En eso anda mi vida. Escucho radio, miro la tele, reviso podcasts, pregunto, me informo, relativizo, busco precedentes, atiendo el marco legal. Investigo, utilizo todos los protocolos periodísticos que me impongo, exorcizo algunas de mis miserias humanas que veo que están a mano para borrar del caché, y tiro hipótesis desproporcionadas, fundamento para mí mismo. Voy caminando al sol, con la cabeza hecha un bombo por los que a través de los auriculares me hablan, gritan, desvían, corrompen la información a su gusto, y siento que lo que quiero es expresarme, no ya como una firma que más o menos, mal que bien, ha estado en la pomada un par de años, sino como uno de a pie, como lo que soy, porque soy la gente. “Maldigo al que diga gente para hacer su porquería” (Falta y Resto, 1988).

El tema, claro está, es el combo que forman la Olímpica, el clásico, la inseguridad, la violencia, el miedo. Y aunque ninguno de mis virtuales interlocutores de radio o televisión me lo dice, el tema también es hacer un poco de prensa para el programa televisivo que más y mejores réditos comerciales da por estos lares: Fútbol en directo por VTV, que según nos alertó Gustavo Gómez en la diaria del lunes, le deja a Tenfield un margen de 300% anual de ganancias sólo contando la venta o el alquiler de los partidos televisados del Campeonato Uruguayo.

Bolas que se corren

Siento que será al santo botón, siento que será exponerme en una temática en la que me aplastarán los medios dominantes y poco menos me tratarán de insolvente, irresponsable o bolacero; pero sé que finalmente, como está visto, lo haré. No los quiero involucrar. Sólo me gustaría que pensáramos, masticáramos juntos algunas ideas y muchísimas vivencias con las que nos hemos constituido como masa crítica en nuestro gran ámbito, que es el de la gente, el de la sociedad de este rincón del mundo. No soy un queyala, y cada vez que la vida me llama desde su call center para avisarme que ya me puedo convertir en uno de ellos porque tengo los años de antigüedad suficiente, le contesto que no, que me gustaría, que tal vez en otro momento, que me tengo que ir a trabajar, que soy el hijo, que muchas gracias, señora Vida, pero ahora no puedo, y entonces voy zafando.

Es posible que eso se deba a que soy un inconsciente, o, en el otro extremo, a que tomo conciencia de la vida, no ando con miedo de andar. Debo de tener muchísimos miedos, pero no ese. No ese miedo, el de andar por la calle, el de ir al almacén, al teatro, al río, a la rambla o a la ruta, aquí, en Uruguay, en la metrópoli donde trabajo, en la ciudad donde vivo, en el balneario donde trato de estirar mis vacaciones. No tengo miedo en el fútbol porque no tengo miedo de esa calle, de esos vecinos, de ese cine, de ese lugar de trabajo, de esa aula, de ese murito.

Calculo que, por abajo de la pata, he visto 3.000 partidos cerca del alambrado o lejos de él; en cinco estrellas del fútbol o en piringundines de la globa; con los más gloriosos equipos en la cancha o con ilustres desconocidos que esa tarde, como cualquier otra, estaban jugando su final del mundo entre matas de yuyos, asaltando las esquinas del fútbol. Dicen que no tenemos memoria de lo que vivimos antes de cumplir tres años, pero yo me sé recorriendo la explanadita del Campeones Olímpicos detrás de una pelotita roja de plástico, y años después en sus bancos. O pasando al majestuoso y único Centenario, al Palermo, al Méndez Piana, mobiliario habitual de todos los días. O saliendo a sorprenderme con el Capurro, con el Olímpico, con Belvedere, con Jardines, con la Plaza de Deportes de Colonia, el viejo Casto Martínez Laguarda, el enorme Landoni de Durazno. Fui y sigo yendo a todos ellos como una de las más placenteras visitas que puedo hacer semana a semana, mi fiesta de cada fin de semana. Me pasó en 1968, año en el que registro, sin dudas, mi primer clásico en la Olímpica, de la mano de mi padre. Y me pasa ahora, cuando llevo a mi hijo. Seguro que ya por aquellos años había preocupaciones y ciertos requisitos de cuidados mínimos para no tener miedo de ir al estadio y sí para tener goce de ir al estadio.

Juntos y entreverados

Seguro que desde los antiguos Juegos Olímpicos de los griegos había que tomar ciertos recaudos para que una manifestación popular, o casi- no lo era la de los Juegos Olímpicos-, pudiese convertirse en un estadio placentero. Antes ni me lo planteaba, pero la lógica de todas la tribunas del Centenario -porque parece que tenemos que hacer foco en ese estadio, que es posible que sea el que más cantidad de partidos ha albergado en todo el mundo- era que desde allí, pagando un poco más o un poco menos, todos podíamos asistir a un espectáculo, entreverados o ligeramente entreverados, sin que para la mayoría de los seguidores de uno u otro equipo implicara riesgos, miedos, tumultos, lesiones, muertos. Desde hace un tiempo ese espacio común que ocupamos los mismos que estamos en la mesa de fin de año, en la clase de Literatura, en la práctica de los minis, en la oficina de expedición y ventas, en el 130 a La Paz, en el baile, en la obra o en la oficina de Jurídica quedó solo para la Olímpica, porque hace poco menos de 30 años a alguien se le ocurrió que había que sectorizarnos, para controlar más y mejor. Y entonces la adhesión a la causa de la camiseta pasó a ser una cuestión de tal gravedad que permitió atravesar límites insospechados e ir cambiando el rumbo de grupúsculos mafiosos que encontraron en esos territorios un coto de poder para negocios espurios, mientras los círculos concéntricos del centro de la tribuna iban acompañando con distinto grado de compromiso la propuesta degenerada del hincha. Hasta hace no tanto, en la Olímpica pudimos seguir entreverados y disfrutando por lo menos hasta que empezara el partido, porque fuera de la cancha -en la esquina, en el ómnibus, en la clase, en el laburo- somos tan hinchas como en el estadio, pero no festejamos muertos, ni llevamos chumbos, ni arrebatamos banderas o gorritos, ni vamos calzados por si...

Pasión

El mal ya está, pero si lo pensamos, si lo masticamos, si lo rumiamos, podemos tratar de pararlo, de apagarlo de a poco hasta casi extinguirlo. Creo que nosotros -la gente, los de a pie y los de cero kilómetro- no deberíamos quedar enredados en disparadores de intereses personales o de casta, como en este caso las directivas de Peñarol y Nacional, que pretendían desviar o deslindar las responsabilidades de la organización del espectáculo y hacer caso omiso ante tanto humo tóxico que asusta y nos redirige a otras situaciones.

Fin de semana tras fin de semana, el fútbol, nuestros partidos de fútbol, son un goce y no una película de terror. Claro, si el tema es crear determinado ambiente, fogonear sensaciones térmicas, promover el miedo y segmentar las noticias de las canchas en las policiales de Nano Folle o Rody Silva, es casi seguro que madre, abuela, tío, padre y ahora hasta hijo sentirá que el miedo avanza y empuja, inhibe y paraliza, y entonces aquel goce del que les hablaba, el de saber que se viene el partido, el de caminar hasta la cancha, el de pensar en la fiesta de las emociones, quedará congelado frente a algún televisor que ya habrá pagado su canon Tenfield, para poder consumir el producto estrella del infotenimiento actual desde el antes hasta el después de Pasión.

Y mientras tanto, seguiremos viviendo en el mismo país, en nuestros mismos pueblos, con los mismos sueños y las mismas inseguridades, buscando construir un entorno, una sociedad más justa, más solidaria, con oportunidades y que logre trascender y evitar odios, enconos y miserias que no son propias del deporte o de las camisetas, sino del mundo en el que nos tocó vivir aquí y ahora.