No es ningún secreto que, con el tiempo y el uso, las palabras van cambiando de significado. Posiblemente haya sido Borges el que lo mostró con más ingenio en “Pierre Menard, autor del Quijote”, pero el asunto ha sido tema de la filosofía y de las disciplinas del lenguaje prácticamente desde que el lenguaje se dice a sí mismo (que es como decir desde que es, propiamente, lenguaje), así que todos estaremos de acuerdo en que lo que hoy quiere decir una cosa, mañana puede querer decir otra.

Veamos, por ejemplo, la palabra “oligarca”. Nacida para dar cuenta de una perversión política, describía el paso del gobierno de los mejores (aristocracia) al gobierno de unos pocos. Esos pocos no estaban en los puestos de dirección por su condición de más aptos o más dignos, sino por razones espurias, establecidas por alianzas de poder o vínculos de sangre. Con el paso del tiempo y la llegada de las ideas de izquierda a estas costas, oligarquía fue la palabra que sirvió para describir a “la rosca”, la clase que concentraba la riqueza y el poder y que legislaba y gobernaba para sí misma. El Frente Amplio (FA) nació como fuerza política definiéndose como antioligárquico, pero con el paso del tiempo, la caída del socialismo real y la llegada al gobierno, las menciones a la oligarquía pasaron a ser cada vez más escasas en el discurso oficial. Cuando, hace ya casi diez años, el diputado emepepista Juan José Domínguez interpeló a gritos a su colega nacionalista Luis Lacalle Pou con un “oligarca puto” cometió dos faltas imperdonables: la de decir “puto” como insulto y la de referirse al entonces joven legislador herrerista como “oligarca”, algo completamente anacrónico y, en esos días, bastante mal visto. Hoy, sin embargo, la palabra “oligarquía” vuelve al ruedo de la mano del presidente del FA, Javier Miranda, pero, para nuestra sorpresa, no significa ya lo que significaba cuando estuvo entre los conceptos elegidos por la coalición para irrumpir, con clara vocación removedora, en la escena política nacional. Miranda la resignificó: oligarcas son, en su discurso, los que, dentro del FA, se arrogan el derecho de decidir por todos, por “los comunes”. Son los que mueven los hilos del aparato institucional, los que están atornillados en los cargos, los que no se interesan por lo que piensa la militancia, los que gobiernan la fuerza política de espaldas a la masa que los puso allí. De algún modo, la palabra recupera el sentido que los antiguos griegos le daban cuando hablaban de la perversión de la buena forma de gobernar, pero se aleja prudente y silenciosamente de lo que significa en la historia de la izquierda latinoamericana una definición antioligárquica.

Otra palabra interesante es “equidad”. Llegada al discurso de izquierda como una prima dócil y modosa de “igualdad” (o de expresiones ajenas a todo tecnicismo, como “justicia social”), la equidad fue el caballito de batalla que permitió ganarle fondos al presupuesto para volcarlos a sacar de la miseria más abyecta a miles de personas desde el Ministerio de Desarrollo Social, y para construir un andamiaje teórico que permitió darles a las aspiraciones igualitarias y a las reivindicaciones de amplios sectores postergados una retórica más cercana a la ciencia que a la política: una arquitectura de palabras sobrias pero inobjetables, técnicas, propias de un ejercicio de buenas prácticas y no de impulsos revanchistas o intolerantes. Sin embargo, nunca falta quien se entusiasma con las palabras como si fueran cosas, objetos mágicos que por su sola mención tiñen de verdad todo lo que tocan. A lomos de ese tránsito pueden llegar a escucharse verdaderos disparates, como el de un jerarca que, pocos días atrás, se refería a la digitalización de las historias clínicas como “una equidad en la gestión de salud”. La desmesurada apreciación inscribía la accesibilidad del legajo médico (algo sin dudas cómodo y que facilita muchas cosas) en la noble causa de la equidad, heredera (aséptica, pero heredera al fin) de la antigua justicia social.

Un tanto menos clara es la deriva de la palabra “libertad”. Abstracta por excelencia, la libertad no puede ser definida sino por su ausencia, y su ausencia sólo se vuelve notoria cuando es explícita, cuando se manifiesta en una prohibición. Es claro, entonces, que no hay libertad de reunión allí donde está prohibido reunirse, y que no hay libertad política en donde está restringido el derecho al voto o a la actividad política. Sin embargo, no es tan clara la ausencia de libertad allí donde la prohibición no existe de derecho, aunque se cumpla de hecho. Ser libre requiere ser capaz de pensar la libertad y tener condiciones para reclamarla, y esas condiciones no se limitan a lo que está escrito en la ley.

El escenario político está raro en los últimos tiempos, así que una cosa útil sería, cada vez que escuchemos discursos más o menos inflamados, más o menos terminantes, reclamar claridad para el uso de las palabras y compromiso con el alcance que tienen.