador de la organización de defensa de los derechos civiles Statewatch, en Gran Bretaña, y fellow del Transnational Institute.