Si hay dos películas que cambiaron dramáticamente la historia del cine estadounidense y de sus respectivos géneros, son Singin’ in the Rain (Stanley Donen/Gene Kelly 1952) y Star Wars (George Lucas, 1977). Ambas son, como mínimo, parte de las diez más importantes y conocidas de la historia de Hollywood; ambas renovaron y revolucionaron el concepto de la comedia musical y el film de ciencia ficción, respectivamente; ambas se hicieron con plena consciencia -hasta el borde de lo metacinematográfico- de los cambios que traían; y ambas tenían, en sintonía con su renovación, como protagonista femenina a una actriz de 19 años. Con un cuarto de siglo de diferencia, esos dos roles esenciales fueron cumplidos por madre e hija, Debbie Reynolds y Carrie Fisher, y ahora las dos murieron con un día de diferencia. A Hollywood le gusta imitarse a sí mismo, dentro y fuera de las pantallas.

Por motivos de cercanía generacional -y debido al enorme culto alrededor de Star Wars-, la muerte de Marie Frances Debbie Reynolds tuvo menos repercusión mediática que la de su hija (casi como una adenda de color extra a la noticia del fallecimiento de la princesa Leia), pero Reynolds fue en algunos aspectos una estrella aun mayor. Su carrera comenzó al ganar un concurso de belleza en Burbank (California), al que Reynolds, una adolescente más bien interesada en los deportes, se presentó porque les regalaban un almuerzo a las participantes. Rápidamente consiguió un contrato con la MGM, y con apenas 17 años comenzó a hacerse popular gracias a un pequeño papel en una comedia musical con Fred Astaire (Three Little Words, 1950); eso la ligó en forma indisoluble al mundo de los musicales de Hollywood. Sus primeros roles hicieron que fuera escogida para ser la coprotagonista de un enorme proyecto que estaba preparando el bailarín estrella Gene Kelly, y Reynolds, que carecía de formación como bailarina, tuvo que prepararse con una enorme disciplina, para aprender en semanas lo que a otros les lleva años (años más tarde, la actriz compararía ese aprendizaje con la experiencia de parir). El resultado fue la perfecta Singin’ in the Rain, considerada casi unánimemente el mejor musical de todos los tiempos, y también una película paradójica en muchos aspectos. Por de pronto, la trama -una historia sobre la compleja transición del cine mudo al cine hablado a fines de los años 20- hacía que el personaje de Reynolds tuviera que doblar cantando a una estrella de los tiempos mudos, pero en realidad fue la supuesta actriz de floja voz (Jean Hagen) la que dobló a la inexperta Reynolds.

A diferencia de su hija, siempre anclada a su éxito inicial, Reynolds tendría varios más -tal vez no tan recordados como la película con Kelly-, como The Catered Affair (Richard Brooks, 1956), Bundle of Joy (Norman Taurog, 1959) -junto a su entonces esposo Eddie Fisher, el padre de Carrie, por aquellos días uno de los cantantes más famosos de Estados Unidos- y The Unsinkable Molly Brown (Charles Walters, 1960), que le valió una nominación al Oscar a mejor actriz.

Reynolds envejeció con gracia, mientras mantenía una prolífica y exitosa carrera como cantante, conducía su propio programa de televisión The Debbie Reynolds Show, y su presencia se destacaba en todos los terrenos en los que se interesó -desde la hotelería hasta la filantropía-, además de convertirse en una gran coleccionista y preservadora de material fílmico. Dueña de un carácter fuerte y poco doblegable, fue una pionera en la causa favorita de Tabaré Vázquez al romper su contrato televisivo con la NBC (en aquel momento, el mejor pagado de ese canal de televisión) porque no estaba de acuerdo con que se exhibieran publicidades de cigarrillos en las tandas de su programa.

Su vida personal y sentimental fue algo turbulenta y, según ella misma, bastante desdichada desde que Fisher la abandonó por Elizabeth Taylor, y estuvo muchos años distanciada de su famosa hija (que retrató en forma no muy amable la relación entre ambas en varios de sus libros), pero se habían reconciliado por completo en los últimos tiempos. De hecho, el ataque cerebral que terminó con su vida llegó mientras se ocupaba de los preparativos del entierro de su hija, y según su hijo Todd, sus últimas palabras fueron “quiero estar con Carrie”.

Su amigo y colega William Shatner la definió recientemente como una de las últimas representantes de la “realeza de Hollywood”, y como correspondía a esa condición nobiliaria cinematográfica, fue la madre de la más famosa de las princesas. Ni siquiera es necesario amontonar casualidades y paralelos de tabloide para asombrarse ante una figura tan enérgica, independiente y representativa de otro mundo de hace mucho tiempo, en otra galaxia aun más lejana.