En el fundamental capítulo séptimo de El factor Borges, Alan Pauls menciona el “extraño talento borgeano para abreviar y detallar al mismo tiempo”. Lo mejor de Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno, el libro de Bob Stanley que intenta ordenar la maraña de líneas entre Bill Haley y Beyoncé, podría ser descrito en esos términos.

Stanley (Inglaterra, 1964) es músico, periodista y un testigo de primera línea de buena parte de la historia del pop; su libro es, ante todo, un gran esfuerzo para ofrecer un panorama de lo que pasó en (y con) el pop desde 1955, cuando sonó por primera vez “Rock Around the Clock”, y los comienzos del siglo XXI en los que perdieron importancia los soportes físicos frente a la posibilidad de descargar la música canción por canción, de manera legal o pirata, a la vez que desaparecía casi completamente la prensa musical (o al menos en el formato de publicaciones típicas como New Musical Express, Sounds o Melody Maker), decaía la importancia de las listas de éxitos y eran cancelados programas musicales en televisión. El autor se las arregla para ofrecer panoramas generales de géneros y subgéneros y a la vez abundar en información muy específica sobre ciertos álbumes y canciones.

Al mismo tiempo, las hipótesis de partida del libro -por ejemplo, la noción de la muerte del “pop moderno”- están argumentadas de modo convincente y constituyen aportes fértiles e interesantes. Para Stanley el pop “engloba el rock, el rhythm and blues, el soul, el hip hop, el house, el techno, el heavy metal y el country. Si uno graba discos, sean sencillos o álbumes, y si los promociona actuando en televisión o saliendo de gira, es que se dedica al pop. Si canta canciones folk a capela en un pub de barrio, no se dedica al pop”.

El mayor problema del libro es, justamente, que se conforma con esa caracterización del género y no se percata de los problemas que presentan ciertas zonas de la producción de algunos artistas, o incluso subgéneros enteros. Es, por cierto, algo completamente perdonable; ¿cabía esperar acaso que una sola persona -en oposición a lo que habría resultado de un esfuerzo de equipo- pudiera dar cuenta de toda esa diversidad con igual atención y lucidez? Probablemente no, y pasa que en Yeah! Yeah! Yeah! encontramos páginas maravillosas sobre los géneros y subgéneros que Stanley entiende bien o entiende mejor (el disco, el house, el merseybeat, el soul) y esquemas más bien deslucidos sobre aquello que se le escapa o que no le interesa (el grunge, el metal, la new wave y el krautrock). El rock progresivo aparece como el género o subgénero más ninguneado, en tanto el autor -que, según su hipótesis básica, debería considerarlo tan pop como “I Want to Hold Your Hand”, o, en última instancia, argumentar cómo y en qué sentido se aleja del pop- no dice sino un par de generalidades vacías sobre Emerson, Lake & Palmer y Pink Floyd, y deja de lado álbumes considerados esenciales, como In The Court of the Crimson King (1969), de King Crimson, y Close to the Edge (1972), de Yes.

Es curioso también que descuide buena parte de la discografía de bandas y solistas que han atravesado más de una década. Así, no se dice absolutamente nada de los discos de Led Zeppelin posteriores al primero, y se habla apenas del período glam de David Bowie. De esta manera se pierde la oportunidad de señalar etapas suyas aun más influyentes, por ejemplo -como lo hacen David Laurie en su excelente Dare, y Hugo Wilcken en su ensayo sobre el álbum Low- refiriéndose a que en su asociación con Tony Visconti como productor y Brian Eno como músico invitado, y con su inspiración en el sonido de Neu! y los Kraftwerk, Bowie estableció los esquemas que después explorarían y explotarían las bandas pospunk y synthpop, lo que equivale prácticamente a decir “el sonido de una década”.

No es menos significativo que Stanley se limite a la música de Estados Unidos y Reino Unido, con apenas las excepciones (ineludibles) de ABBA, Kraftwerk y Giorgio Moroder (reconoce el lugar fundamental en la historia del pop de “I Feel Loved” -1977-, el temazo compuesto y producido por Moroder y cantado por Donna Summer), pero sin duda habría necesitado tres o cuatro tomos extra para abarcar el pop producido en el resto del mundo.

Quizá lo más brillante del libro aparece cuando Stanley deja de hablar estrictamente de música y apunta al examen de ciertos problemas sindicales, actos de segregación racial y avances tecnológicos que ofrecen el punto de partida para secciones de especial lucidez. Otra indudable virtud es la atención a ciertas figuras más bien oscuras o no protagónicas de un modo evidente; entre ellas, productores e ingenieros de sonido como Joe Meek (pionero del sampleo, de los overdubs y del uso de reverb, recordado especialmente por haber compuesto y producido “Telstar”, pieza ineludible en la historia del pop/rock instrumental y experimental) y Osbourne King Tubby Ruddock (uno de los fundadores del dub).

Se trata, en última instancia, de un libro que, pese a sus fallas evidentes, ofrece precisamente eso que se propone: un panorama, un modelo manejable de un proceso histórico altamente complejo y fundamental -tanto o más que otros géneros musicales, al menos para quien esto escribe- a la hora de pensar en el arte y la cultura popular del siglo XX. Que algo -o mucho- se perdiera por el camino era inevitable, y las mejores páginas de Yeah! Yeah! Yeah! compensan cómodamente sus omisiones.

Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno

De Bob Stanley. Turner Noema, Madrid, 2016. 745 páginas.