Siempre, siempre pienso en EbenezerMorley y los otros británicos que se reunieron en la Freemason’s Tavern de Londres para tomarse unos caliboratos aquella fría noche otoñal del 26 de octubre de 1863, pero fundamentalmente para hacer la jugada más trascendente de la historia del fútbol: aquel juego debía tener reglas fijas y unificadas que se usaran en todos los campos de Londres y de las ciudades y universidades donde se jugara. Ese día nació el fútbol global, bastante parecido al que conocemos hoy, motor de parte de nuestros días. No imaginaban esos yonis, entre espeso humo de tabaco y jarras de cerveza oscura, el legado que estaban construyendo para buena parte de la humanidad, que tiene hoy como uno de sus idiomas universales unas patitas chuecas, una pelota y a jugar.

Ni Julio Verne ni HG Wells, los padres de la ciencia ficción, contemporáneos del desarrollo del 11 contra 11 y una globa en el medio, podrían haber imaginado en sus textos lo que iba a ser el fútbol, con su avasallante desarrollo de poco más de siglo y medio. No pudieron ellos ni podemos nosotros, los actuales cultores del fútbol en los campitos de la aldea global, que vivimos la vida en un partido dentro de otro, una final dentro de otra y de otra y de otra, como aquel viejo envase de pulidor Bao, la matrioshka oriental de las publicidades. Aquella imagen, una suerte de túnel del tiempo de física cuántica metida en un envase de pulidor que hacía bailar alrededor del envase a otro envase, rodeado de otros que bailan pero son los mismos aunque sean otros, y más, y más, y más.

Así me siento en donde todo empezó para mí, en el Campeones Olímpicos, a donde llego desandando el camino como me enseñó mi pueblo: a radio prendida sin auriculares, saludando a los vecinos de Independencia, nuestra principal avenida, anulada o bendecida por las luces del estadio y su aura mágica, mientras miro a mi derecha para descubrir, una vez más, la casa de mi abuela Valeria.

Se juega la final y es todo para nosotros, aunque no es nada para el resto del mundo. Claro que la conexión es tan fuerte que esta ignota final para ustedes es todo para nosotros. Somos muchos mundos en el mismo mundo, y el fútbol nos eleva tanto que, aunque las bicicletas y los ciclomotores constantes y largos como caminitos de hormigas no son las ferraris y los audis del Santiago Bernabéu, quedamos iguales. El estadio está lleno, unos con otros de este mundo. Los mismos y tan distintos de ese otro mundo que roba, que corre, que da miedo. Este estadio es otro mundo pero es el mismo mundo inmenso y que aún late y llora por la tragedia. Hay un conmovedor minuto de silencio por Chapecoense que hunde las almas de los 2.000 o 3.000 que estamos ahí, e incluso colores modificados por el verde de Chapecó.

No es un partido más. Ninguno es un partido más, pero este me imanta por su misticismo y sus efluvios de leyenda, que me envolvieron y me estrujaron el alma con calorcito de mi terruño. Por esas cosas del fútbol -y el fútbol es como la vida-, habían llegado a la final del Clausura Candil y Atlético Florida. Cualquiera sabe lo que es Atlético y su grandeza, pero ¿y Candil? Bo, no sabés lo que es Candil. Un cuadro humilde, de barrio, del otro lado de la vía, que apenas dos veces, en 1967 y 1968, había sido campeón de Florida y que, después de años de ostracismo, volvió esta temporada a la B.

El sudor de los sueños

Hace unos meses, cuando Jorge Benoit publicó en su enorme sitio FútbolFlorida.com una conmovedora foto de Cono Aguiar, director técnico, y Shubert Tejera, veterano centrodelantero, abrazándose alambrado de por medio, sentí el llamado de esa historia y supe que tenía que estar. Ese abrazo tenía el calor del esfuerzo, el sudor de los sueños, la gloriosa incomodidad de los callos que provocan la convicción contra el no se puede.

En 1968 -la última vez que Candil había salido campeón-, mi currículum no tenía ni plasticina de jardinera, pero ya respiraba fútbol, y aquella noche quedó para siempre en mi recuerdo, no ya por la gloria candilera, sino porque el Sordo Edgardo Ariel Ferreyra dejaba para siempre las canchas, entre el dolor y la gloria, por un puntapié que le hundió el hueso frontal del cráneo. El Sordo, que era golero, conmovió esa noche por su arrojo y por ese mal momento que llenó de preocupación y dolor a sus vecinos. Yo vivía enfrente y aún tengo la tristeza de mi abuela Flor llorando por aquella desgracia con suerte que nos terminó dando al mejor periodista deportivo de Florida.

Pulidor Bao

48 años y 16 días después, estoy ahí nuevamente. Y como el envase de pulidor Bao, es una final y son infinitas, porque nosotros siempre jugamos una final del mundo. Cada tarde, con la moña suelta en el recreo de la escuela; cada anochecer, abajo del farol a gas de mercurio, en cada mata de pasto en los campitos, siempre jugamos y lo sentimos de una manera por el significado que le damos: una final del mundo que hoy, ayer o mañana es la del Clausura, la del Ciudad de Florida, la de la gloria. Después de haber jugado 3.000, 4.000 finales del mundo, en la Piedra Alta, en el Prado Español, en el patio de la escuela, del otro lado de la vía, allá por Los Álamos, en la esquina de casa, en el campito de las moras; porque todos los días, en cada vereda, en cada esquina, al lado de un caballo comiendo, entre las columnas del alumbrado, donde hay un pedacito de pasto despejado, se juega una final y hacemos, por fin y por inicio, lo que ya se ha hecho tantas veces, intervenido por gritos maternales de “¡ vení para acá, gurí de...!” o mejorado por relatos propios de una voz interior que le exige gritar gol. Él, yo, vos, juegan y jugamos a que somos nosotros mismos y alguien más, y siempre hay una escena en la que el gol, el sueño, llega en forma de hazaña. Sí, cada partido es una final; no importa si es contra el local y con miles de tipos gritando en tu contra, o si simplemente es en la esquina de tu casa y ni siquiera tu padre o la almacenera se enteran.

El motor de la gente

Suenan las bombas, se destacan los gritos, cortitos e ingenuos, de aliento y de sueños. Los tipos macetudos y con la camiseta por dentro del short saltan en la mitad de la cancha, levantan sus abrazos apostando a una victoria compartida con su gente.

No hay ni un lugar en la tribuna principal, y parece que no mucho en la de enfrente. Atlético ya está en la cancha, y Candil sorprende a los más jóvenes haciendo sonar su melodía de tapones en medio de la gente apretujada. Jesús Cono Aguiar, otro de los apóstoles de Mario Patrón, ensaya por convicción y no por cábala aquel viejo mandato de Mario con las selecciones. Isidro Rocca, otro crack del momento más sublime del fútbol floridense, ahora es el comentarista de la radio y de inmediato decodifica el mensaje y afirma: “Como nos hacía salir Mario, por el medio de la gente y con los más altos adelante”. Yo tiemblo gloriosamente, porque también lo he usado como recurso, en mi caso evocándolo, escribiéndolo: “Aquel incienso, alquimia de aceites y masajistas, corporizado en viejas piernas lustrosas, te sacaba de ambiente y te conducía a un mundo de fantasía, de caballeros; héroes guerreros que con pesados pasos de leones se abrían paso entre sus vecinos de todos los días. Los niños podríamos estar potreando por ahí, o de la mano del padre, abuelo o tío, padrino ante todo de aquel bautismo de esa compleja emoción colectiva; pero ante la menor señal de que se acercaba aquel momento de efímera comunión y máxima emoción, en el que los futbolistas, murguistas cantando entre la gente, daban el tono con el estridente sonido de sus tapones marcando una marcha triunfal, todo se congelaba. Ahí, por el medio de la gente, ante nuestra pequeñez y asombro, avanzaban con la seguridad y el miedo de la batalla, desde el mísero vestuario caballo de Troya del pueblo al campo de la gloria a veces, al infierno tan temido otras tantas, pero siempre enhiestos, serios, grandiosos. Astronautas del pasto, con luces de faroles elegidos para llegar al más allá; avasallantes o inseguros conquistadores de mares de dudas; caballeros cruzados de las elegidas noches pueblerinas; sempiternos luchadores por sacarnos del Medioevo de aquel fútbol grotesco y luchado”.

“Eran lentos como perros y pesados como roperos”

Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa y Eduardo Sacheri son tres de los más grandes escritores del fútbol. Viven en mi casa, viajan a diario conmigo, son parte de mi vida y mis recuerdos. Por eso, cuando supe que el pobre Candil, con el Cono como entrenador, había pegado un par, tres, cuatro batacazos después de mudarse de la B y haber arrancado el campeonato como para volver a los sábados, le dije con mi voz interior al Gordo que esto me sonaba al Estrella Polar, el de “El penal más largo del mundo”, y aquello de “Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota”.

Cada lunes que me arrimaba a comprar pan y fiambre a lo de Colista escuchaba lo mismo: que ya se van a caer, que con Atlético no van a poder, que con River la van a pasar mal, que Nacional les va a ganar, que Quilmes lo va a despachar. Pero los candileros cruzaban la vía con la camiseta sudada, empapada, embarrada de riesgos y salvadas, pero primeros, prontos para el baile del domingo de noche o para caer exhaustos en el sillón frente a la televisor, entre salchichón y queso picado y con los gurises revoloteando alrededor.

El mejor del barrio, el mejor del pueblo, el mejor del mundo

Candil ganó el Apertura y ese mismo domingo se festejó en la cantina. Y el lunes a la radio, a la tele. Y el martes ya estaba Cono con la matraca, tipo Mario, imagino, gritándoles: “¡Campeones, nada! ¡Campeones vamos a ser cuando también ganemos el Clausura”. Y dale, y dale, y dale. Y así, de tanto dale, llegó el azulgrana a la final, a buscar un título con el que soñaba desde poco menos que medio siglo, y, de yapa, con algo inesperado: ser el primero en ganar un título sumando Apertura y Clausura.

Porque no sé si ustedes se imaginan lo que es llegar fundido del yugo, cruzar la vía y meterle un par de horas más a la vida dándole y dándole al cuero, preparándose para seguir soñando junto con el barrio que empuja y acompaña y llena la tribuna de colores e ilusiones. Y ahí está Candil, este Candil, que es Plaza, Leicester o como se llame la agrupación de soñadores que va y mete, y corre, y juega, y piensa, y están todos juntitos y no se la creen ni dejan de creer. Y ahí estamos, 2.000 o 3.000 personas que conformamos ese mundo, esa noche, donde el mundo es ese lugar, esa cancha, esa área, ese arco, ese todo que nos corresponde por padrón, esa muralla china que delimita nuestro mundo exclusivo e inclusivo. Y el corazón explota, y el partido explota, y esas pesadas camisetas, envase de trote sobón y caderas anchas, morras poderosas, cabezazos potentes, son el imán para los ojos de los gurises que, esta vez petrificados, no juegan con piedritas o vasitos, sino que miran extasiados hacia el verde escenario y graban con sus ojos y sus oídos la ópera prima de sus vidas y el fútbol. Con estética de hombres grandes, pero con ganas de llevarse el mundo por delante, Candil, su gente y su barrio, sueña y no hiere, cree y respeta, va y no atropella al enorme Atlético, el grandote respetable y querido de esta historia. Y allá a la larga, allá en el fondo de la historia, en los penales de la vida, en el mismo arco donde el Sordo Ferreyra se jugó su vida de golero para que Candil hace 48 años fuese campeón, ahí contra la vieja curtiembre que capaz acunó los sueños de los obreros candileros casi medio siglo atrás, explotó el barrio encapsulado en la tribuna y trepó los alambrados de la gloria, mientras Cono Aguiar técnico y miembro de la mesa del Sunca, el peón de obra de la construcción de este sueño, ofrendaba este triunfo a sus soñadores, a sus luchadores que lo llevaron otra vez a la vuelta olímpica. La gloria, el sueño la fortaleza de intentarlo. Y mañana a levantarse otra vez para entregarse al yugo diario, de este mundo, mientras la camiseta, dobladita, lavadita y guardada en la cómoda de lo inalcanzable encierra lo mejor de todos los mundos: aquello que fue y cada día volverá a ser, la gracia de intentarlo siempre, de quererlo siempre. Eso es Candil.