Quizá una vez tomarse el Día de los Muertos en serio y, todo lo contrario, festejarlos por la existencia que tuvieron. Copiarles a los mexicanos la fantasmagoría que ofrenda el estatus de persistir en el recuerdo, bailando y bebiendo, o que anden por allí, en las cocinas, los patios y las calles, con la mejor herencia que un difunto nos puede dejar: la de un abrazo, tres carcajadas y la conciencia de la finitud. (Olvidemos a los malos o a los que nos hicieron daño).

Por un día, al menos, no nuestra persistencia mortuoria, esa que nos acecha y acorrala, sino la calma chicha de saberse una brisa de rambla Sur.

Su antinomia, tomar la vida por las guampas. No dejarse morir más, y ni siquiera esperar a la Parca con sabia paciencia. No, no esperar nada y quitarle el halo sacrílego o sacramental a toda muerte (ojalá que sin sufrimiento), para que ellos sigan, nuestros muertos, viviendo en nosotros.

Claro que para que algo así suceda en el país de la imposibilidad de una mística, un más allá o hasta un juego que aliviane las pérdidas, tendríamos que refundar (con qué literaturas, con qué discursos, mediante cuáles convicciones) nuestros espíritus ideologizados, profundamente ateos.

No pienso en las muertes sociales. Estoy pensando en las sorpresivas, las incapturables, las que nos ponen indefectiblemente frente a frente con la ausencia de palabra y raciocinio, esas que instalan la mudez súbita y a las que les adjudicamos, en todo caso, ningún sentido.

Claro que en esta isla prendida con ganchitos a un continente no podemos obviar aquellas muertes, y la otra, fatídica y tan nuestra, el suicidio, también incapturable, esa desaparición del otro que nos deja en el abismo o el precipicio de lo que no pudimos retener, con la mano extendida pero siempre resbaladiza (por más que repitamos escabrosas cifras y asumamos un liderazgo mundial que nada de altanero puede portar como marca país).

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Pero volvamos a las otras muertes, las ridículas, las intempestivas, las que de ninguna manera entran en nuestra comprensión. Ni la natural por longevos o enfermos irreparables, ni todas las asociadas a algo que pudimos producir o evitar: esconder el arma, no levantar el cuchillo, retirar el pie del acelerador cuando creemos que conducimos un auto como jet (drogados o por imbéciles). Y así, esas que mínimamente se explican. Si bien la cultura mexicana y su mixtura con otras ha devenido en una ecléctica relación entre la muerte y la vida (para muchos, un mamarracho de enajenados; para otros, una forma distinta de relación entre lo que se acaba y la inmortalidad, cierta cosmogonía ante el fin de la materia, o, quizá, una forma más liviana y hasta bella de relacionarse con las pérdidas), lo cierto es que, creo yo, todos esos rituales tienen el poder de situarnos frente a la tragedia entre llantos, risas, comida, rezos; una escenografía que no por ficcional deja de ser verdad. ¿No es pura ficción, también, y quizá hasta más burda por acartonada y tantas veces hipócrita, el semblante oscuro de los deudos occidentales y todo el negocio inescrupuloso que ofrenda cajones según la cotización social del muerto, y más ominoso, aun, el fingimiento de nuestras máscaras -pero sin preciosas máscaras- frente a ataúdes y procesiones siempre onerosas de las que queremos salir huyendo a encerrarnos y a estar solos o a beber como cosacos y entre amigos? No lo digamos, no vaya a ser que el muerto se nos ofenda.

Y ojo, que no toda imagen proveniente de rituales, religiones o supuestas imaginerías populares reza lo enajenante. La versión resignificada de La Calavera Garbancera, popularizada por el pintor Diego Rivera como la Catrina (“Dama de la muerte”), expone lo que en principio fue una burla o una crítica de las clases medias hacia los privilegiados o las clases altas: escritos que comenzaron a circular y que mostraban cráneos y esqueletos en los periódicos más combativos. Y Rivera lo condensó: el poder vestido de gala pero con cara de muerte.

La mitología es abundante (y yo no soy un estudioso del asunto, apenas un advenedizo por momentos encantado por otra cosa lejos de explicaciones acabadas), pero también sé que todas las culturas se construyen por medio de mitos o, como se dice en algunas filosofías, con las ficciones útiles que se crean para fundamentar sus existencias: ¿qué sería del psicoanálisis y el Edipo sin Shakespeare? ¿Que sería de la literatura fantástica, o cierta relación con la vida y la muerte que algunos entablan, sin Pedro Páramo? ¿Qué sería de otras cosmovisiones, ahora sí, más cerca de nuestra cultura, sin 1984 de Orwell, o sin Un mundo feliz de Huxley? ¿Qué del amor romántico sin los Diálogos de Platón? ¿Qué de cierta cultura oriental sin el culto al honor dañado y su manifestación extrema, el harakiri? ¿Qué sería si todos fuésemos estos orientales a la orilla de un río esperando -en secreto- un segundo embarcamiento o resurrección de cierta cultura iluminista? ¿No viven y respiran y al fin mueren, con sus mitos, agnosticismos y ateísmos, todas las personas de esas sociedades?

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Algo me invade y nunca puedo expresarlo del todo: la enajenación existe (y muchas veces está atada a la cultura), pero también se llega a ciertos grados de comprensión del espíritu (o del otro) por medio de distintos caminos. El nuestro ha fallado. Los otros quizá también. Sólo digo que frente al misterio irresoluble del cadáver de un niño (ningún demonio, todo un ángel); ante otras muertes inescrutables, como las de los suicidas (jamás sabremos sus motivos) o las súbitas sin alerta física ninguna; las del rayo que nos parte al medio; la del hijo antes que el padre; la del que salió a caminar y lo atropelló un tranvía en vez de matarlo su angustia (como a Pessoa); la de los que mueren de tristeza cósmica (¿cómo es posible morir de eso: el bicho metálico desgarrando el pecho?); y, vuelvo, ante la del niño, quizá uno puede agarrarse de otros inexplicables que no sé si curan la ausencia pero convierten su muerte o envían su alma (manga de descreídos) a un sitio donde, antes de consagrarse a las aguas, hallaban un árbol que goteaba leche de sus ramas. Los niños volverían a la Tierra cuando la destrucción total de la raza, y así, de la muerte, nacería la vida.

No hay que creer en nada de todo esto, ni siquiera defenderlo. Son formas en las que cada cultura convive con las muertes. Las que dan rabia, las que no tienen ningún sentido, las que nos enfrentan, aunque sea por unos minutos o el tiempo que dure el dolor, a la propia desaparición. Quizá se trate de eso: de estar acá y de combatir, como podamos, nuestras muletillas diarias (algo deben de decirnos): “me quiero matar”, “me quiero morir”. O de nuestro decir y vivir de puerto suicida, da igual.

Hace un rato -así a veces empiezan a funcionar las cosas (las inexplicables)- me llegó un correo de una amiga escritora (y yo, profanador de tumbas, le robo un extracto y lo publico). Aunque haya publicado muy poco, escribe de forma excelsa Paola Carretto, con el título “A mis amigos suicidas”: “Esperaré prudentemente que confiesen el engaño, y cuando ya la tristeza no pueda contenerse, comenzaré a escribir falsas biografías. No contaré que podían conmoverse con algo nimio, y que eso nimio les llenaba el pecho por unas horas hasta que llegara el sueño. No contaré que sufrían de tanta empatía. [...] No contaré que podían atestiguar la vida y narrar con minucia la forma en que la nieve penetra los huesos, los álamos nórdicos bailan con el viento, el agua del Caribe te mece las entrañas, o el cartón absorbe la humedad de la vereda entre la orina de gatos y perros callejeros. Aunque ninguno haya vivido en la calle, ni nunca haya pisado el Polo Norte, y sólo haya leído los álamos en alguna enciclopedia botánica. No contaré que bailaban mal, pero con el alma”.

Creo que, en definitiva, de eso se trata: de bailar con nuestros muertos o inventarnos que no murieron.