Una seña de identidad de los gobiernos de izquierda ha sido el reconocimiento de derechos que habían sido postergados históricamente en nuestra sociedad.

2016 ha sido un año de especial intensidad para el movimiento feminista y nuestra lucha contra la cultura patriarcal. Marchas, consignas, declaraciones y visibilización pública bajo la consigna de #NiUnaMenos. Por otro lado, premeditados tuits refrendando lo políticamente correcto: #NiUnaMenos, sin ser más que eso.

Sin embargo, demasiado no siempre es suficiente. Hay algo más. La lucha consiste en erradicar lesiones y femicidios, pero también toda manifestación de violencia machista. Muchas veces nos quedamos cortos. Vivimos un buen momento para la introspección y la autocrítica. Sincerarnos, y animarnos a seguir denunciando prácticas cotidianas. Sumar manos contra la cultura patriarcal en cada una de sus manifestaciones. El feminismo es articulación de izquierda porque lucha contra una desigualdad concreta.

¿Qué hacer si la víctima integra un sistema u organización política? ¿Qué hacer si la víctima está subordinada a un varón de “izquierda”, con poder público, en una relación de trabajo? ¿Qué hacer cuando lo más terrible pasa en el lugar menos pensado y con los actores menos previsibles? ¿Qué hacer cuando compañeras y compañeros son cómplices a cambio de privilegios?

El machismo se manifiesta diariamente en entornos insólitos y en todas las filas. La violencia está presente, incluso, en relaciones políticas y laborales diarias. Es necesario comprender que se trata de situaciones de múltiple sumisión. El acoso moral laboral basado en género produce lógicas perversas: varón, jerarca, político, de “izquierda”, ejerce violencia -con actitudes casi paternalistas- sobre mujer, joven, con relación de trabajo flexible; de forma ambigua, cuidadosa y meticulosa, aunque siempre deja pistas. Su pulsión patológica no siempre le permite medir los riesgos de sus prácticas; mucho menos sus consecuencias.

Por eso, construir sentido contrahegemónico requiere también abordar estas conductas violentas desde la cotidianidad. Es necesario contar con algunos elementos para decodificar cuándo se es víctima de un opresor.

¿Es violencia machista que te encierren en su despacho, sola, durante horas, sin un propósito claro? ¿Es violencia machista que te obliguen a aceptar beneficios laborales que no te corresponden ni pediste y hasta a los que te opusiste? ¿Es violencia machista que se excusen siempre con la frase “podría ser tu padre”? ¿Es violencia machista que al finalizar una reunión, mano a mano, te den un bombón como recompensa por cumplir estrictamente tu trabajo? ¿Es violencia machista recibir mensajes a deshoras por cuestiones ajenas a la función, con un fin intimidatorio? ¿Es violencia machista que te invisibilicen, te silencien, ser un anónimo por meses, sin explicación ni motivo aparente, aunque vos los sospeches? ¿Es violencia, una vez que decidiste cortar el círculo, renunciar e irte en silencio y “por las buenas”, intervenir teléfonos y correos electrónicos, aunque sean institucionales? ¿Es violencia intimar a la inmediata devolución de los beneficios laborales que fuiste obligada a aceptar? ¿Es violencia construir relatos tergiversados, abusando una vez más de la posición de poder, para legitimar prácticas execrables? Sí, lo es. Estas, entre tantas otras, en determinados contextos y sin ironizar, configuran supuestos de violencia machista.

Por la múltiple sumisión, el opresor tiene otras herramientas para ejercer su violencia sobre la víctima y el grupo. Tiene el poder de administrar premios y perpetuar silencios. El silencio de la víctima, con el fin de sobrevivir, de mantener un empleo, de no perjudicar su trayectoria profesional o funcional, de no padecer más descrédito frente a sus pares, incrédulos de un sufrimiento real. Muda por miedo. El silencio del victimario como recurso de terror extremo. Silencia a la víctima. Extermina su figura de forma ejemplarizante. Evita el encuentro frontal y todo intercambio. El silencio de los pares, colaboracionistas esquivos que ven, escuchan y perciben que, con esa víctima, algo no está bien. Callan por miedo o por afán de empoderamiento, para obtener o conservar su ventaja. Son cómplices inconscientes; son, también, víctimas. Fortalecen al violento y despojan al violentado. Hacen imposible la construcción de un poder colectivo que pueda desenmascarar al déspota arbitrario y amoral.

Para construir sentido en clave de izquierda feminista, se debe vencer el miedo. Miedo a perder una posición en la zona de confort, a que no nos crean, a que nos sigan intimidando y hostigando. La llave es desenmascarar a diestra y siniestra, arriba y abajo. No existe argumento válido para encubrir tales prácticas. Los hijos rebeldes del patriarcado -varones y mujeres- debemos combatir lo cotidiano. La víctima no es responsable de la violencia que sobre ella se ejerce. El silencio es cómplice. Debilita al proyecto colectivo que viene a transformar la realidad.Callar significa mantener en sus lugares a hombres misóginos, con prácticas que no son feministas ni de izquierda. Y esto no se cambia con la foto en una marcha o un atento community manager con un mínimo de sentido político. Operan como bacterias: enferman a personas, organizaciones y proyectos, pero jamás dejan de ser bacterias. Representan posiciones de poder, pero son incapaces, por la misma causa, de continuar con nuestra vocación transformadora.

La batalla cultural será nuestra cuando ellos, que promueven normas y anuncian políticas, puedan afirmar también que, en sus casas y otros entornos, no ejercen violencia machista desde los privilegios del varón.

Victoria Gadea y Juan Pablo Pío.