Hay un cuplé de La Mojigata de 2002 que se pregunta: “¿Qué podés esperar de la cultura de un país que gobiernan abogados y doctores?”. Nos preguntamos si 14 años después nuestra generación política debe resignarse a que así son las cosas. Uruguay apareció en el mapa mundial no sólo gracias a las hazañas de una selección uruguaya de fútbol -que vaya si sabrá dar tan buenas lecciones de fútbol como de ética-, sino también por habernos convertido en “el país de los derechos”. A pesar de eso, nos cuesta lidiar con la sensación de que los logros de esa “agenda” de la que tanto nos hacen hablar a nosotros, “los jóvenes”, no fue más que tirar la piedra y esconder la mano.

Soy parte de una generación política que no le tiene miedo a jugar en la cancha grande. No le hacemos asco. Quizá porque nos educó una generación que por un lado creció aterrada pero por otro atesoró la libertad y la responsabilidad del Estado de dar garantías de respeto a los derechos humanos como un principio inquebrantable que se logra sólo a fuerza de mantener tenso el músculo de la izquierda movilizada, de la lucha en la calle, de una organización viva. Tan así fue, que la nuestra no sólo militó codo a codo con sus padres y sus madres para que el Frente Amplio llegara al gobierno, sino que también salió a la calle para exigirle a su gobierno que garantizara derechos a las mujeres, a los adolescentes, a las personas con discapacidad, a los gays, lesbianas, trans, a los usuarios de drogas. La mejor parte de ese relato antojadizo es que lo logramos. Al menos, eso nos hicimos creer a nosotros mismos y al mundo.

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Hace una semana acompañamos a una pareja de amigos a inscribir a su hija en el Registro Civil. Necesitaban dos testigos que certificaran que estaban de acuerdo en ponerle a la niña el apellido de su madre y no el de su padre. La Ley de Matrimonio Igualitario permite invertir el orden tradicional de los apellidos, siempre que exista mutuo acuerdo entre los progenitores; de no existir ese acuerdo, se debe realizar un sorteo. Pero como todo aquello que modifica las tradiciones, este cambio encontró resistencias en las instituciones. Las autoridades del Registro Civil han definido que ese mutuo acuerdo debe ser ratificado con la rúbrica de dos testigos, no sea cosa que la madre esté obligando al pobre padre a entregar el apellido de la primogénita. Ni la ley ni la reglamentación de la ley establecen que sean necesarios esos dos testigos. Hicimos el trámite como el Registro Civil nos exige, contraviniendo lo establecido en la ley, y después tomamos un helado en una Ciudad Vieja calurosa y atestada de gente, que la niña visitaba por segunda vez en sus jóvenes ocho días de existencia extrauterina.

El mismo año que se aprobó la mencionada ley, Uruguay se convirtió en el país abanderado del fin del prohibicionismo y de sus nefastas consecuencias contra la salud, la vida, la integridad y la libertad de todas las personas, especialmente las pobres y latinoamericanas. El sistema político, por medio de la aprobación de la regulación del mercado de cannabis, se comprometió con el desafío de intentar caminos alternativos a la guerra contra las drogas, buscando un equilibrio mediante la regulación que garantizara el acceso a esta sustancia por fuera del mercado clandestino. La sociedad uruguaya llevó el tema a sus sobremesas, transitó por un camino de entendimiento y comunicación intergeneracional que nos enriqueció. En cada casa, cada militante hizo lo suyo, porque confiábamos en que la ley se implementaría cabal y responsablemente. La distribución en farmacias y el uso medicinal del cannabis, entre otros aspectos de la ley, son ejes vertebrales en los que ciertas instituciones deben ser claras y contundentes en el mismo sentido que la ley plantea, no en el contrario. Las autoridades encargadas de delimitar la política sanitaria de nuestro gobierno no tienen las competencias para contravenir el cumplimiento de una ley que recoge un agudo proceso de discusión.

A poco más de cuatro años de la aprobación de la reglamentación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, las mujeres de varios lugares del país siguen sin tener garantizado el acceso al aborto seguro en sus servicios de salud. Un manojo de profesionales ha decidido, con éxito, legitimar su boicot a la ley por medio de un fallo del Tribunal de lo Contencioso Administrativo (TCA) que, en vez de tener una respuesta dirigida a garantizar los derechos de las mujeres, ha generado una zona jurídica gris para médicos, usuarias y prestadores. Mientras el decreto reglamentario vigente establece claramente el alcance de la objeción de conciencia (sólo vale para dar la receta del misoprostol o para la práctica quirúrgica, que el Ministerio de Salud tampoco implementa), un fallo del TCA a favor de algunos ginecólogos objetores interpreta caprichosamente la ley, dejando abierta la duda a la posibilidad de objetar todo el proceso de atención y asesoramiento a las mujeres con un embarazo no deseado. Seamos claros: vuelve a abrir la puerta para la omisión de asistencia que la ley pretendía corregir. Si nos enfrentamos a esa misma corporación para defender los convenios salariales de esa rama y quitar las ganancias emergentes de las cesáreas en tanto prácticas médicas, habrá que hacer valer aquella actitud y entender que en esta oportunidad también están en la vereda de enfrente de los derechos.

Tres años después, se implementan estos tres marcos jurídicos con vericuetos institucionales cuyos costos debe asumir la ciudadanía.

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El sistema político (en el que me incluyo, no me subestimen) está siendo omiso en una situación en la que, claramente, una pequeña corporación atenta contra derechos conseguidos con una lucha de décadas que tuvo como protagonistas y promotores al movimiento social feminista, obrero, estudiantil, a la Universidad de la República, al Sindicato Médico del Uruguay, entre otros tantos. Se sortearon obstáculos tales como un veto presidencial, varios legisladores que desconocían resoluciones de congreso, ataques violentos y sistemáticos de los detractores, plebiscitos, y, al menos, dos décadas de un debate que profundizó en contenidos y argumentos porque el movimiento y la fuerza política de izquierda así se lo propusieron.

Es con enorme pena y paciencia que aquellos que nos hicimos de la calle para pelear por los derechos de toda la población contemplamos cómo el resultado de uno de los procesos de movilización más grandes que ha vivido el Uruguay de la posdictadura se diluye en la falta de visión política de los encargados de implementar las transformaciones que esas movilizaciones promovieron.

¿Cuál es el criterio para ponderar los costos políticos de implementar los marcos jurídicos que garantizan el ejercicio de derechos construidos en base a una síntesis política con amplios respaldos sociales? ¿Será cierto que tiramos la piedra y escondimos la mano? ¿Será que tendremos que justificar por mucho tiempo más a los abogados y doctores? ¿Será que nos negaremos a reivindicar con certeza que los derechos que se consiguen a fuerza de lucha se terminan donde empiezan los costos políticos que impone un manojo de operadores? Y lo más importante de todo: ¿será que cuando queramos movilizar nuevamente a nuestra generación seremos capaces de que nos crean?