Eran las ocho de la mañana. Maxi, un joven de poco más de 16 años que vive en un asentamiento de Montevideo, estaba apostado en la puerta del circuito, esperando para votar por primera vez, una hora antes de lo pactado. Era el día en que Montevideo se movilizaba por la elección del Presupuesto Participativo y los concejos vecinales, tal vez una de las pocas expresiones de democracia directa con las que cuenta nuestra sociedad.

A las pocas horas, se conocían los primeros resultados globales, que admitían al menos dos análisis. Uno autocomplaciente, que hacía énfasis en lo positivo de haber revertido un proceso tendiente a disminuir la participación de las últimas ediciones. Otro autocrítico, que subrayaba que tan sólo sufragó poco más de 5% de los habilitados para votar, lo que se agrava si admitimos que desde hace más de 25 años Montevideo cuenta con un gobierno de izquierda, que, a pesar de haber definido con claridad la intención de fortalecer la descentralización política y la participación ciudadana, no ha logrado promover seriamente (salvo excepciones) procesos de involucramiento social; mucho menos instalar el debate sobre la relevancia de la participación directa en un proceso de transformación, o de la necesidad de avanzar hacia una democracia participativa.

Hay señales, en realidad, que dan cuenta de que el concepto de participación ciudadana ha caído en un espacio vacío de contenido, el del discurso políticamente correcto, compartido inclusive con la derecha. Es difícil distinguir matices, mucho menos enfrentamientos ideológicos acerca del rol y el protagonismo de las comunidades locales, los vecinos organizados, las trayectorias colectivas, sus identidades y su construcción sociohistórica.

Quienes trabajamos en territorios devastados social y espacialmente por decenas de años de gobiernos conservadores, con sus secuelas evidentes en al menos tres generaciones de ciudadanos, no dejamos de reconocer el esfuerzo que se ha hecho en la última década para intentar restablecer la dignidad de cientos de miles de vecinos. Sin embargo, no es menos evidente que ha sido insuficiente. Por momentos parece una pesadilla, en la que nos encontramos corriendo en cámara lenta contra un viento arrachado en la dirección opuesta.

Es cierto, existen múltiples dispositivos estatales que “aterrizan” en el territorio, muchas veces superponiendo esfuerzos, otras con objetivos inalcanzables o estrategias paliativas e inconsultas. Pero no hemos encontrado casi nunca ese puente estratégico fundamental entre lo estatal y lo social, en el que la participación se reconozca como una de las claves. Parecería ser que el Estado, sus instituciones y a veces sus funcionarios desconocen el potencial del entramado social, las redes comunitarias y solidarias que se tejen a diario entre vecinos de a pie en muchos casos, sin trabajo y con necesidades básicas insatisfechas.

En cada comunidad barrial existen tesoros escondidos, procesos colectivos, experiencias grupales que han quedado grabados a fuego en la trayectoria comunitaria y han marcado un sentido, un pertenecer, un ser, que son imprescindibles para proyectarse individual y colectivamente. Son códigos genéticos determinantes para cualquier intento de reformulación, resignificación o refundación de las dinámicas barriales con su gente.

Por eso el Estado debe repensar y redefinir las estrategias de intervención, para transformarse en un catalizador de los procesos existentes, en un potenciador de las redes intergeneracionales e interfamiliares que se despliegan a nivel local. Por supuesto que hay zonas, barrios, espacios de lo local en los que el deterioro social y la fragmentación han propiciado la instalación de fenómenos como el narcotráfico. Ahí será mucho más difícil encontrar esas referencias dinamizadoras, ya que existe una cultura del favor, de la protección, de quienes muchas veces se transforman en “dueños” de un barrio o un asentamiento e imponen, sin decirlo, un pacto del silencio.

La prevención de estos fenómenos va de la mano necesariamente de la participación social, la sanidad y la fortaleza de lo local, del compromiso de los vecinos organizados, pero acompañados y protegidos incondicionalmente por el Estado, que deberá no sólo recorrer los barrios, sino también instalarse definitivamente, por lo menos en algunos de ellos.

Siguiendo el mismo manual, desconociendo la importancia de la participación para sostener y defender los procesos de transformación social, los partidos y los sectores políticos, salvo honrosas excepciones, se aproximan a estos territorios cada cuatro años, sin poder mover una fibra de la inmensa mayoría de los vecinos. Es que en ese escenario local, cotidiano, que constata a diario complejidades múltiples, su aporte es difuso, abstracto, inconsistente.

Parece que entre todos hemos instalado cada vez con más fuerza la idea de que lo local, lo comunitario, tiene muy poco para aportar. Y así se entiende cómo caen pedazos de nuestras ciudades en la periferia de lo invisible y se margina cada día más a los eternos olvidados, sin advertir que su participación es imprescindible.

Germán De Giobbi Coordinador de Gestión del complejo Sacude