A comienzos de siglo, acá, en este puntito tan enorme del mapa, hubo revolución energética. Por esos días, Fidel Alejandro Castro Ruz era el presidente de la República de Cuba y explicaba al pueblo, en televisión nacional, el funcionamiento de una olla Reina -una vasija de alimentación eléctrica que cuece a presión y vapor- en vivo: cómo se hace con la rueda del selector para preparar las carnes, las viandas, los frijoles. Los dedos del Comandante en la pantalla son largos, descarnados, y se mueven de aquí para allá orquestalmente, a veces revoloteando, a veces señalando directo una etiqueta con información o una persona. El rostro ha perdido viveza, pero los ojos conservan un brillo peculiar, casi sibilino.

En las casas, en los apartamentos, en las viviendas afectadas, las familias en filas de hormigas recibían bombillas ahorradoras y nuevos electrodomésticos de menor consumo de energía que los soviéticos, que eran los que abundaban en esas fechas. El motor cadencioso, tácito y delgado como los monjes chinos por los armatostes zumbadores y onerosos; la luz blanca por la ambarina y desgastada. En ocasiones se le llamaba módulo al conjunto. Se cambiaban los artefactos y después se pagaban a plazos: un descuento de salario o de la pensión en el caso de los jubilados. Considerando la relación entre los precios de productos de primera necesidad y los sueldos -el mínimo equivalía a diez dólares y una camiseta ordinaria podía sobrepasarlo en valor-, descontar de las mensualidades era completamente desatinado, a tal grado que hoy algunos han emigrado o fallecido sin haber pagado del todo los refrigeradores o las demás deudas que contrajeron con el Estado.

También muchos de los jóvenes cubanos recuerdan una época, la de Fidel, de la siguiente manera. Sólo viajar fuera del país en misiones internacionalistas o en otros trámites institucionales o consulares; nunca, bajo ningún concepto, comprar el boleto y volar (la lista de países a los que los cubanos pueden ir libremente continúa siendo pequeña; no obstante, la hermosa y gran ciudad de Moscú está entre los destinos). Sólo acceso a internet en centros laborales o educacionales, cero zonas wi-fi. Cero entradas o reservaciones en hoteles donde se alojaban los extranjeros. Cero posibilidad de vender en marcos legales las viviendas. Muchas trabas burocráticas. Muchos trámites engorrosos para vender un automóvil. Y aunque se conjeture que las orientaciones de Fidel estuvieron detrás de las decisiones de Raúl, ya está el ciclo cerrado, plasmado en la memoria colectiva.

Fidel es, además de Fidel, El Fifo, El Barba, El Caballo, y hace poco se le decía El Coma Andante. Tener 30 años de edad en Cuba significa que has pasado, cuanto menos, 20 años a partir de tu nacimiento oyendo a escondidas sobrenombres ilícitos, compartiendo chistes y parodias de tu presidente, todo a puerta cerrada como enseñaran los mayores, que aprendieron que tragarse las críticas era más saludable, siempre, que espetarlas.

Hablar por los codos y mal de Fidel en voz baja. Quejarte de los fallos de la Revolución en voz baja. ¿Por qué los lamentos, si el gobierno de Cuba dirigido por Fidel había entregado al pueblo educación y salud gratuitas y con calidad, si habíamos erigido un foco de resistencia en la región, un ejemplo y guía para las habitualmente artríticas y parapléjicas izquierdas y movimientos socialistas de Latinoamérica y del mundo?

Porque queríamos más. Porque pensábamos que merecíamos más por nuestros méritos históricos. Porque creíamos que si practicábamos la solidaridad con el mundo, no era retributiva la saña con la que nos estaba golpeando la carestía, ni la estructura de pirámide invertida que había adoptado la economía nacional: los trabajadores y el personal profesional obteniendo ganancias salariales irrisorias al lado de un negociante, un mercachifle de la calle o de un taxista de carros almendrones (autos estadounidenses de los años 50 que circulan por las avenidas). Porque creíamos a pies juntillas que, por raciocinio, la Revolución era lo contrario a estancarse, al anquilosamiento, a un fenómeno que se sostuviera sobre los logros del pasado. ¿Era culpa de Fidel? No, en realidad, era culpa de todos nosotros. De quienes impusieron y de quienes aceptaron lo impuesto. Desde Fidel hasta el obrero más humilde: ¿Cuándo se entendería que una revolución socialista debía ser legítimamente inclusiva, participativa? Si no es así, es gobierno por un lado y pueblo por el otro, y de esa forma se ha revolucionado poco. ¿Qué es la libertad, entonces, si no una gran mentira, justo lo que ha sido?

Ahora que Fidel ha muerto, en la calle 8 de Miami celebran la libre expresión, escriben el nombre del ex presidente cubano en ataúdes y se mezclan con el bullicio salvaje y la diatriba. Algunos sufrieron las consecuencias de manifestarse en contra y en público de las políticas de su país de origen, a más de 90 millas de distancia. Cuando lo hacían, los Comités de Defensa de la Revolución y efectivos del Ministerio del Interior armaban una turba, les arrojaban huevos y los llamaban gusanos. La disidencia cubana nunca fue organizada ni articulada; las denuncias no iban al fondo. Nunca tomaron a los disidentes en serio porque ellos mismos no se tomaban en serio ni confiaban en que se podía hacer mucho más que exigir, con escándalos, mejor alimentación. Luego, la soberanía que les da la administración de Estados Unidos les revela un escape que jamás habían probado y en el que insisten constantemente y lo enarbolan. “Aquí [en Estados Unidos] decimos ‘Abajo Obama’ y no nos pasa nada en absoluto”, dice Susana González por el chat de Facebook. En la madrugada del 26 de noviembre, Tío Sam y Columbia les revelan un poco más: pueden festejar, a sus anchas, la muerte física de Fidel.

Tener 30 años de edad en Cuba quiere decir que has pasado 20 años con un mismo presidente y que nunca te has visto votando en elecciones por otro (tampoco era posible distinguir una figura que lo sucediera en el mando, más allá del que terminara siendo el sustituto por regla, su hermano, Raúl Castro). Cuba era país de un líder y lo fue, de hecho, hasta que en 2008 Fidel abandonó el poder oficialmente. Entonces ¿un presidente o un dictador? dejaba su puesto en el gobierno.

Por la espina de Latinoamérica había quedado el rastro de dolor de las dictaduras -Rafael Trujillo, Anastasio Somoza, Jorge Videla, Augusto Pinochet-, tan lacerante y cruento a la memoria. En el archipiélago habíamos salido de las golpeaduras, torturas y asesinatos ordenados por Fulgencio Batista. La dictadura, de continuo asociada con la sangre, no fue un término que empleáramos -lógico, también a escondidas- hasta la juventud y, a menudo, sin persuadirnos de veras. Incluso ahora se prefiere decir totalitarismo o régimen; dictadura suena muy fuerte, el término puede que deje un sabor flojo. Incluso ahora, que Fidel Castro ha muerto, y personalmente no me siento como imaginé que me sentiría. En verdad, tampoco me esmeré imaginando cómo me sentiría cuando Fidel muriera. No tengo con qué llenar el hueco.

Pero Fidel Castro ha muerto y es en los medios donde más se siente el ruido de su deceso; hay en televisión una mujer diciendo al periodista, que asiente delante de ella con el micrófono, que esa criatura de ahí, su hija, una niña de diez años, lloró a moco tendido cuando supo la noticia. Sería, a ojos vistas, un ejemplo extraordinario, porque haciendo las cuentas, en 2006 ya la salud de Fidel había decaído y, por lo tanto, salía del ámbito de la comunicación, se apocaba, y se sabe que Fidel ha sido mediático hasta sin quererlo. Tanto como Gabriel García Márquez. Tanto como Muhammad Ali.

A nosotros, los de 30, no nos tocó el Fidel que proclamaba el carácter socialista de la Revolución y entregaba viviendas, algunos bienes materiales y tierras a los campesinos. Generaciones anteriores, de padres y de abuelos, pueden considerar que le deben eso. Nosotros, los de 30, tenemos en fragmentos a Fidel y el asentimiento canino del periodista Randy Alonso entrevistándolo en la Mesa Redonda. A Fidel en las Tribunas Abiertas y las Marchas del Pueblo Combatiente en medio de la campaña por el regreso del niño Elián González y después por la devolución de los Cinco Héroes, que le costó millones de pesos al país; la cifra, naturalmente, no se ha estimado ni se ha hecho pública. A Fidel hablando en extensos discursos de la grandeza de Cuba y de la hostilidad infatigable de Estados Unidos, que concluían al cierre de la programación, mientras las familias solían quedarse babeando esperando el turno de la telenovela.

Hay un Fidel que, a mi edad, se alcanza, y es -nos guste o no- inmenso, que proyecta el tamaño de su personalidad y de los efectos que ha causado. Es el Fidel que en la crisis de agosto de 1994, cuando en la capital se amotinaba una multitud encrespada rompiendo vidrieras de los establecimientos, avanza hasta allí, hasta el centro de la muchedumbre. Su sola presencia apacigua enseguida la rabia. No sólo esto. Toda la aglomeración que hasta hace un momento parecía llevar sus actos hasta las consecuencias que fueran empieza a corear, además, su nombre. Fidel, Fidel, Fidel.

Maykel González, desde Cuba