Hay muchas formas de abuso, pero una de las más perversas consiste en redundar allí donde se hizo notar una falta. En brindar, por ejemplo, a un sediento, más agua de la que puede tomar, de modo tal que además de no aliviarse sienta que va a morir ahogado. Esa es una de las estrategias que denunció la UNATRA (Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines) en estos días ante el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, a propósito de las prácticas patronales en el arrozal La Mini, propiedad de Hugo Manini Ríos (ex presidente de la Asociación de Cultivadores de Arroz) en Treinta y Tres. De acuerdo con la denuncia, los trabajadores sindicalizados son obligados a llevar puesto todo el tiempo y en toda circunstancia el equipo de seguridad (overol, casco, lentes, zapatos, guantes, etcétera) y son filmados para controlar que no se lo quiten, mientras que los trabajadores no sindicalizados están libres de esa obligación. El sadismo consiste en la muerte por agua para el que reclamó, en su momento, porque se estaba muriendo de sed.

También denuncian otras represalias contra los trabajadores organizados y sus familias (el hijo de un delegado sindical debió ser hospitalizado luego de sufrir las consecuencias de una fumigación con plaguicidas sobre el predio en el que estaba trabajando) y se quejan de que las patronales aspiran a que el sector sea considerado “en crisis”, lo que supone compromisos menores de ajuste en las retribuciones.

Pero aunque las patronales del campo siempre se caracterizaron por su impiedad a la hora de reconocer los derechos de los trabajadores, hay que reconocer que no son las únicas con esa inclinación. Fue noticia esta semana que el TCA no admitió la impugnación de la familia Fernández Manhard contra el fallo de la Dirección Nacional del Trabajo que la obliga a pagar 280.000 pesos como sanción por haber contratado en forma irregular a varias trabajadoras bolivianas que se desempeñaban como domésticas en su casa de Carrasco. La situación de las mujeres fue denunciada en 2012 por Cotidiano Mujer, y lo que debería sorprendernos, en realidad, es que por esa forma de abuso vergonzoso no haya otra consecuencia que el desembolso de una cifra insignificante en el presupuesto de una familia cuyas redes de explotación exceden ampliamente los límites del territorio nacional. Pero así y todo, les pareció mucho e impugnaron, aunque haya sido sin éxito.

También la pasan mal los dueños de estaciones de servicio que integran la franja de mayores ventas y que ahora recibirán de ANCAP una bonificación menor. Parece que se les va a hacer cuesta arriba pagar los salarios de los pisteros (19.000 pesos nominales por mes), a pesar de que, de creer en los números manejados por la ministra Carolina Cosse, “si agarran el salario de un pistero y lo multiplican por diez -que sería la cantidad de empleados en una estación grande- la cifra estaría en 10% de lo que vende esa estación por mes”.

De algún modo, parece que está perfectamente naturalizado el hecho de que los grandes empresarios deben tener grandes utilidades (y sus empleados de confianza, grandes remuneraciones) y sus trabajadores deben darse por satisfechos con salarios que no permiten cubrir el costo del alquiler y los boletos de ómnibus para llegar al trabajo. Las cámaras empresariales advierten sobre los riesgos de que la tecnología siga desplazando a los humanos, pero se niegan a conversar sobre la reducción de la jornada laboral. Al contrario, la muletilla de la productividad, la cultura del trabajo y la meritocracia está más fuerte que nunca, tal vez porque lo que hay del otro lado (los reclamos de los sindicatos) es fácilmente neutralizable con sentencias que casi siempre incluyen palabras como “dinosaurio”, “anacrónico”, “demagógico” o “sesentista” o con lamentos por la índole patotera, vagoneta y más bien ordinaria de los trabajadores amontonados. La idea de que ganar poco tiene que ver con esforzarse poco, saber poco o aspirar a poco ha tapizado el discurso público, ya completamente ganado por la idea de que vivimos en el imperio del mercado y la libre competencia hasta que este caiga por su propio peso, y de que no tiene sentido, en la actual coyuntura, oponer resistencia. “En caso de violación -decía una vieja recomendación tan pragmática como cínica-, relájate y goza”.

En este contexto, resulta particularmente indignante repasar los montos que algunas empresas se han embolsado bajo la forma de exoneraciones fiscales (más de 340 millones de dólares ahorró la empresa Movistar, competidora del Estado en el rubro telefonía, durante los gobiernos del Frente Amplio; más de 17 millones de dólares se le exoneraron en 2006 a Fripur, la empresa pesquera que cerró y dejó en la calle a casi 1.000 trabajadores y que pertenece a la misma familia que buscó evitarse la sanción de 280.000 pesos por haber mantenido en condiciones de semiesclavitud a sus empleadas domésticas) o comparar las distancias entre lo que la AFAP del Estado les paga sus jerarcas y lo que les toca a sus afiliados.

Vivimos tiempos de “sinceridad brutal” en la región. Sin el menor pudor, los sectores más privilegiados vuelven a agruparse y a decir en voz alta que no están dispuestos a ceder un centímetro de sus privilegios. Insisten en la vieja canción de la verdad moral de la riqueza (su legitimidad, siempre proveniente del esfuerzo y el ahorro, cuando no de la audacia, la creatividad y la capacidad de innovación) y amenazan con la debacle que podría sobrevenir si los que ganan poco siguen en su loca idea de ganar más. Son días extraños y estamos distraídos. Sería hora de abrir los ojos.