Para sobrevivir como práctica, la izquierda debe amputarse la identidad; para sobrevivir como crítica, debe amputarse el discurso.

Debe hacer como la derecha: renovar la estética sin perder la ética. O como dice que hace la derecha: no hablar, hacer; renunciar a decir “soy la izquierda”. ¿Por qué? Porque si un candidato a presidente puede decir “soy de izquierda” y “soy de derecha” en la misma oración sin que la opinión pública concluya que es un cínico o un delirante, hay que asumir que la marca “izquierda” ya no sirve, caducó, con el perdón de los buenos señores franceses que se sentaron de ese lado en la Asamblea Nacional Constituyente hace más de 200 años.

Esta máxima deberían aprenderla, antes que nadie, los intelectuales, o sea, “los que piensan a la izquierda”. No digo nada nuevo; son las palabras de Marx en su famosa Tesis XI y las de Walter Benjamin en El autor como productor, cuando dijo a los intelectuales alemanes de su tiempo (más o menos, 1930) que deberían dejarse de joder con eso de enmendarle la plana a la clase obrera acerca de cómo se debe hacer una revolución y que deberían empezar ellos mismos por revolucionar su lugar en el mundo -en última instancia, aunque no quisieran verlo o aunque pudieran negarlo mentando recursos como las libertades de opinión o de cátedra, esos intelectuales también estaban sujetos a relaciones de producción capitalistas y, por lo tanto, eran, además de autores, productores, o sea, proletarios- y sus herramientas intelectuales. Si eran escritores -decía el Walter- debían revolucionar la literatura, debían apropiarse de los avances tecnológicos (y de los medios, los discursos y las estéticas del capital, o sea, de la máquina medios-masa) para abrir el campo y habilitar la posibilidad de que otros trabajadores se transformaran también en intelectuales y desapareciera la propia figura del intelectual. A la mierda con el “escritor social”, que pinta el drama de los pobres para “generar conciencia” -dice Walter, con palabras más amables-; ya está demostrado que el capitalismo es capaz de absorber y reciclar en mercancía cantidades monstruosas de discurso crítico. Si tanto te conmueven los pobres, diría el Walter, compartí con ellos lo único que podés, o sea, tu herramienta; ellos la usarán como quieran, y ese es un gesto mucho más revolucionario que cualquier toma de posición.

Otra vez: la izquierda debe copiar a la derecha. ¿En qué? En transformarse en el aire que respiramos, en hacerse tan obvia que ya no tenga necesidad de decir “ey, miren, estoy acá, existo, denme pelota, tengo historia, tengo proyectos, tengo valores”. Por supuesto que para la derecha hacer eso fue fácil. La paliza política que le pegó a la izquierda a fines del siglo XX la dejó tan libre dentro del orden de lo pensable que ya no tuvo que definirse con respecto a un otro. Y lo que antes era una postura firme con respecto a ciertas cuestiones ideológicas (hay que defender la propiedad privada ante los socialistas; hay que defender la nación ante los internacionalistas; hay que defender la comunidad ante la sociedad; hay que defender la tradición ante lo moderno y hay que confiar en la sed vital del individuo ante la organización de los pares) se tranformó en el piso desde donde nace el pensamiento, en lo obvio. La izquierda respondió con un doble movimiento: vaciarse de prácticas revolucionarias y tapiarse de discurso ético (“somos los justos, somos los que deberíamos gobernar si el mundo fuera un mejor lugar”). No resultó. Por lo menos, esa es mi conclusión cuando veo que la gran mayoría de las personas que forman parte de esa cosa que se llama “izquierda” (aunque sea en la forma más liviana y fácil posible: el voto) participamos sin mayor problema en relaciones de producción que implican la explotación de personas que viven acá a la vuelta o a miles de kilómetros de distancia.

La izquierda es ideológica o no es, pero no debe parecerlo, no debe decirlo. Tiene que esconderse, camuflarse, cambiarse la ropa, no sólo porque la persigan, sino porque la pilcha que tiene está apestada. Jiede. Y “la gente” -el pueblo ya no existe- se da cuenta y se aleja.

La izquierda debe contrabandear política por otros medios. Por eso, cuando es gobierno debe usar el disfraz de los gestores, debe ponerse una camisa color caqui, un jean y unos zapatos en punta y hablar en términos de resultados. Es más, debe ir más rápido que la demanda de resultados; sólo así conquistará un excedente de gobierno que le permitirá hacer lo que se le cante las pelotas sin que nadie la controle demasiado. Y entonces, cuando nadie la vea, debe hacer un movimiento de pinzas consistente en organizar y en sacudir a la sociedad. Debe dejarle la política a la gente, al pueblo, a la clase obrera, a los subalternos o cualquiera que sea su objeto de deseo, para que estos hagan con ella lo que se les antoje, se organicen solos, asuman un rol creador y decidan sobre las condiciones de su propia vida.

La izquierda debe ser vil y manipuladora, como el asesino de Telón, la novela de Agatha Christie, que no mataba a nadie pera daba una manija terrible para que otros mataran a sus enemigos. La izquierda debe compartimentarse, debe funcionar como una red de conspiradores que no se conocen entre sí y que actúan sin importarles quiénes son y dónde están sus compañeros (como hacen las neuronas). Debe ser desorganizada, porque las organizaciones caen. Debe despreocuparse de las consecuencias de su trabajo subversivo, porque no puede controlarlas. Debe activar potencias y tocar acá o allá para incidir en su dirección, pero no controlarlas. Controlar es lo que hace la derecha.

Sin embargo, la izquierda no debe explicarle a nadie cómo es el mundo. La izquierda no debe difundir los escándalos de corrupción o los secretos del Estado profundo. La información es un placebo. La cantidad de personas para quienes significa algo que Donald Trump haya falsificado 95% de sus declaraciones de impuestos tiende a cero.

La izquierda debería entender que la gran mayoría de la población no es ni será nunca de izquierda. Y los que son de izquierda deberían entender que nunca van a convencer a los que no son de izquierda diciéndoles todo lo buena y justa que es la izquierda.

La izquierda también debería asumir que nunca va a conquistar el poder y que, si lo hiciera, en ese mismo acto se transformaría en la derecha. Que su destino es mover abajo y espolear arriba. Todo esto no debe decirlo, por supuesto, pero debe entenderlo.

La política es organización, organización, organización. Supongo que para mucha gente ha de ser una actividad apasionante, pero para todos debe ser, además, cansadora y agobiante. No es heroica, no es gloriosa, no tiene destino a la vista y no da grandes satisfacciones. Por eso, muchos buscan formas más divertidas de hacer política: arte con contenido social, periodismo contrainformativo, pensamiento crítico. Eso no es política, o, por lo menos, no es política de izquierda. ¿Entienden? El adjetivo los condena. Si hay que explicar el chiste, es porque no tiene gracia.