“Hoy es la Teletón; me siento mal si no colaboro. Voy a poner diez pesos, por lo menos”, le dice un gurí de unos 18 años a su amigo. Hablan a los gritos en el 494. “Sí, es hoy. Estaban haciendo una marcha recién. Tenían cortados todos los bondis”, le responde el otro.

Esa conversación tenía, al menos, una inexactitud. La marcha de la tarde del viernes, que recorrió 18 de Julio desde la Universidad de la República hasta la explanada de la Intendencia de Montevideo (IM), no fue organizada por la Teletón ni por personas a las que particularmente les guste el show televisivo. Lo dice claro la proclama leída en la explanada: “Manifestamos nuestro rechazo a la imagen de caridad puesta de manifiesto en algunos programas que refuerzan prejuicios y estereotipos negativos con respecto a las personas con discapacidad, y que se contradicen con el modelo de discapacidad basado en derechos humanos”. Y lo explica Hernán, integrante de la coordinadora que organiza la marcha, mientras camina: “La rehabilitación la tiene que hacer el Estado. No un privado, como la Teletón. La Teletón pide fondos y refuerza ese modelo de caridad, en el que nos sentimos solidarios por un día. Es misericordia disfrazada de solidaridad. Las empresas salen ganando. Aparecen en la pantalla apoyando, descontando impuestos. Esa plata que no le llega al Estado debería llegarle y ser invertida en la rehabilitación de las personas”.

¿Por qué marchan, entonces? Para concientizar, dicen, y dejar de ser objeto de caridad. “Somos más de 500.000 las personas que vivimos en Uruguay en situación de discapacidad, y los que estamos aquí hoy somos la voz de todos ellos. Venimos a decir que nuestros derechos siguen sin ser conocidos ni reconocidos, y que la sociedad en su conjunto tiene una deuda histórica con nuestro colectivo. Queremos, podemos y buscamos construir nuestro proyecto de vida, y tener la posibilidad de llevarlo a cabo. Queremos poder salir de nuestras casas, poder subir a un ómnibus, viajar desde y hacia el interior del país, tener acceso a todos los niveles de la educación, a la información, al trabajo, a formar una familia, a disfrutar plenamente de nuestra sexualidad, y que nos atiendan debidamente si vamos a comprar algo o a utilizar un servicio de salud”, dicen, con fuerza, en la explanada de la IM.

Fernando, el padre de Mateo, marcha por eso. Su hijo tiene aumento de tono muscular, llegó a caminar con bastones, pero hoy depende de la silla de ruedas. No le gustan los tumultos de gente, ni el ruido tan alto del parlante. Era de Nacional y se cambió para Peñarol; dice que le gustó más, pero se enojó porque se comió dos horas de previa para mirar el partido con un amigo y no hubo clásico. En la escuela, cuenta su padre, trabajan bárbaro con él; tiene talleres de música, danza, confección en tela, cocina, y Mateo también estudió computación. Pero Fernando dice que no hay muchos lugares a donde llevarlo, y que es díficil, y que él puede porque tiene la suerte de tener un trabajo, y que si no, qué haría, si “para todo tenés que pagar, pagar y pagar”. De la Teletón hay cosas que comparte y otras que no. Mateo fue tres veces; ahora hace dos años que no lo llaman, y la silla en la que está la compró ahí: “Lo que hacen es orientarte. Tienen piscina, terapia ocupacional, les enseñan a ponerse un buzo, a sacarse las medias, cosas así, y después tenés que salir a pagar afuera”. Con la plata de un mes en una clínica privada le armaron una pieza en la casa para hacer la fisioterapia. Las cosas se consiguen por comentarios de la gente, dice Fernando, porque no hay mucha información. Ahora su hijo va a empezar una terapia con tablas de surf, porque se encontró en la playa a una muchacha que la hace. Ese es otro de los motivos por los que va a las marchas: porque “siempre te ponés a hablar con alguien” y, de repente, puede surgir otra nueva oportunidad para Mateo.

Begoña Grau, la directora del Programa Nacional de Discapacidad (Pronadis), quien también estuvo en la marcha, dice: “Vamos unos años atrás, porque deberíamos haber empezado mucho antes”. Agrega que la dificultad más grande son las trabas que pone el otro hacia las personas con discapacidad, por desconocimiento. Porque no piensa que la gente sea mala, sino que desconoce. Y que como no sabe cómo actuar, mira para el otro lado y no enfrenta el reto. A nivel ciudad, comenta, falta mucho: “Pero es un tema de conciencia, y de nada sirve tener ómnibus accesibles si el chofer no tiene la conciencia de parar cuando ve a una persona con discapacidad”. Pero no se puede hablar sólo de rampas, dice Grau, “necesitamos que una persona ciega pueda acceder a cualquier página web y la pueda leer, que una persona sorda pueda ver el noticiero y tenga lengua de señas, cosa que sólo ocurre en el canal público; pequeñas cosas que son importantísimas para ir sacando esas barreras que nos separan del otro”.

Hernán dice que si te enfrentás al otro y lo ves desde la caridad, vas a creer que sos superior y sobreentender que el otro no tiene nada para dar; “eso sostiene a muchas instituciones, y deja a las personas con discapacidad en el lugar de que no tienen nada para aportar. Y en realidad es la sociedad la que no les dio las mismas oportunidades para que puedan desarrollar todo su potencial”. Hernán estuvo en Ginebra, como parte de la delegación que fue a la sede de la Organización de las Naciones Unidas a presentar la situación uruguaya, y dice que hay cosas que no están escritas, pero que los expertos dijeron. Por ejemplo, que en Uruguay “no están entendiendo del todo el concepto de discapacidad”. Está “muy asociado a una visión médica, a la visión de la rehabilitación”. Eso es lo que quieren cambiar. “Esos modelos no existen más en el mundo. Los que se están instalando apuntan a que las personas con discapacidad hagan los mismos procesos que cualquiera, y más que en la discapacidad, tienden a pensar en la singularidad y el respeto a la diferencia”, explica.

Continúa la proclama: “Nos preocupa la persistencia del enfoque médico en los cambios que se están realizando al proyecto de ley que está a estudio de la Comisión de Salud del Senado, que aún no nos representa. Nos alarma que aún existan instituciones que se manejen con prácticas de tortura hacia las personas con discapacidad: encierro, electroshock, medicación abusiva. No queremos que nos traten como niños, ni dar lástima”.

Agustín, de 11 años, acompaña a su madre, Natalia, en silla de ruedas y a una amiga de su madre, Lourdes, que camina con dos bastones. Un vecino, que las conoce del Cerro desde que eran jóvenes, cuenta que Natalia, que tiene dificultades motrices a causa de un procedimiento con fórceps, se paraba con su silla de ruedas en la mitad de la calle para que los ómnibus la llevaran.

Mientras Agustín abraza a su madre y ambos sonríen, el vecino lo felicita por la madre que tiene, y Humberto, también amigo, interrumpe: “¿Pa dónde arranco pa 18?”. Y ahí nos dimos el brazo y caminamos. “¡Me he encontrado con gente a la que no veía desde hace 30 años, qué lindo!”, dice. Un motor lo tiró contra la pared, y quedó ciego a causa del golpe en la cabeza; era ayudante de ingeniero. “Hay que mover muchas cabecitas, todavía”, larga, y sonríe. Dice que es el menos indicado para hablar de discriminación: “¿Qué ventaja tengo? Si una persona me apoya, ese es mi único punto de vista. Lo demás lo ignoro, no lo veo”. Piensa y argumenta: “Si ves a una persona con dos bastones, no la agarres porque la vas a tirar al suelo. No tenés que saber nada, sino preguntar: ‘¿Cómo lo puedo ayudar?’. Ahí está el cambio: en la comunicación”.

Atravesamos la calle. Se acerca el bondi, frena, el chofer dice “pará, pará”, lo acomoda bien pegadito al cordón. Humberto se sube, “buenas tardes”, dice, aunque ya es más bien noche, y el 21 se va.