El pintor francés Gustave Moreau pintó, en 1876, a Hércules y la hidra de Lerna. La imagen representa la mítica batalla entre el héroe griego y un monstruo de siete cabezas al que, por cada cabeza cercenada, le crecían otras dos. En la pintura observamos a Hércules enfrentado con una hidra rodeada de cadáveres. La hidra funciona como metáfora de los desafíos que los adolescentes pobres deben enfrentar para tramitar su inclusión social.

Ser adolescente y vivir en la pobreza es una tarea titánica. La contienda tiene varios frentes:

a) la mentalidad social dominante, que reproduce una separación históricamente construida entre los niños/adolescentes y los menores; para los primeros, la familia y la escuela son los espacios “naturales”; para los menores, el encierro (protector o punitivo);

b) la desigualdad económica: los niños y adolescentes son los ciudadanos más pobres;

c) la inexistencia política: los espacios de participación protagónica son escasos, y en general se resuelve sobre sus vidas prescindiendo de su opinión;

d) las prácticas punitivas: el encierro es la respuesta arquetípica ante la transgresión; las penas no privativas de libertad son poco utilizadas;

e) las prácticas tutelares: el encierro en instituciones sigue siendo la respuesta más frecuente del sistema de protección;

f) la exclusión laboral: se cuestiona si los adolescentes tienen derecho a acceder a ofertas laborales de calidad que no interfieran con su formación; y

g) la exclusión educativa, ya que los adolescentes están siendo vulnerados en el ejercicio efectivo del derecho a la educación.

Nos enfocaremos aquí en el terreno educativo; su potencia sinérgica permite adquirir capacidades fundamentales para que todos los adolescentes desarrollen sus proyectos, lo que sin duda contribuiría con la prosperidad y la cohesión social. Resaltemos que la educación primaria es un derecho universal ampliamente reconocido por toda la sociedad. Es infrecuente encontrarse con maestras que piensen lo contrario, está asumida la relación entre niño y escuela, e incluso se naturaliza ese vínculo y se soslaya la baja calidad de aprendizajes.

No sucede lo mismo con los adolescentes y la educación media; se repite en muchos espacios, incluso por voces de altas autoridades del sistema educativo, que hay algunos adolescentes que “no son para el liceo” y, más recientemente, “no son para la UTU”. Como si portaran alguna característica o condición que incompatibilizara su relación con el sistema educativo. Esta ideología de la exclusión pone en cuestión el derecho a la educación de muchos adolescentes, y se transforma en el telón de fondo que explica las manidas cifras de la exclusión educativa.

Los datos son claros, ya se han puesto sobre la mesa; sabemos, por ejemplo, que seis de cada diez adolescentes no culminan la educación media; y sabemos que la exclusión golpea con mayor virulencia a quienes se encuentran en situación de pobreza (más de 83% que vive en hogares del quintil más pobre).

Pero los rostros de la exclusión social de los adolescentes son diversos, la hidra de Lerna opera eficazmente sobre adolescentes que no cuentan con los atributos del mitológico Hércules. Sobreviven hoy prácticas institucionales y profesionales que alimentan el monstruo de la discriminación y la criminalización de las nuevas generaciones.

Más allá de los datos, entendemos que uno de los mayores problemas reside en que nos encontramos empantanados en el discurso de la “culpabilidad de los otros”. Es tiempo de plantearnos una radical corresponsabilidad en la producción y sostenimiento de la vulneración del derecho a la educación de los adolescentes. Aunque estamos en la época de mayor matrícula en el sistema educativo de la historia del Uruguay, no es suficiente. No podemos asumir una actitud complaciente con las instituciones y las políticas educativas, culpabilizando a los adolescentes o las familias.

La exclusión educativa nos interpela a todos en distintos grados: a la academia y a los “especialistas” (en su dificultad para proponer y comunicar), al gobierno de la educación (en sus problemas para dirigir cambios profundos), a los políticos (en su incapacidad para acordar un proyecto común), a los sindicatos (por la escasa agenda pedagógica), a los educadores en general (al ser absorbidos por dispositivos que, más que incluir, gestionan población), a las familias (en sus inconvenientes para acompañar) e incluso a los sujetos de la educación (en los obstáculos que encuentran para organizarse y hacerse escuchar).

Lo establece la Ley General de Educación cuando consigna que el sistema educativo está integrado por la educación formal y la no formal y que la política educativa tiene por objetivo que todos los habitantes del país logren “aprendizajes de calidad, a lo largo de toda la vida y en todo el territorio nacional, a través de acciones educativas desarrolladas y promovidas por el Estado, tanto de carácter formal como no formal” (artículo 12).

Es tiempo de hacerlo realidad; la educación pública como un “sistema” que articula y tramita ofertas educativas diversas, orientado por un conjunto de competencias y saberes comunes. Que reconozca la horizontalidad en las trayectorias educativas, donde los adolescentes entran y salen de distintas instituciones. Una política socioeducativa que supere la antinomia educación formal-educación no formal, que resulta inoperante para desarrollar un sistema educativo integrado.

Desafiar el tabique limitante entre lo formal y lo no formal es una operación de inclusión. Existe un conjunto de instituciones y organizaciones públicas y privadas que, bajo el precepto de lo socioeducativo, trabajan en el cruce de lo social y lo educativo. Estas instituciones y organizaciones ofrecen y ejecutan propuestas de transmisión y mediación educativa que van desde la formación ciudadana, la educación y el trabajo, la integración expresiva, artística y cultural, pasando por la recreación y el deporte, la educación ambiental y ciudadana, la salud, el lenguaje y la comunicación hasta la ciencia y la tecnología, con el objetivo de lograr aprendizajes que mejoren la calidad de vida, la circulación social amplia y las posibilidades de continuidad educativa de los adolescentes.

Entendemos que instalar una política socioeducativa requiere un movimiento conceptual de ampliación del proyecto pedagógico público, estableciendo marcos regulatorios que promuevan el trabajo en conjunto y de forma colaborativa, reconociendo y potenciando la heterogeneidad de actores e instituciones que aporten al cambio educativo.

Desde esta perspectiva, y tomando en cuenta la participación de diversos actores, podemos señalar cuatro aspectos que se vinculan y que destacamos en la discusión educativa.

1. Competencias básicas comunes. Es necesario acordar un marco de competencias que atraviese distintos ámbitos educativos y nos brinde un horizonte común. Pensamos las competencias como saberes que se ponen en acción; su ejercicio supone movilizar conocimientos que son esenciales para saber actuar. La interacción entre conocimientos y competencias es una relación ineludiblemente dinámica.(1) Establecer un debate sobre estos asuntos implica resituar la discusión acerca del derecho efectivo a la educación, y no sólo el derecho a ocupar una silla en las instituciones. Nos enfrenta a la necesidad de objetivar cuáles son los saberes que los adolescentes deben poder poner en movimiento para ser ciudadanos de nuestro tiempo. De esa forma nos centraremos en procesos de transmisión-adquisición que efectivizan un derecho a saber y saber hacer que puede ejercerse en instituciones y ámbitos tan diversos como el liceo, la UTU, el Centro de Capacitación Profesional, Jóvenes en Red, centros juveniles, hogares residenciales de adolescentes, programa de penas no privativas de libertad o cárcel.

2. Sistema de certificación y acreditación universal. Las personas somos capaces de aprender, y efectivamente lo hacemos, en ámbitos diversos, bajo distintos formatos sociales, culturales, educativos, laborales, etcétera. Resulta imprescindible crear un Sistema Nacional de Acreditación, gestionado por una institución independiente, que reconozca saberes y competencias adquiridas en una pluralidad de espacios sociales. Es inexplicable que el propio Estado diseñe dispositivos educativos terminales que no brindan a los adolescentes la posibilidad de certificación y acreditación de los aprendizajes.

3. Profesionalización del campo socioeducativo. El Estado debe establecer marcos de regulación claros que estimulen la profesionalidad de todos los educadores tanto en el ámbito público como en el privado. Los registros parciales del Ministerio de Educación y Cultura ponderan la antigüedad por sobre la formación, y, lamentablemente, seguimos asistiendo a llamados de educadores para el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay o del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente en los que el nivel formativo exigido es primaria completa o ciclo básico.

4. Educación integrada: primaria, media y propuestas socioeducativas interdependientes. La construcción de una propuesta que integre la oferta escolar y proyectos socioeducativos que establezcan condiciones de articulación y continuidad para los adolescentes. La institucionalidad tiene que enlazar una trama de experiencias educativas por donde los adolescentes puedan transitar, reconociendo el derecho a comenzar a estudiar en cualquier momento del año y reconociendo los saberes adquiridos en los diversos tránsitos institucionales. De lo contrario, se superponen programas y se solapan recursos, sin que se acrediten los aprendizajes obtenidos y sin que se les reconozcan a los adolescentes los esfuerzos realizados en trayectorias educativas cumplidas en distintas instituciones. Hoy en día, muchos adolescentes están condenados a volver a empezar de cero, invalidando sus esfuerzos y los de educadores que el propio Estado contrata.

Resulta vital volver a pensar en clave de Paideia griega, crianza y transmisión que ensanche los espacios en los que se enseña, se aprende y se ponen en movimiento los saberes. Los adolescentes no son convidados de piedra en la educación. Es urgente hacerles lugar como actores protagónicos, reconocer su singularidad, e incluirlos en propuestas educativas de calidad. De lo contrario, seguiremos abonando la trampa reproductora de la serpiente policéfala de Lerna. Admitir que hay adolescentes que “no son para la educación media” no sólo es un acto negligente, sino que manifiesta la dimisión de la responsabilidad adulta de transmisión de la cultura y preservación de la democracia.

Diego Silva Balerio, Rudyard Pereyra

(1). Denyer et al. (2011). Las competencias en la educación. México: CFE.