A veces los cambios no llegan por los motivos ideales. La reforma del Servicio de Retiro y Pensiones de las Fuerzas Armadas podría haberse planteado hace muchos años atendiendo a cuestiones de justicia, pero a falta de una iniciativa con ese fundamento, ahora está sobre la mesa por una razón de fuerza mayor: ese servicio se ha vuelto demasiado costoso para el Estado, que lo asiste con una suma cada vez mayor. El monto de las transferencias desde Rentas Generales se duplicó en términos reales en la última década, llegando a casi 1% del Producto Interno Bruto y a 11,4% del total del gasto presupuestal. El año pasado fueron unos 400 millones de dólares, más de lo destinado a educación, salud o vivienda.

El creciente desfinanciamiento no sólo se debe a que la relación entre retirados y activos se va volviendo cada vez más desequilibrada, sino también -y aquí empieza el problema de justicia- a que los beneficios de los pasivos militares han venido aumentando bastante más que los del resto de la población (entre otras cosas, porque sus jubilaciones no tienen tope), y a que el cálculo de sus asignaciones se realiza con fórmulas mucho más generosas que las que se le aplican al resto de la población (retiro temprano, prestaciones que normalmente superan el último sueldo percibido en el servicio activo, y un considerable etcétera).

En general, los integrantes de sectores sociales que cuentan con un sistema de previsión social mejor que el del promedio de sus conciudadanos niegan que eso sea un “privilegio”. Los bancarios, los escribanos y el resto de los profesionales universitarios señalan que sus sistemas propios fueron conquistados y construidos con grandes esfuerzos de varias generaciones, y se resisten a la idea de ser “igualados hacia abajo”. Esto ha causado no pocas controversias, pero uno a uno esos sistemas separados se han ido acercando a las generales de la ley. En el caso de los militares, la cuestión es bien distinta, porque la diferenciación de sus condiciones de retiro se debe básicamente a factores políticos (el poder y la capacidad de presión de las Fuerzas Armadas, y la voluntad de muchos dirigentes partidarios de tenerlas contentas y agradecidas) y se funda ideológicamente en la premisa, muy difícil de aceptar para el resto de la población, de que los uniformados desempeñan labores muy sacrificadas, que los hacen merecedores, cuando dejan de trabajar, de algo mucho mejor que lo que recibe la mayoría.

Vean los lectores que todo lo antedicho no requiere tener en cuenta ciertos problemas pendientes relacionados con el terrorismo de Estado, que por cierto no contribuyen mucho a que la población civil se sienta orgullosa de las instituciones militares y felizmente dispuesta a contribuir para que sus miembros se jubilen en condiciones excepcionales. En todo caso, como se dijo antes, la reforma se plantea por la sencilla y cruda razón de que el costo del servicio se viene haciendo muy elevado. Pero por lo menos podría ser una oportunidad para repensar qué sentido tiene la existencia de nuestras Fuerzas Armadas, que no sólo salen muy caras en lo referido al mantenimiento de sus jubilaciones y pensiones, sino también por muchos otros factores relacionados con su actividad, e incluso así, como no se cansan de señalar los comandantes en jefe, necesitarían recursos mucho mayores para cumplir las tareas que tienen asignadas, y otorgan a la tropa remuneraciones insatisfactorias.

Si hubiera voluntad política de aprovechar esa oportunidad, sería muy bueno que, por una vez, se abriera un debate en el que el sistema partidario y el conjunto de la ciudadanía no partieran de asumir hechos consumados, sino que pudieran plantearse un orden racional en el encare del asunto, comenzando por definir para qué tareas se consideran específicamente necesarios la organización y el mantenimiento de contingentes armados, integrados por personas a las que se extrae de la sociedad común para meterlas en un mundo propio con rígidas normas y frecuentes verdugueos, educados de una forma que los demás desconocemos (y de la que tenemos razones para sospechar).

La organización militar puede ser útil, por ejemplo, ante desastres naturales, pero es obvio que para atender desastres naturales lo indispensable no es un ejército, sino un cuerpo especializado en las tareas correspondientes a esas situaciones, que no tiene por qué estar militarizado. Mientras el razonamiento sea “ya que están, veamos para qué pueden servir”, se seguirán tomando decisiones en forma poco racional.