Luego de actuar en El hipnotizador -serie que va en su segunda temporada en HBO Latinoamérica- y a sólo una hora de tomarse el barco de regreso a Buenos Aires, Daniel Hendler se juntó con la diaria para hablar de El candidato, su más reciente trabajo en dirección, que cuenta la historia de un excéntrico grupo de creativos publicitarios que planifican el lanzamiento independiente de Martín Marchand, un político que parece más obsesionado por hallar un lugar en el mundo que por definir un programa, y que es un interesante espejo de la política en tiempos de hashtags y marketing.

Hace un tiempo, un amigo mío vinculado a la política me dijo que la mayoría de la gente cree que la realidad de los partidos es parecida a los intrincados tejes y manejes de House of Cards, pero que en realidad es más semejante al absurdo cotidiano de Veep. Hay algo de eso en el tono de El candidato.

-Me parece que El candidato combina un poco el lado conspiranoide que hay hoy en día con la realidad de que los personajes son tipos como nosotros, en un ámbito tan mediocre como aquel en el que cualquiera de nosotros se maneja. A veces uno pone a la clase política en otro lugar, y está claro que no es así. La película refiere a géneros cinematográficos y a la vez tiene mucho de local: en esa ambigüedad creo que está el tono que me interesaba buscar.

Está en un punto intermedio entre lo argentino y lo uruguayo.

-Eso es un reflejo de mis preocupaciones, teñidas por las coyunturas de ambos lados y también por algo que atraviesa toda la región, y que en definitiva hace que no importe si son uruguayos o argentinos. Creo que en el fondo son más uruguayos, porque está filmada aquí y porque hay algunas cuestiones que son más provincianas que propias de un país del tamaño de Argentina.

La película se enmarca en un contexto en el que los ganadores, o los que se perfilan como ganadores en la política se basan más en una especie de diseño de marketing que en una militancia.

-Sí, y lo que es más preocupante es que estamos todos entregados a eso. Ni siquiera hay algún grupo político que advierta que eso va a terminar favoreciendo a los que mientan más, a los que acepten mentir más porque así van a tener más herramientas para ganar ese tipo de batalla. No me parece muy promisorio el panorama. No me gustaría que salieran de mí nombres específicos de políticos, porque si los mencionara sería injusto con el personaje: la imagen que tengo de algunos de los políticos que podría mencionar es muy chata en comparación con el personaje que me interesaba construir. Martín Marchand tiene unas capas humanas y contradictorias a las que no llegamos con esos políticos, que además yo mismo tiendo a demonizar, cosa que no hago con mi personaje. Asociarlo explícitamente a una figura real de la política sería algo que no sentiría justo, sesgaría la cancha identificándolo con políticos que francamente rechazo, cuando hacia el personaje de Martín hasta puedo desarrollar un poco de afecto, más allá de que tenga detalles deleznables y de que sus intereses sean hasta peligrosos.

¿Cómo llegaste a Diego de Paula para interpretar a Marchand?

-De Paula es alguien a quien quiero, es amigo y es el protagonista de la primera película de Ana [Katz], mi mujer [El juego de la silla]. Yo tenía ganas de hacer una película con él y con mi hermano, casera, entre nosotros, y después empecé a escribir por otro lado esto. Se me ocurrió lo de un personaje que viera a otro como un espejo, alguien que estuviera muriendo por dentro y tuviera una especie de enamoramiento de otro, enalteciendo sus valores medio inocentes. Entre todo eso fue que terminó apareciendo esta historia.

Hay algo interesante que se ve en Diego de Paula en El juego de la silla y que también se da en esta película, esa cosa incómoda y dura que aparece hasta en cómo se mueve.

-En ambos casos hay un fuerte componente de represión, de algo que no puede ser. No sé si a De Paula le quedó algo inoculado del personaje de El juego de la silla, quizá algo de la búsqueda que hizo para interpretarlo haya llegado a Marchand. En esa cosa incómoda, del personaje que se pone ropa un poco más ajustada de lo que debería ser, y que se ve un poco más lindo e inteligente de lo que es, ahí sí hay una incomodidad que provoca, como en “El traje nuevo del emperador”, porque llegamos a Marchand cuando es observado por un grupo que es cómplice de la falsa imagen que tiene de sí mismo, y que trata de alimentar esa imagen. Lo interesante, creo, es que al principio no tenemos mucha idea de que esa imagen es falsa; es algo que está siendo sostenido por él y por todos, porque la idea es construir un personaje distinto de quien él realmente es. Diego entonces accede a niveles de contradicción que no son algo tan común. Los actores tendemos a agarrarnos de maquetas, porque lo más difícil, cuando interpretamos a un personaje, es hallar una continuidad única, y entonces muchas veces debemos dejar ancladas, en los personajes, cosas que en la vida real no tenemos tan definidas. Diego se termina zambullendo, se entrega a ese trabajo y emerge una personalidad rara pero muy contradictoria.

En las teorías sobre métodos de actuación es prácticamente un cliché hablar de los móviles de los personajes.

-Los géneros están medio sobrevalorados, como si representaran un clasicismo que hay que mantener vivo pero que, a la larga, no hace más que reducir todo en forma bidireccional. En el cine, el personaje suele ser un tipo con un objetivo, un obstáculo, un arco y un giro, y eso es algo que está buenísimo, porque todos estamos formateados para seguir una historia con ese tipo de estructura, y así nos resulta todo mucho más cómodo y fácil de ver; pero en realidad eso, obviamente, entra en contradicción con lo humano. Es medio común que grupos de psicoanalistas se refieran a películas con las que es posible graficar fácilmente, en los personajes, cosas que en la realidad de la mente humana no se pueden graficar, pero para mí es una confusión creer que en eso que se ve en una película hay una verdad. No, ahí hay más bien una estigmatización, un resumen funcional que se hace de ciertos aspectos humanos, para poder contar una historia dentro de ciertos códigos de género. La parte ambiciosa de esta película es que, a la vez que juega con los géneros, trata de construir personajes complejos. Ahí estuvo el gran desafío de El candidato, del que surgieron sus dificultades y los logros que pueda tener.

Norberto apenas tarde (2010) se inscribía en esa premisa: su protagonista presentaba una opacidad tremenda y todo estaba regido, más que por una linealidad de causas y efectos, por una serie de accidentes.

-Sí, pero creo que en Norberto me valí de algunos diagnósticos patológicos que me servían para poner al personaje dentro de una estructurita. Había un juego de que como el protagonista no conocía su deseo, invitaba al espectador a seguirlo en un falso objetivo. Lo que más me interesaba era eso: como espectadores, siempre sabemos qué quiere un personaje y lo acompañamos en el intento de lograrlo. Norberto, al no conectar con su propio deseo, nos metía en una falsa expectativa, y encontrábamos los obstáculos antes que él. Me pareció un juego interesante, pero era más lineal que en El candidato, porque se trataba de un solo personaje. El candidato, con todos los personajes que tiene, se pone más complejo en ese sentido.

¿Qué aprendiste desde Norberto?

-Siento que, más allá de la experiencia propia de dirigir un largometraje, aprendí de mi actuación, de ver películas o de leer. Uno está constantemente pensando. Algunas de las conclusiones que saqué de Norberto fueron que tenía que soltar algunos miedos, soltar algunas fórmulas que llevaba conmigo bajo el brazo, y que creía que le iban a dar identidad y lenguaje propio a una película, pero que en realidad hacían las cosas un poco más complicadas, algo que sin duda está relacionado con la inseguridad. En El candidato hice cosas que a priori son contrarias a todo lo que se dice que hay que hacer. Eso fue producto de soltar algunos libros que en Norberto me ayudaban a sentirme más seguro, pero que me impedían jugarme en terrenos imprevistos. En El candidato me permití explorar más allá del librito.

¿Qué hiciste en esta que habría sido impensable en Norberto?

-Y, por ejemplo, desde cuando daba clases hasta Norberto, pensaba que el director no tiene que decirle a un actor cómo quiere que haga algo, porque a un actor hay que plantearle un problema y no una solución. Que hay que elegir el problema más adecuado para que él pueda apropiarse de la solución, porque eso es lo que lo va a hacer estar vivo frente a la cámara; reproduciendo un pedido o imitando un resultado, va a estar muerto. En teoría creo que es así, pero después de que entrás en un proceso dinámico con el actor empezás a entender que, si por ahí le decís a un actor la forma específica en que querés que diga algo, tampoco estás anulándolo ni hiriendo su autoestima, ni eso hace que él pierda el hilo de su continuidad emocional, porque estamos en el mismo barco. En Norberto era más consciente del método, mientras que en esta pasó de todo: había un patrón diferente para cada actor.

Hay un momento ligeramente metacinematográfico cuando De Paula le dice a Matías Singer: “Cuando yo te veo a vos, me veo a mí de más chico”. Lo digo porque también sos vos filmando a tu hermano menor.

-En esa frase está aquella idea original que yo quería filmar con ellos dos. Es posible que sea inconsciente lo de que el personaje Marchand funcione como un alter ego, y ese ver a mi hermano como parte de una genética en común.

Con respecto a lo que me decías de los móviles de los personajes, tu carrera empezó en arquitectura y después se desarrolló entre cine y televisión hasta dirigir. ¿Creés que tu camino estaba diagramado, o hubo una serie de azares y suerte?

-Yo la historia la leo más como que siempre hice un poco de todo, no lo veo tanto como pasajes de un lugar a otro. Desde chiquito inventaba historias y actuaba, y si bien algo que empezó siendo un juego después maduró y se volvió mi medio de vida, mantuve esa cosa lúdica. Quizá apareció en un momento algo como un superyó y me dijo que tenía que estudiar una profesión seria como la arquitectura, pero quedó por esa y siguió lo que estaba desde mi infancia.

A nivel actoral, ¿creés que cierto tipo de rol que suele recaer sobre vos es una especie de mochila?

-No, yo diría que son períodos. Supongo que voy haciendo búsquedas y que tienen un cierto hilo que las conecta. En definitiva, lo que me lleva a elegir una película es el director y su mirada, mucho más que el tipo de personaje que se me propone o el desarrollo de la parte camaleónica, que es lo que menos me interesa de la actuación y es lo que más alimenta el narcisismo del actor, que yo lo tengo, pero bastante adiestradito, como un león enjaulado que controlo... Ahora va de título eso [risas]). Por ahí mi búsqueda actoral tiene que ver más con lo que tienen los directores y actores con los que me gusta trabajar. Lo que creo que más tiene en común mi carrera es que casi todos los personajes que hice son alter egos del director. No tengo idea de por qué, pero obviamente hay algo en común, que es el lugar en el que me ubico para trabajar como alter ego del director. También se podría decir que todos los autores ponen algo de sí mismos en sus personajes, pero en ciertos casos esa referencia es mucho más directa, como en Los paranoicos [Gabriel Medina, 2008], El fondo del mar [Damián Szifrón, 2003], las de [Daniel] Burman, las de Ariel Winograd, salvo Vino para robar [2013]. [Juan]Villegas pone mucho de alter ego en sus personajes... ahora hice una con [Israel Adrián] Caetano en la que hay algo más o menos así, que tiene algo medio parecido con algunas cosas de él.