El miércoles, bajo agua en Montevideo y en Buenos Aires, las mujeres marcharon, junto a los hombres que quisieron acompañarlas, para reclamar el fin de la violencia patriarcal. Hace apenas unas semanas, en la ciudad argentina de Rosario, la marcha que cerraba un encuentro internacional de mujeres feministas fue violentamente reprimida por la Policía. La denuncia de la violencia machista se está haciendo visible y encuentra eco en todas partes, pero no parece que la situación de abuso sobre la mujer se esté revirtiendo en la misma proporción.

En los últimos días nos escandalizó la oferta de una whiskería de la frontera que promocionaba, además de diversos shows de contenido sexual, un número de rifa que costaba 50 pesos y que prometía al ganador la posesión y el disfrute de la chica que más le gustara. En esa ocasión el pago de los servicios de la chica correría por cuenta del dueño del local, y no, como es habitual, por cuenta del cliente. Según parece, no hubo suficientes compradores de números como para que el sorteo se realizara, y las autoridades que se hicieron presentes en el local -un galpón de chapas y bloques que prometía diversión en un inglés mal escrito y destacado en letras verdes- no constataron ningún ilícito. Las mujeres que estaban trabajando eran mayores de edad y se decían conformes con sus condiciones laborales. Nada indicaba la ocurrencia de delito.

Hay muchas mujeres que ejercen la prostitución en Uruguay. Muchas, seguramente, fueron niñas o adolescentes abusadas, inducidas a ese camino por circunstancias que las fueron acorralando. Muchas son travestis y cargan sobre sí todas las dificultades que puede cargar alguien cuyo nombre propio y su aspecto no coinciden con su identidad de género. Y muchas son mujeres adultas que redondean sus ingresos mediante la práctica de actos sexuales o eróticos en condiciones legales, que han naturalizado completamente su actividad y que se mueven en un universo en el que no necesitan ocultar lo que hacen. Porque aunque muchos no lo crean, las prostitutas, las bailarinas de caño, los dueños de whiskerías y los proxenetas tienen familias y tienen vida social, y en ese ambiente no hay nada raro en el comercio sexual. Es un negocio, como la venta de cualquier cosa.

El asunto de la prostitución no es fácil de tramitar entre las mujeres. En los encuentros feministas suelen ser intensas las discusiones entre las que defienden la abolición y las que reclaman el derecho a ejercer el meretricio en condiciones legales y pulcras. No es tan sencillo embanderarse, aunque parece evidente que en una situación de intercambio comercial en torno al sexo siempre hay montos de poder que se traducen en montos de sumisión y de humillación (¿para qué paga alguien por sexo, si no es para poder hacer su voluntad, someter al otro, exigirle, humillarlo?) y también parece evidente que el riesgo físico de quien trabaja entregando el cuerpo a alguien más fuerte y entre cuatro paredes es siempre alto, altísimo.

Pero el problema de la violencia sistemática sobre la mujer excede ampliamente las situaciones de comercio sexual o de violación seguida de muerte. Ser mujer es estar siempre en riesgo de abuso, aunque ese abuso no sea brutal o vistoso, aunque no corra la sangre, aunque no termine en titulares de prensa. Ser mujer es ocupar una posición desventajosa en un mundo en el que la bravuconada, la avivada y la fuerza bruta son valores superiores y en el que palabras como “rendimiento”, “productividad” y “beneficio” son carta blanca para casi cualquier cosa. Podemos regular acá o allá, vigilar costumbres y prácticas, reprimir delitos y estar atentos a los desbordes, pero la violencia inherente a un sistema organizado para premiar al más fuerte va a seguir, siempre, cobrando su precio en el cuerpo más débil.