Ayer, cuando se supo que había muerto a los 75 años, su blog, La guarida oficial del monstruo, aún destacaba el titular “¡Laiseca narrando en vivo!”, y de algún modo estaba bien, porque no es aventurado pronosticar que su obra seguirá interpelándonos en tiempo presente. En ese sitio de internet se puede leer también que “Alberto Laiseca nació en Rosario el 11 de febrero de 1941, pero pasó su infancia en Camilo Aldao, un pueblo ubicado en el límite entre las provincias de Córdoba y Santa Fe. Trabajó en diferentes oficios en distintas provincias: fue cosechero, empleado telefónico, corrector de pruebas de galera en el diario La Razón. Protagonizó el antológico programa de TV Cuentos de terror en I-Sat y presentó películas en el ciclo Cine de terror en Retro. Fue coprotagonista de la premiada película El artista (2009, Gastón Duprat y Mariano Cohn), y en abril de 2011 los mismos directores estrenaron Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un cuento de su autoría. Desde hace años dicta talleres de narrativa en el Centro Cultural Rojas y de forma particular. Es autor de la monumental novela Los Sorias y de 19 libros más (novelas, cuento, poesía y ensayo)”.

El adjetivo “monumental” se halla con frecuencia asociado con Los Sorias, una historia narrada en 1.300 páginas que se desarrolla en el transcurso de tres dictaduras -Soria, Unión Soviética y Tecnocracia- y que según Ricardo Piglia “es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos”, de Roberto Arlt.

Desde 2014, Laiseca, un autor que entre otros méritos tenía el de hallar títulos memorables (Matando enanos a garrotazos -1982-, Por favor ¡plágienme! -1991-, El gusano máximo de la vida misma -1999-), vivía en un geriátrico de Flores, a donde iban a visitarlo muchos seguidores y discípulos, como Leonardo Oyola y la escritora entrerriana Selva Almada. El año pasado, cuando Almada visitó Montevideo, compartió con este medio el recuerdo del taller literario de Laiseca, al que asistió: “Para mí es un maestro. Tiene ese peso del referente, de alguien que me acompañó durante tantos años. De hecho, todavía me acompaña, porque nos seguimos viendo, aunque ya no esté dando el taller. Primero me enseñó a encontrar un camino propio. En eso él es muy generoso, porque al contrario de otros maestros de taller, que generan que los alumnos escriban igual que ellos, Lai te ayudaba a que encontraras tu propia voz, aunque muchas veces no tuviera nada que ver con la suya, y ni siquiera con lo que a él le gusta leer. Él me ayudó mucho en todo ese proceso de búsqueda. Y también me enseñó algo muy importante en la escritura, que es a tener paciencia. Cuando doy talleres veo que, a veces, la gente tiene más premura por publicar que por escribir. En eso Lai te enseñaba a ejercitar la paciencia: darte el tiempo de construir una obra, de corregirla, de reescribirla”.